Gonzalo Maier en el (¿medio?) del camino

'Cuando cumplí cuarenta' es, según su autor, "una aproximación vital"; agrupa algo así como anécdotas e inquietudes que le salen al paso al llegar a la mitad de la vida.
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Dante meets Perec en Santiago. Al escritor chileno Gonzalo Maier (Talcahuano, 1981) se le juntaron varias cosas cuando cumplió 40: el mundo seguía en cuarentena y él era un padre reciente. Firme en su empeño de lo pequeño, por lo breve, y lo marginal, acaba de publicar Cuando cumplí cuarenta (minúscula editorial), un librito donde amparado en la fórmula “Cuando cumplí cuarenta”, que cruza a Perec con Dante, reúne piezas donde habla de todo: de las polillas de Santiago, de comprarse una casa y leer sobre comprarse una casa, Cyril Cononlly, Natalia Ginzburg, Deborah Levy, de acordarse de Montaigne en la peluquería y querer pedir un vino de sus bodegas (Chateau d’Yquem; 500 euros una botella de vino blanco), de cómo la comedia se impone en su vida, también como objeto de estudio, de escritores, de hacer caca como elemento democratizador o de una vecina que canta a Bon Jovi. “Cuando cumplí cuarenta pasaron muchas cosas. Estas son algunas. No pretendo que lo que sigue sea una crónica de doce meses exactos, sino una suerte de aproximación vital. Algunos textos son de poco antes, otros de poco después, pero todos forman parte del mismo tránsito, del cruce de ese umbral invisible y misterioso que marca la mitad de la vida. O algo así como la mitad. Es decir, si sale más o menos bien, será la mitad. Si no, en fin, veremos.”

Las piezas del proyecto. En una entrevista de Miguel Ángel Gutiérrez en la revista Oropel, Maier explicaba la relación de sus libros con los artículos: “la columna no es una cosa externa o meramente laboral, sino parte de un proyecto, una suerte de fecha límite –en este caso cada quince días– que me obliga a masticar algún tema, anécdota o forma que me interesa (y lo que me interesa, por lo general, es algo sobre lo que ya estoy escribiendo). Me cuesta pensar mis textos como cosas separadas. Sé que se leen así, claro, pero para mí son parte de un mismo flujo”. 

Por qué libros breves. Escribe Maier: “Cuando cumplí cuarenta ya me lo habían preguntado varias veces: ¿por qué tus libros son tan breves? La respuesta sincera es porque me salen así y, todo sea dicho, no me parecen tan breves. Si me presionan un poco, digo que son de ese modo porque me gustan, precisamente, los libros breves y la bagatela: los pies de página, los panfletos, los cuentos que apenas parecen cuentos. Durante varios años también tuve un amor fulminante por muchos poemarios casi sin lomo o por ensayos de Charles Lamb, esqueléticos y de ocasión, textos que me he propuesto traducir mil veces sin llegar nunca a hacerlo. Y si al otro lado tengo a una persona insistente, casi grosera, le digo que encuentro un placer indescriptible en editar, y borrar, y volver a borrar. Que me encanta quitar cosas e intentar que una historia o un ensayo tenga solo una línea clara y firme, limpia, limpísima, ojalá como los dibujos de Hergé o de Saul Steinberg.”

Persiguiendo a Montaigne. Maier piensa en Montaigne, padre del ensayo, dueño de bodegas. “Los ensayos y el resto de géneros menores que me seducen, diría, tienen dos caras que son una y la misma: la conversación y la amistad”, escribe. Y más adelante: “La indefinición del ensayo, que es muchas cosas y ninguna (un poco de crónica, una pizca de tratado, algo de relato y mucho de libertad para deshacer lo anterior), es curiosamente parecida a la indefinición del mismo Montaigne, que suele ser tomado por filósofo, autobiógrafo, alcalde, consejero de reyes, cronista de viajes o ensayista”. Y en fin: “Mi tesis de última hora, para resumir por qué me cuestan las novelas, es que en algún momento me subí al DeLorean que viaja en el tiempo y, sin darme cuenta, me fui al comienzo de la modernidad, ese momento en el que la literatura, como diría Marc Fumaroli, era un susurro a pie de página más que otra cosa”. 

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