Hitchens va a Houston. Martin Amis escribe sobre su amigo

Un extracto del libro más reciente de Martin Amis, 'Desde dentro'.
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Villatumor, marzo de 2011

El itinerario me decía que el vuelo duraría algo más de diez horas, y la tarjeta de embarque, que me correspondía el asiento 58F, que estaba situado justo antes –o incluso en paralelo o en realidad al otro lado– de los aseos de la clase turista. No había motivo de queja en ello. Harto más conducente al desconcierto y la desazón era el hecho de que el sistema de megafonía no cesase de llamarme “cliente”. En American Airlines a los pasajeros –y sospechaba que, en general, en todas las líneas aéreas de ese país– ahora los denominaban clientes. El avión va lleno, por lo cual les pedimos a nuestros clientes que desocupen los pasillos en cuanto…

Esto era nuevo, y era una norma (incluso el comandante lo comentó) en aras de la comodidad y seguridad de nuestros clientes; al ocupante del 58F, en cambio, le sonó a clara degradación… Aún es hoy el día en que recuerdo lo izquierdista, lo ascético, lo anticapitalista –o, si se prefiere, lo mal de dinero– que me sentí en ese viaje (solo el billete cuesta varios miles de libras), y por una cuestión de amor propio quise dejar de ser un cliente para volver a ser un pasajero.

Bueno, el caso es que estaba en el proceso –ya bastante adelantado– de mudarme de casa, desde el País de las Rosas hasta el País de los Libres1. Cuando venía de visita, siempre me sentía a mis anchas en Estados Unidos; ahora que no tardaría en residir allí, me sentía como quien va de visita… desde otro planeta. ¡Qué extraño se me hacía de repente Estados Unidos!

Era marzo de 2011, nueve meses enteros desde el diagnóstico. Había visto con regularidad a Christopher en ese tiempo, alguna vez en Nueva York, pero casi siempre en el distrito de Columbia. Me montaría en el tren que va de Penn Station a Washington Union, cogería un taxi hasta la torre Wyoming frente a Dupont Circle, me subiría en el ascensor hasta la sexta planta y me armaría de valor para cuando la puerta, al abrirse, me mostrara los últimos cambios que había sufrido mi amigo. Siempre había cambios, por no hablar de las continuas escapadas a habitaciones de hospital, a salas de consulta, a salas de tratamiento y, sobre todo, a salas de espera…

Pronto supimos que el cáncer había hecho metástasis (unos tumores secundarios habían colonizado “un pedacito del pulmón así como buena parte de los nódulos linfáticos”); además, el tumor de la clavícula ya era “palpable”, tanto al tacto como a la vista. Algo más de tiempo costó determinar el origen y establecer el veredicto: cáncer esofágico, estadio IV. “Y, como Hitch se apresuraba a añadir, no hay estadio V.” La quimio había hecho lo que había podido y ahora, habiendo aceptado una propuesta más avanzada y agresiva, Christopher se había inscrito como paciente externo en el Centro Oncológico MD Anderson de Houston, Texas.

Ahí me dirigía. En un vuelo marcado por largos intervalos de desenfrenadas turbulencias (con la parte trasera del avión meneándose como la de un bulldog musculoso al que están a punto de soltar para que vaya a retozar). La experiencia, pues, de ir sentado y amarrado al asiento 58F fue onerosa a la par que desapacible, pero no tan onerosa y desapacible como estar amarrado en el interior de un sincrotrón de protonterapia, que era el siguiente recurso y suplicio al que se iba a someter Christopher.

Primero, el pasado y el fin de Yvonne

Durante ese viaje Martin llevaba el Hitch-22 en el regazo e iba releyendo las páginas sobre el sino de la señora Yvonne Hitchens.

