Durante el último año de preparatoria escribí una autobiografía apenas oculta tras el velo de la ficción. El libro resultante fue una noveleta episódica de menos de cien cuartillas, melosa y apresurada. Cuando la terminé, mi padre la envió, sin avisarme, a varios escritores para que me dieran su punto de vista. Recibí pocos aplausos y muchas críticas, que si bien me ayudaron también pusieron en jaque mi motivación para perseguir el oficio de narrador. El único escritor que vio algo valioso en ese primer intento fue Daniel Sada, a quien yo no conocía y a quien jamás había leído. En una breve llamada telefónica, Daniel me invitó a participar en su taller de novela. “Namás que aquí tienes que trabajar algo desde cero”, me dijo, “si quieres hablar de lo que ya escribiste, lo hacemos tú y yo en privado”. Fue el primer incentivo que recibí, más allá de las lecturas obligadamente parciales de mi familia.
Formé parte del taller de novela de Daniel de 2001 a 2003. Nos reuníamos en un escueto espacio, con una mesa y una cafetera del año del caldo, en el piso de arriba de una escuela de inglés sobre la avenida San Antonio. A veces éramos cinco y a veces éramos diez. Leíamos un fajo de cuartillas de nuestra novela en voz alta, después esperábamos los comentarios del resto del grupo y, finalmente, los de nuestro maestro. Elocuente, incisivo, directo como buen norteño, Daniel juzgaba con total franqueza. Jamás profirió un elogio por compromiso ni criticó sin fundamentos. Entre sorbos de un café mal colado y galletas que él mismo compraba, Daniel nos enseñó a escribir. Tenía la habilidad de ser específico, de hablarle a cada alumno en particular, aludiendo al material que habíamos traído a clase. Pero al mismo tiempo daba una cátedra. De su mano, en esa aula diminuta, aprendimos la necesidad del conflicto dentro de una historia, cómo diluir los secretos de cada personaje para diseminarlos y esconderlos alrededor del texto, a imaginar y pensar como narradores. “Cuente, cuente”, decía Daniel, en referencia a un consejo que le había escuchado a Juan Rulfo. Cuéntanos cómo es la atmósfera de tu historia: a qué huelen las sábanas, qué se ve por la ventana, cuál canción se oye en la radio, cómo se siente tocar ese volante, esa cuchara, el tronco de ese árbol, esa piel. Y a pesar de la complejidad de su prosa, de la riqueza de sus imágenes, de su potencia como escritor contemplativo, Daniel me enseñó cómo mover una historia, cómo cimentar la narrativa en acciones, cómo crear a un protagonista dinámico. A veces descarrilaba, abandonando sus observaciones para hablar de algo que no era ni crítica ni cátedra, y me atrevo a decir que eso era lo mejor de todo su taller: cuando divagaba, cuando se quitaba el traje de maestro y nos declamaba poesía de memoria, sin aspavientos, sin acaparar los reflectores, para que aprendiéramos a gozar cada sílaba, cada verso, tal y como él lo hacía.
Salí de México por un semestre universitario y cuando regresé Daniel ofreció asesorarme en sesiones privadas. Fue así como empecé a visitarlo en su casa de la calle de Tula, en La Condesa. Allí pasamos las horas, sentados en su sala, rodeados de su maravillosa biblioteca, fumando en dos horas una cajetilla de Camel con sus gatos rumiando alrededor. Durante tres años trabajamos una novela que jamás terminé, y aunque Daniel jamás pareció estar del todo convencido en esa historia en particular, en ningún momento me desalentó o me pidió que cambiara de tema. Entre sus muchísimas cualidades, quizás la mayor era esta: Daniel siempre sabía cuando uno de sus alumnos escribía algo que partía de un rincón íntimo y auténtico, y cuando simplemente escribíamos porque la idea de una historia nos llamaba la atención. La única vez que lo vi rayar en la inclemencia fue cuando una alumna suya, en la escuela sobre San Antonio, trajo diez cuartillas sobre una historia que gravitaba en torno al Kadish, el rito luctuoso de la religión judía. Sin chistar, Daniel le preguntó si era judía, si sabía algo del judaísmo antes de escribir lo que había escrito (“No”, respondió la alumna, a ambas interrogantes). Y después, sin soltar el hilo, le preguntó qué era lo que le interesaba de esa historia. Cuando la alumna se encogió de hombros, Daniel guardó silencio a sabiendas de que lo esencial de su lección había quedado claro: escriban no sólo sobre lo que saben y lo que aman sino sobre lo que les obsesiona, les repele, les disgusta. Nunca escriban sobre un tema que les es remoto, externo o indiferente.
