Jorge Edwards: el escritor que no sabía mentir

Jorge Edwards tenía todo para salvarse de la literatura. Venía de una clase social, la aristocracia más o menos arruinada, donde la literatura era vista como una especie de debilidad mental.
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Los escritores se dividen para mí en dos especies: los escritores que no podrían haber hecho otra cosa que escribir y los que, pudiendo vivir otro destino más próspero y seguro, se dejaron arrastrar por la musa. Roberto Bolaño o Borges pertenecen a la primera categoría. Sorprendentemente, Kafka y Rulfo pertenecen a la segunda. 

Jorge Edwards tenía todo para salvarse de la literatura. Venía de una clase social, la aristocracia más o menos arruinada, donde la literatura era vista como una especie de debilidad mental. Alumno siempre destacado de los jesuitas, santo chileno Alberto Hurtado Cruchaga inclinó la balanza hacia la literatura al botar a la basura en clase delante de todos los alumnos los libros de Sartre, Camus y Beauvoir, diciendo en la voz más alta posible:

“El vacío, la nada, el absurdo.”

Por cierto, Edwards leyó estos libros prohibidos y muchos más y empezó a ver en el orden de las familias, las anécdotas de sus abuelos y tíos, en la violencia secreta, o no tanto, del patio escolar, cuentos que escribir. La mayor parte de sus libros hablan justamente de como esa vocación, la literatura, invadió la vida de este buen alumno, de buena presencia y modales impecables que tenía todo para salvarse de ser El inútil de la familia, como se llamaba a su tío Joaquín Edwards Bello, cronista flamígero e impecable de la primera mitad del siglo. Tan esencial para entender ese periodo como su sobrino Jorge para entender la otra mitad. Esa extraña herencia que relata con esplendor el descendiente no fue fruto de una voluntad, sino de una serie de azares que los convirtieron en los traidores de los secretos de la tribu, es decir, en sus portadores.

Porque algo de su vida de niño bueno del San Ignacio quedó intacto en este escéptico total, hedonista a carta cabal, descreído hasta de su propio descreimiento. Jorge Edwards conservó hasta viejo la incapacidad de mentir. O peor, a pesar de tomarse totalmente en serio la diplomacia, su segunda pasión, nunca supo callarse nada de lo que había que callar. Creía, con una ingenuidad que los lectores le agradecemos, que la verdad no puede hacer daño, que era siempre más dañino el disimulo o el engaño. La aventura que dio nacimiento a Persona non grata refleja esa impecable moral que acompañaba con una perfecta distancia ante cualquier beatería. Denunciar a Fidel y su proceso de sovietización le costó el exilio dentro del exilio: expulsado por Pinochet, mal mirado por la izquierda no dudó sin embargo en volver a Chile apenas pudo e instalar una librería, La Altamira, que fue un foco de resistencia y luz en plena dictadura. 

Una dictadura, la de Pinochet, contra la que luchó con esa flema falsamente distante con que asumía cualquier pasión colectiva. Flema y elegancia que conservaba al relatarse sus pasiones privadas que no eran ni contenidas, ni aburridas, y que dejaban ver la razón por la que este niño nacido para ser un caballero chileno, se hizo escritor.

Porque el otro tema obsesivo de la obra de Jorge Edwards es sin duda el sexo, en sus variantes más escabrosas e inesperadas. O más bien, es la obsesión que carcome a gran parte de sus personajes atravesados también por la decadencia social y la de sus cuerpos. Edwards escribió en muchos géneros la misma historia, que no es otra que la historia de Chile vista desde el desván olvidado, la bodega de vejestorios, las cárceles más o menos improvisadas donde el deseo y el castigo perpetúan hasta hoy el orden colonial.

Todo eso estaba en sus novelas, que necesitan urgente revisión y en sus memorias, en las que siempre algo de ficción se interpone. En la vida, el ciudadano Jorge intentaba que la emoción no nublara nunca del todo su juicio. Era frío y delicado hasta ciertas horas de la noche en que toda su generosidad aparecía de pronto. No soportaba demasiado tiempo los admiradores y los pupilos y para ser su amigo tenías que hablar de igual a igual con él, de literatura, mujeres y política. La edad del contertulio tenía muy poca importancia, él mismo había tenido entre sus mejores amigos a personas que le sacaban treinta años. Nada de lo humano le era ajeno, a no ser quizás esos recovecos de sí mismo que se asoman en sus libros y que a veces podías adivinar en sus silencios. Una distancia un poco desheredada, un poco adolescente, cierta tendencia a la paranoia y la fabulación que contrastaba con su sentido práctico. 

Era un exagerado moderado, un fabulador pausado, un caballero que no atribuía al honor ningún papel especial. Un solitario que nunca estaba demasiado tiempo solo, pero reclamaba para sí una independencia a veces salvaje que explique que sintiéndose mal querido y comprendido en Chile haya preferido morir en Madrid, su segunda patria, que siempre lo quiso mejor que la primera. No se esperaba, con esa modestia que nadie esperaba de él, que los odios políticos se calmaran de pronto y que más o menos todos en Chile recordaran el escritor esencial que fue y el hombre valiente que fue también. Pienso que esta es la venganza final de todo escritor, que a la hora de la muerte se olviden las polémicas, y odios que tu vida provocó y quede el placer que tus libros provocaron en el lector.

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