Hugo Hiriart: clásico fresco

Conocí a Hugo Hiriart en 1970: es el más viejo de mis amigos, es mi hermano. Me parece bien que lo hayan celebrado sus lectores, por interpósita institución.
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Conocí a Hugo Hiriart en 1970: es el más viejo de mis amigos, es mi hermano. Me parece bien que lo hayan celebrado esta semana sus lectores, por interpósita institución. Yo lo leo sin parar desde esos años remotos, cuando andaba saliéndose del comunismo –nos conocimos en casa de mi tío Carlos Prieto, donde yo vivía, que siempre estaba llena de comunistas–  y estaba escribiendo su primera novela, Galaor, a la que luego seguirían dos obras maestras: los geniales Cuadernos de Gofa y La destrucción de todas las cosas.

Bueno, una de las cosas que no se destruyeron fue un comentario que escribí hace años, motivado por Disertación sobre las telarañas, publicado por la editorial ERA y que se me apareció en el archivo. No recuerdo dónde lo publiqué, pero lo revivo para sumarme al homenaje:

Sobrado de olfato y falto de gravedad, el heterodoxo observa desde las periferias: en su dentadura hay una pizca de cinismo; en su ojo, el afecto por la precisión; en sus papilas caliciformes, el amor a la elegancia intelectual. Hugo Hiriart es uno de ellos.

Moralmente, el heterodoxo está en el vecindario del saboteador y del escéptico. Con aire distante, merodea alrededor de una certidumbre para después, con gesto de asco, picarla con un dedo tradicionalmente regordete. Es un dandy que pasea sus galas por las avenidas de lo conjeturable, un solitario afecto a los insectos, las máquinas inútiles, las dormidas etimologías. Su curiosidad se enciende ante los grandes edificios del pensamiento, pero prefiere sus tuberías y sus bodegas; su mirada recorre los grandes frescos de la historia, pero lo hace por las costuras, detectando impurezas y veleidades, desmontando anquilosamientos y satirizando rigideces: prefiere la bizarra óptica atenta a la sombra de las cosas para, una vez que la ha apresado, disertar sobre ella; como en el lecho del río imaginado por Edgar Poe, sobre el que aguas de diferentes densidades fluyen en sentidos opuestos, el ánimo del heterodoxo fluye a contracorriente de lo mismo.

En una prosa que, como la mexicana, resiste bajo un sistema de coordenadas tan vitaminado por la buena conciencia; por la inepcia y por la inercia; tan proclive a la fiscalización ideolosociológica y al organigrama estilístico; que etiqueta a la imaginación bajo rijosos rubros y sus meandros de legitimaciones que los tediosos cruzan sin mojarse hacia sus doctorados; una prosa en que el río de la imaginación tiende a estancarse en varias represas: lo sancionado social, el discurso empático, los bonos al alza de la corrección moral con su realismo de docudrama, su empeñoso pepenar hablas populares, sus conmovidos inventarios de charamuscas y keskemes y su siempre redituable denuncia sobre la identidad en crisis.

Pero entonces llegan los heterodoxos, esa infame, escasa, púdica turba dibujada por Tenniel que va del mejor Alfonso Reyes a Gilberto Owen a Julio Torri a Francisco Tario a Efrén Hernández a Juan José Arreola a Tito Monterroso a Salvador Elizondo a la escritora Leonora Carrington y a Mariana Frenk y a Alejandro Rossi y a Hugo Hiriart, amigos del fragmento y el retazo que, por no saber a dónde quieren llegar, agitan las aguas con el escrúpulo de su duda, la acidez de su imaginación, la encomiable advocación de la anomalía. Disertación sobre las telarañas es un clásico heterodoxo en absoluto estado de frescura.

