Foto: Marco Bilder, CC BY 2.0

“I am white”

En un mundo en el que la libertad de expresión está cada vez más coercida, que los propios escritores, editores, lectores y libreros empujen una agenda de mansedumbre es como ponerse una piedra de molino al cuello.
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Aquí en Letras Libres apareció esta semana el artículo “Los lectores de sensibilidad y el futuro de la literatura”, de David Rieff. Paso a comentar un poco más sobre el asunto.

El tema se puso en evidencia a finales del 2017. Laura Moriarty había publicado su novela American heart. La exprestigiosa revista literaria Kirkus Reviews publicó una reseña positiva de la novela. Pero poco después, cuando en las redes sociales se acusó a Moriarty de “insensibilidad cultural”, el editor de la revista decidió cambiar la valoración de la novela y agregar unas líneas para denostarla.

Las reseñas de Kirkus son anónimas, pero en rescate del propio pellejo, el editor aclaró que la malograda reseñista era “woman and muslim, experta en literatura infantil y juvenil”.

El problema de fondo era que, en la trama novelesca, una muchacha blanca rescataba a una musulmana, lo cual “creaba una ofensiva narración del salvador blanco”. Curiosa la iracundia, pues la mujer rescatada era iraní y sólo a través de un prejuicioso gringuismo se podían considerar diferencias raciales entre rescatada y rescatadora.

Recordé cierta ocasión en la que estaba yo bebiendo con un escritor musulmán; sí, bebiendo harto alcohol. Entonces llegó un colega de Sierra Leona y se puso a despotricar largo y tendido contra los “malditos blancos”. Exigió solidaridad al amigo, hasta que éste le dijo: “I am white”.

El tema del islam es particularmente resbaladizo, pues un editor occidental puede no darse cuenta de que el texto enzarza alguna blasfemia y se arriesga a que le armen en las oficinas una masacre con metralletas. Por eso elige contratar a un “lector de sensibilidad” o pide al escritor que lo contrate.

Además de Charlie Hebdo, no hay que olvidar que, aún después de treintaitrés años, pende una amenaza de muerte sobre Salman Rushdie, y que allá a finales de los años ochenta hubo decenas de muertes por el caso, así como incendios, bombazos y amenazas. El más soporífero de los cantantes, Cat Stevens, convertido al islam, apoyó la idea de asesinar a Rushdie. Un torpe terrorista se autovoló en pedazos con los explosivos destinados a Rushdie. El traductor de la novela al japonés fue asesinado a cuchilladas. La Academia Sueca escondió la cabeza en su agujero.

Hoy se consigue fácilmente Los versos satánicos en el mundo libre y semilibre, pero en aquellos tiempos buena parte de las grandes cadenas de librerías, que tanto piensan en dinero, optaron por sacarlo de la venta; mientras los libreros independientes, que suelen tener ideales por encima de los pecunarios, decidieron mantenerlo. Estamos hablando del final de la Guerra Fría, cuando el mundo era mejor porque no era tan bueno.

El Rushdie affair se vio como un choque de ideas entre Oriente y Occidente, y Occidente tenía claro que en la libertad de expresión estaban los cimientos de la civilización y de las otras libertades.

Se pueden hallar páginas en internet que orientan sobre cómo contratar al lector de sensibilidad adecuado. Una de ellas nos dice: “Si un autor no comparte el mismo género, raza o discapacidad de sus personajes y quiere confirmar que no esté recurriendo a estereotipos, puede pedirle a un lector de sensibilidad que eche un vistazo a su manuscrito”. La mera sospecha de que esto ocurra regularmente en la literatura anglosajona y en la nuestra por contagio me empuja a no leer nada contemporáneo. El antiguo acto de provocación que era la escritura ahora debe ser un acto de gentileza. Así como el cine anuncia que los animales no han sufrido durante la filmación, ahora las novelas llevarán el tácito marbete de “Ningún animal se sentirá ofendido al leer estas páginas”.

Digamos que un neoyorquino quiere escribir una novela sobre un médico rural que trata enfermos terminales de cáncer de distintos géneros, orígenes sociales, raciales, culturales y económicos. Ya que no puede contratar a veinte lectores de sensibilidad, mejor es dedicarse a la autoficción.

En la medida en que existan los lectores de sensibilidad, en la medida en que los propios autores moderen sus textos para no ofender a nadie, se podrá medir la decadencia de la literatura y, por lo tanto, del pensamiento. Aceptamos un gringuismo más que, como el agua, todo lo diluye sin dar sabor. El escritor, que era el abanderado de la libertad, poco a poco se va agazapando en su trinchera porque le da miedo el rumor de la batalla.

En un mundo en el que la libertad de expresión está cada vez más coercida por los poderes laicos, pseudolaicos, religiosos y económicos, es de suma vulgaridad que los propios escritores, editores, lectores y libreros empujen una agenda de mansedumbre. Más que un tiro en el pie es una piedra de molino al cuello.

Y usted, amigo lector, castíguenos a los autores contemporáneos por nuestra frivolidad, timoratez y corrección, por ser tan confortables, y vaya mejor con los clásicos.

Foto por Marco Verch bajo Creative Commons 2.0

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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