El de Hilly había sido un tránsito dulce; había fallecido en su cortijo andaluz, atendida por dos nueras afectuosas (una de ellas enfermera profesional); y ya tenía más de ochenta años. Yvonne, en cambio, había muerto por causas no naturales en un hotel griego, con el cadáver de un hombre en la habitación contigua; tenía cuarenta y tantos años. La muerte de Hilly salió en la prensa, en la sección de esquelas; la de Yvonne en las primeras planas.

Cuenta Christopher que una mañana de noviembre estaba en la cama “con una novia nueva maravillosa” cuando recibió la llamada de una novia antigua (obviamente supermaravillosa). Le preguntó si había escuchado la BBC el día anterior: habían dado un breve comunicado sobre una mujer con su mismo apellido que había aparecido asesinada en Atenas. Tras enterarse de algunos detalles (en particular, el nombre completo del compañero de viaje de Yvonne), la antigua novia dijo: “Ay, Dios, pues lo siento mucho, pero es muy probable que sea tu madre.”2

El cadáver de la habitación contigua era el amante con el que se había fugado, un transcendentalista escuálido (y exsacerdote) llamado Timothy Bryan.

Es preciso tener un poco de imaginación histórica para poder comprender la magnitud de la calamidad que ello supuso para Eric, el padre de Christopher, el fiel oficial de Marina.

En un aspecto vital, el comandante Hitchens seguía viviendo en la civilización de Trollope, el último de los grandes novelistas en retratar un mundo en el que el escándalo familiar conducía de inmediato a la muerte social. En ese ambiente provinciano y angustiosamente refinado, el comandante se había resignado a la deserción de “una esposa a la que adoraba”, pero tal como se dice en Hitch-22:

[E]n el entorno social de North Oxford, ambos habían suscrito un pacto. Si los invitaban a tomar un jerez o a cenar, aparecerían juntos como si nada sucediera. Ahora, todo había salido a la luz de golpe –y para mayor inri en primera página–: todo el mundo lo sabía.

Eric Hitchens (también conocido como Hitch) era “un hombre que durante mucho tiempo se había enfrentado a la muerte como medio de vida”; sin embargo, “ni siquiera se planteó la posibilidad de que fuera él a Atenas y, en todo caso, yo ya estaba en camino […]”. Ya estaba en camino. Y eso se puede considerar la banda sonora de Christopher: su compulsión a enfrentarse sin dilación a sus miedos. Estábamos a finales de noviembre de 1973.

El 17 de noviembre de ese año, el régimen de la junta griega (una dictadura, escribe Christopher, “de gafas de sol, torturadores y cascos de acero”) fue derrocado: el coronel fascista Georgios Papadópoulos fue sustituido por un general fascista, Dimitrios Ioannidis, y la nueva junta fue la dictadura de la masacre. En ese escenario se inscribieron los últimos días de Yvonne Hitchens.

Y así nos figuramos al joven Christopher mientras cumplimen- ta solicitudes ante el funcionariado ateniense (el médico forense chanchullero, el corrupto comisario de policía), al tiempo que alternaba en secreto con la oposición en la clandestinidad (supervivientes de palizas, amigos con heridas de bala que no se atrevían a acudir a un hospital). En un momento dado, en un cochambroso piso de estudiantes, sumó su voz a la de sus camaradas para entonar casi en un susurro “La internacional”…

Por fin, Christopher recibió el informe de la causa del fallecimiento. No le sorprendió y debió consolarle. En Londres había invitado a cenar a su madre y a su amante, y esta era la impresión que le había causado Timothy Bryan: “frágil”, dotado para la música, prosélito del gurú Maharishi. No, un asesino, no. Y todavía menos un asesino suicida. Yvonne había hecho un pacto con su marido; e hizo también un pacto con su amante: utilizaron somníferos. Además, Timothy, “cuya necesidad de morir debía de ser muy grande”, se había cortado las venas en el cuarto de baño. Y Christopher se vio obligado a asimilar otro hecho (que habría de ramificarse para siempre en su mente): según el registro de llamadas telefónicas del hotel, Yvonne había intentado contactar con él repetidas veces en Londres. Ese fue el penúltimo varapalo, pero todavía faltaba otro.