La honradez de mi maestro quedó de manifiesto en la presentación de Cuervos, mi primer libro. Lo escribí mientras acudía a aquellas sesiones privadas en la calle de Tula, pero no dentro de su taller. Por lo tanto, escondí el manuscrito como si fuera un secreto vergonzoso por miedo a que Daniel se molestara. Sé que le hubiera gustado –porque lo platicamos muchísimas veces– que mi primera publicación saliera de algo que trabajáramos juntos. No por atemperar la situación sino por genuina gratitud, decidí que Daniel fuera la primera persona en los agradecimientos. Antes de la presentación, me dijo que el libro no lo convencía. Le preocupaba la naturaleza desigual y arbitraria de las historias, la laxitud temática. Me lo dijo tal cual, a calzón quitado, sin soltar piropo alguno para suavizar el impacto de sus opiniones. Días después fue al bar en el que presenté el libro, tomó asiento en una de las mesas del fondo, y escuchó el texto que yo había preparado: una diatriba de cinco cuartillas en contra de la clase media alta chilanga. Al acabar la presentación, Daniel se acercó y me dijo algo que, creo, lo pinta de cuerpo entero. “Estuvo bien, pero ¿por qué criticas lo que eres?”
Hay que leer a Daniel para entender su queja. Hay que leer Una de dos, esa maravillosa comedia de un ranchero enamorado de dos hermanas gemelas, para entender que Daniel escribía desde su corazón, su infancia y su tierra, siempre con empatía. Mi perorata traicionaba los principios mismos de su literatura: el respeto a nuestra raigambre, el escritor como observador más que como crítico. Su prosa –cerebral para algunos de sus críticos, innovadora y genial para sus lectores- era, en el fondo, una finta, que a veces desgraciadamente impedía ver lo que había detrás de la inaudita precisión de su lenguaje y su elaborado sistema de puntuación. Ahí, tras bambalinas, para cualquier lector paciente, estaba su humor ácido (Daniel tenía una risa peculiar e infantil), sus intenciones lúdicas y el cariño con el que urdía y seguía a sus personajes a lo largo de una novela.
Me volví a ir de México y cuando regresé Daniel y yo nos habíamos perdido el rastro. Fallé al hablarle y ponerme en contacto, hasta que un día me lo encontré en el Péndulo de Nuevo León. Hablamos de su nueva novela, Casi Nunca, que eventualmente ganaría el Herralde, y me dejó su tarjeta para que le hablara. Pasé a verlo, a un nuevo departamento en la misma colonia, un mes después. Me recibió con su entusiasmo usual. Había dejado de fumar, pero su salud claramente se había deteriorado. Le costaba trabajo caminar; cada respiro parecía dolerle. Aun así platicamos. Y aproveché para invitarlo a la presentación de mi segundo libro, que se llevaría a cabo a unas cuadras de su nuevo departamento.
Esta vez, Daniel fue el primero en llegar. Se sentó en primera fila, en un sillón junto al estrado, escuchándome con la misma atención con la que escuchaba mis primeros intentos literarios cuando apenas cumplía veinte años. Lo presenté como siempre: como mi maestro y como mi amigo. Al final de la lectura, se despidió de mí, me abrazó y me dijo una cosa que se quedará entre él y yo. No fueron más de diez palabras, no hubo miel ni elogios desmedidos y, sin embargo, logró lo que cualquier frase alentadora de Daniel lograba. Porque eran auténticos, porque no adulaban, las palmadas en la espalda de mi viejo maestro fueron el más potente alimento para alentar a un escritor en ciernes. Al escucharlas, uno afianzaba de inmediato la fe en la capacidad propia y en la vocación de narrador.
Así fue como Daniel ayudó a impulsar la carrera de más de una decena de narradores tanto de mi propia generación como autores mayores. Cuando su insuficiencia renal empeoró, vi como Twitter se llenó de mensajes de aliento, de palabras de apoyo, que provenían de las cuentas de escritores jóvenes (y no tan jóvenes) de todo el país, de todos colores y sabores. El taller de Daniel, el escritor del desierto, fue terreno fértil para que todos nosotros encontráramos una voz y aprendiéramos a escribir. Como maestro, Dany me acercó a muchísimos escritores y poetas que ahora me acompañan en mis libreros y hasta en mi inconsciente. Y ahora, como amigo, yo lo llevo a él y a todas sus enseñanzas dentro de mi corazón.
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