Como pocos escritores entre los nuestros, y como todo heterodoxo que se respeta, Hugo Hiriart es además el inquilino de su propio personaje. Es nuestro eminente victoriano: un personaje que suma a sus letras una catadura, una conversación y una leyenda enhebradas en plácida armonía. Esta leyenda sin amanuenses emana de un hombre en estado de perpetua ocurrencia que ha preservado intacto el continuo diálogo entre su imaginación y las cosas; este hombre para quien disertar, especular, tantear, es una manera necesaria de ser, una forma inherente de la inteligencia y de la pasión: “La sagrada perplejidad es la madre de todas las especulaciones.”

Como lo señala en su ejemplar ensayo “Sobre el huevo”, redactado por ese filósofo a contrapelo que a veces le arrebata la pluma, Hiriart ha padecido siempre “el wittgensteiniano calambre mental”, la conciencia de que “sabemos y al mismo tiempo no sabemos, no atinamos a explicar”. Es una conciencia que en ocasiones lo pone en graves aprietos, como cuando se obliga a responderse “¿Qué es el huevo?”. ¿Quién se atrevería a responder? Hugo delata su método: “No intentemos una definición  del huevo: todos sabemos muy bien qué es y cuáles son sus propósitos, funciones, significados, esplendores y miserias. Pero, una cosa es saber muy bien y otra diferente es estar en posibilidad de decir y explicar todo nuestro saber”.

Explicar ese tipo de saber es el origen y el destino, el motor y la pista, de Disertación sobre las telarañas, método de su locura y modus operandi de su imaginación. Un saber que salta alegremente del disparate al concepto, del concepto a la disquisición absurda, de ahí al compacto silogismo y a la exacta greguería, ya en formato clásico (“Un pájaro es un poco de yema y de clara con brisa”), ya la más poética (“Un ciervo es un bosque corriendo en el bosque”).

Este decir y explicar nuestro saber obedece pues a un ars combinatoria, a un instrumental promiscuo que abreva de la filosofía, la historia del arte o la aeronáutica con el mismo pasmo, y que no titubea en mezclarlo todo con adjetivos minuciosos, las mejores enumeraciones caóticas, un autoparódico estilismo de repostero y una erudición desbocada, todo arraigado en una hospitalaria primera del plural. ¿Quién más podría definir a una gorda como “una mujer cuya índole antropométrica se relaciona impúdicamente con lo esférico” o, de modo más suscinto, como una res extensa en latín o en español? ¿Quién más podría citar una novela de Valle Inclán en la que Bakunin llama a Cristo “el demagogo del Tiberíades”? ¿Quién más puede poner en el mismo párrafo al humanista renacentista Marsilio Fiscino y a un carro de hotdogs?

La yuxtaposición en la página del vasto inventario del mundo es un ejercicio favorito de Hiriart, aun cuando su curiosidad se finge monográfica: desde una teoría de las estatuas ecuestres (donde propone, ante la ortodoxia icónica que ordena al caballo tener una pata levantada, la heterodoxia de la estatua ecuestre en la que el caballo se sostiene sobre una sola pata), pasando por el alfiler, el papalote o el estambre, objetos sucintos que bajo su lupa curiosa rinden un alma inaudita.

Que Hugo Hiriart se haya hecho de una leyenda radica en que no la ha procurado. Es un excéntrico natural, como Edith Sitwell, pero en varón, en mexicano y en gordo. Heterodoxo de la escuela del doctor Johnson o del gran Chesterton de Tremendous Trifles, ejerce un pensamiento que nada tiene que ver con la adiposidad o el exceso, sino, precisamente con su contrario. Como la reservada lista de los colegas que protagonizan junto a él este bizarro apartado de la historia literaria, Hugo es un escritor que muda su anchura en una cabal anorexia del estilo y en una esbeltez de las ideas que sólo logran los sedentes de categoría.

De él y de su escritura podría decirse lo que él dice del huevo: “en su heterodoxia, en sus imperfecciones e inestabilidad, está su primor y su excelencia”.

Salud, hermano.

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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