Christopher inicia los dos capítulos filiales de Hitch-22 con una descripción de su primer recuerdo. En Atenas tenía veinticuatro años; aquí acababa de cumplir los tres. El marco es el Gran Puerto de La Valeta (la capital de Malta, colonia británica con una base naval en la que presta servicio el capitán de fragata). Christopher va a bordo de un transbordador, embriagado “por los azules discordantes y sin embargo aunados” del Mediterráneo. Su madre está con él, y aunque puede correr y explorar el barco a su antojo, ella siempre está presente, presta para cogerlo de la mano.

Es el año 1952. Así empieza. Y veintiún años después…

[A] sí es como termina. Finalmente me llevaron a la suite de hotel donde sucedió todo. Hubo que llevarse los dos cuerpos y que sellar los ataúdes antes de que yo llegara. Eso se debía a una razón lúgubremente sórdida: había llevado un tiempo descubrir a la pareja. El dolor es tan agudo y exquisito, y el decorado de las dos habitaciones tan desagradable y hortera, que oculto mis lágrimas y mi náusea fingiendo buscar un poco de aire en la ventana. Y allí, por primera vez, encuentro una imagen completa y aplastante de la Acrópolis. Por un momento, como el muro de Berlín y otras vistas famosas que se ven por primera vez, casi se parece al recuerdo de una postal. Pero después se vuelve totalmente auténtica y única. Ese templo debe de ser el Partenón, y casi está lo bastante cerca como para alargar la mano y tocarlo. La habitación que hay detrás de mí está llena de muerte y oscuridad y depresión, pero de repente, de nuevo y totalmente presentes, surgen el brillo, el deslumbramiento y la intensidad del verde, azul y blanco de la luz y el aire vivificantes del Mediterráneo que me dieron mi primera esperanza y confianza. Solo desearía estar agarrando la mano de mi madre.3

Traducción de Jesús Zulaika.

Extracto de Desde dentro, publicado por cortesía de Anagrama.

1. La noticia de la muerte de Hilly me llegó un martes (el 24 de junio de 2010); la noticia del cáncer de Christopher, justo una semana más tarde; y al lunes siguiente éramos Elena y yo quienes teníamos noticias (menores) que dar: nos mudábamos de Londres a Brooklyn. Nos llevó un año conseguirlo, pero entretanto íbamos y veníamos… La razón era simple: Elena quería estar cerca de su madre, Betty (que tenía ochenta y dos años, como Hilly) y yo quería estar cerca de Hitch (que tenía sesenta y uno, como yo).

2. Tengo una ligera idea de cómo se debió de sentir. En diciembre de 1974 mi prima Lucy Partington no regresó a casa de su madre en el pueblo de Gretton, en el condado de Gloucester (donde tantos veranos de la infancia pasé yo). Había desaparecido y pronto hubo carteles con su imagen por todas partes. Con el tiempo, por dentro, logré medio convencerme de lo siguiente: Lucy, que tenía veintiún años y era sumamente inteligente, creativa y religiosa, había desaparecido deliberadamente (cualesquiera que fueran sus inescrutables razones). Dos décadas más tarde, en marzo de 1994, apareció su cuerpo, junto a otros varios, enterrado en la “casa de los horrores”, en el número 25 de Cromwell Street, Gloucester: había sido una de las víctimas de Fred West, el asesino en serie (y un troglodita moderno completo, absoluto, remachado). Cuando abrí el tabloide y vi su fotografía, me sentí como si una bestia peluda me hubiera rozado la cara con su aliento. Lucy era mi primera prima; Christopher era el primer hijo de Yvonne.

3. Hitch-22: Confesiones y contradicciones, traducción de Daniel Gascón, Barcelona, Debate, 2011. (N. del T.)

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