Joan Margarit: Una casa virtuosa y humilde

El poeta, galardonado con el Premio Cervantes, sabe que solo con palabras muy antiguas y muy sencillas se puede ahuyentar a los malos espíritus del fracaso y de la derrota.
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No hay grandes sorpresas en la poesía de Joan Margarit. Cualquier lector de su obra sabe lo que le espera: interiores donde alguien está preparando café, ventanas iluminadas, tiestos en el patio, paisajes marinos con velas en el horizonte, las “Suites inglesas” al piano, solitarias habitaciones de hotel, tardes de lluvia, el ruido seco de unas muletas que se pierden pasillo abajo, una tumba con un solo nombre –Anna– en un cementerio desde donde se ve el mar… No hay más. Tampoco menos. El lector no debe esperar fogonazos líricos, éxtasis, arrebatos, imágenes perturbadoras, aerolitos cargados de pensamiento. No, nada de eso. Todo parece formar parte de un plano muy bien trazado –Joan Margarit es arquitecto–-, así que todo parece limpio, corregido, repasado. A veces, el lector se cansa de tanta mención explícita a la ternura, a la tristeza, a la soledad, al amor. La teoría del correlato objetivo de T.S. Eliot no parece aplicarse en muchos de sus poemas. Tampoco hay pensamiento poético de gran vuelo, ni filigranas líricas, ni metáforas contundentes. Que nadie busque el fuego delirante de Yeats, la estoica desolación de Larkin, la ironía inteligentísima de Szymborska, la sabiduría metafísica de Milosz, los teoremas volátiles de Emily Dickinson. No. En Margarit todo parece doméstico, pautado, silencioso, modesto. “Un poeta en zapatillas”, diría Baroja (que escribía, dicho sea de paso, en zapatillas).

Bueno, sí, ¿y qué? Joan Margarit es muy consciente de ello y no pretende nada más. Jamás se ha hecho pasar por quien no es. Jamás ha pretendido dar lecciones a nadie (salvo, por supuesto, en sus clases de Cálculo de Estructuras en la Facultad de Arquitectura). Cuando Margarit dice que su poesía solo pretende ofrecer consuelo, los intelectuales que alardean de transgresores se burlan de él y le llaman “Margarito”. Muy bien, sí, ¿y qué? Ahora, al recibir el Premio Cervantes, otras voces airadas, desde el otro lado de este país cainita, le han acusado de escribir en catalán y de haber hecho declaraciones –ciertamente absurdas– sobre Franco y sobre los Reyes Católicos. Sí, muy bien, ¿y qué? Es cierto que este premio parece teledirigido –como casi todos los premios nacionales de literatura que se han concedido este año– para intentar crear la imagen de una armoniosa “España plurinacional” (sea eso lo que sea) que aplaude con las orejas a Pedro Sánchez y a Pablo Iglesias. La izquierda, por desgracia, tiene una visión puramente ideológica –y por tanto utilitarista– de la literatura y del arte. Pero aun así, no conviene olvidar que Margarit viene escribiendo desde los años 90 dos versiones de sus poemas: una, la original, en catalán; y otra, que va cobrando vida poco a poco, es la que él mismo traduce al castellano. Y hay pocos endecasílabos castellanos tan bien escritos como los de Margarit. Pueden sonar monótonos, pueden estar impregnados de una luz mate como de cristales empañados, pueden ser quizá demasiado previsibles. Vale, de acuerdo. Pero al leer los versos de Margarit (ya sea en catalán o en castellano), enseguida entendemos que la poesía fue, en el principio de los tiempos, una efusión incontaminada, directa, libre de retórica y de juegos verbales.

Joan Margarit parece escribir sus poemas para recordarnos que la poesía surgió de los epitafios, de las lápidas conmemorativas, de los túmulos donde los nómadas de las estepas enterraban a los suyos. Y también para recordarnos que la poesía surgió de las celebraciones al sol y a la luna, y de los himnos dedicados a los espíritus que velaban por las casas y las familias y los rebaños. Hay un espíritu muy antiguo en Margarit, una especie de espíritu tutelar que intenta velar por los suyos. De ahí que en sus poemas no haya ni un átomo de sentimentalismo, ni una sola concesión a las imposturas de los falsos sentimientos. Margarit sabe que solo con palabras muy antiguas y muy sencillas se puede ahuyentar a los malos espíritus del fracaso y de la derrota. Además, los poemas de Margarit están tan cargados de emociones –el amor a su mujer, el amor a sus hijos, el amor a su casa, a su paisaje y a su propia vida deshecha intentando proteger esa casa y ese paisaje- que no necesitan de un solo adorno. Esos poemas fueron escritos para ser cantados, para ser recitados en voz baja, para ser compartidos por los ocupantes de un hotel, de una casa, de un vagón de metro.

Repasemos un poema que en apariencia parece un simple poema de circunstancias, la “Elegía para el arquitecto Coderch de Sentmenat”, un poema que Joan Margarit escribió a mediados de los años 80, tras la muerte de ese arquitecto catalán que había sido profesor suyo. En unos versos de largo aliento, Margarit resumía las ideas arquitectónicas de Coderch: “Decía que la arquitectura no debe estorbar,/ que ha de ser placentera al huésped de paso que llega a la estancia./ Decía: la casa ha de ser virtuosa y humilde,/ ni independiente ni vana, ni original ni suntuosa./ Y exacta su forma, tal sombra arrojada bajo el mediodía”. Una casa virtuosa y humilde, ni original ni suntuosa, ni independiente ni vana. Joan Margarit estaba hablando de las ideas de un arquitecto, pero al mismo tiempo estaba haciendo la mejor descripción que conozco de su propia poesía.

Si tuviera que quedarme con un libro de Margarit elegiría –no soy nada original– Joana (2002), el libro que escribió en los últimos meses de enfermedad y tras la muerte de su hija Joana, que padecía el síndrome de Rubinstein-Taybe. A mí me pasó una cosa muy curiosa con ese libro, porque se lo fui leyendo, en catalán y en castellano, a mi hija de tres años, en la modorra de una larga tarde de verano. Yo abría el libro de Joan Margarit y leía algunos poemas al azar, bajando la voz y dejando que las palabras adoptaran su propio ritmo doliente: “Ya ha pasado un verano sin tus ojos/ y el mar también habrá de acostumbrarse./ Tu calle, aún durante mucho tiempo,/ esperará, delante de la puerta,/ con paciencia, tus pasos./ No se cansará nunca de esperar:/ nadie sabe esperar como una calle”.

Mi hija estaba sentada en el suelo y parecía escuchar con atención. No entendía nada, por supuesto, pero yo seguí leyendo, y mi hija siguió escuchando, inmóvil en el suelo, con los ojos muy abiertos, como si en aquellas palabras ininteligibles se ocultara un mensaje secreto que ella tenía que descifrar. Y de pronto sentí, mientras recitaba, que un poeta no podía aspirar a nada más que a aquello mismo que en aquel instante estaba sucediendo. Yo le leía a mi hija de tres años los versos de Joana, en catalán y en castellano, y ella me miraba con los ojos muy abiertos, inmóvil, sin entender nada. O entendiéndolo todo. Y eso, supongo, es la poesía.

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Eduardo Jordá es escritor y traductor. En 2014 publicó Yo vi a Nick Drake (Rey Lear) y Lo que tiene alas. De Gógol a Raymond Carver (Fundación José Manuel Lara).


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