José Emilio Pacheco. Jardinero de la memoria

Como un jardinero de la memoria, tratándose del horizonte de su infancia o de la literatura mexicana y universal, José Emilio Pacheco ejecutaba entre nosotros ese milagro.
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Dos viejos amigos se reúnen a comer con cierta frecuencia en el restaurante El Pabellón Suizo. Cada conversación es una nueva variación sobre el mismo tema: se preguntan cómo pasa el tiempo.

“Ha sido una calamidad esta semana”, dice invariablemente uno de ellos, pero minutos después come y bebe con ímpetu, ríe de muy buena gana y comienza a recordar la microhistoria del perímetro infantil en el que ambos vivieron. Así reaparecen, como en los cartones de una lotería, sus pequeñas gentes y negocios (los ultramarinos de don Filemón, los útiles escolares de la tienda La Barata, el cine Lido), los vestigios de la hacienda porfiriana de la Condesa, el anecdotario del Parque México y, sobre todo, la geografía literaria de la zona: los autores y las obras de ese pequeño universo.

Ya en los postres (siempre hay postres), el paisaje ha reverdecido. Así, como un jardinero de la memoria, tratándose del horizonte de su infancia o de la literatura mexicana y universal, José Emilio Pacheco ejecuta entre nosotros ese milagro.

“Nada altera el desastre: llena el mundo/la caudal pesadumbre de la sangre.” Son las primeras líneas de El reposo del fuego, publicado en 1966, precedido por un epígrafe del Libro de Job, pero cuya desolación recuerda más bien el Eclesiastés. Lo extraño, sin embargo, es que este melancólico rey Salomón escribiera su libro a los 25 años de edad, sin que a su desesperanza la hubiese precedido un atisbo siquiera del Cantar de los Cantares. “¿Qué reino abolido evoca la nostalgia?”, se preguntaba en esos mismos años el propio Pacheco, mientras publicaba su colección de cuentos (El viento distante) en los que el lector obtiene la inmediata respuesta, y la respuesta es ninguno, porque los niños y adolescentes de sus relatos eran almas torturadas por el temor y la timidez, adultos prematuros y fuera de sitio, víctimas humilladas y sometidas deambulando en un mundo que no entienden o entienden demasiado bien. Cuando José Emilio comenzó a viajar, los nuevos aires lo animaron a fabular a la manera de Swift, inventar un bestiario personal, dibujar postales de ciudades, pero conforme avanzó el siglo, su siglo íntimo ahondó las vetas de su juventud y en ellas halló nuevos filones de pesadumbre, ya no sólo existenciales (el paso del tiempo, la “mala vasija” del cuerpo) sino sociales, políticos y aun ecológicos, en una poesía formalmente impecable, de una sencillez trabajada, depurada, que parecería escrita por un moderno Jeremías: “Cuando no quede un árbol,/cuando todo sea asfalto y asfixia o malpaís,/terreno pedregoso sin vida,/esta será de nuevo la capital de la muerte”. Quien busque la alegría en la obra de José Emilio Pacheco debe buscar en otra parte, y esa otra parte no sólo existe sino que impregna todo lo que ha hecho. Para apreciarla, la paradójica clave está en el tiempo.

El tiempo, el tiempo despiadado, regaló a dos escritores mexicanos el premio mayor en la feria de las generaciones: Carlos Monsiváis (nacido en 1938) y José Emilio Pacheco (en 1939). En la década de los cincuenta estos dos suertudos convivieron con cuatro generaciones literarias mexicanas: almorzaban con Vasconcelos en la casa de Pacheco o charlaban con él en la Biblioteca México; visitaban a don Alfonso Reyes en su biblioteca; frecuentaban a Julio Torri y a Martín Luis Guzmán; trabajaban con Elías Nandino y trabaron amistad con Novo, Pellicer, Gorostiza; Octavio Paz los atendía en su despacho de Relaciones Exteriores. Por si fuera poco, José Emilio pulió el oficio en el taller del orfebre Arreola; trabajó con Vicente Rojo, el artista plástico que cambió el rumbo de nuestro diseño gráfico, y se graduó en la universidad de la práctica con tres grandes editores: Jaime García Terrés en la Revista de la Universidad, Fernando Benítez en los sucesivos suplementos culturales de Novedades y Siempre!, y Ramón Xirau en Diálogos. Y conforme se acortaban las edades, la frecuentación era más natural; allí estaban todos: Fuentes, Elizondo, Lizalde, Carballo, Pitol, García Ponce, Zaid, Rossi, Julieta Campos, Ibargüengoitia, De la Colina, la lista interminable de la llamada Generación de Nuevo Siglo, una de las más fructíferas de nuestra historia cultural. Hemingway había dicho que hacia los años veinte “París era una fiesta”. Toda proporción guardada, en aquella década del 58 al 68, México no lo era menos, y en el centro de la fiesta estaba ya el joven José Emilio Pacheco haciéndose cargo de nuestra tradición literaria, no solo por haber leído a los grandes escritores sino por recibir de ellos la palmada directa en el hombro. En 1971, en el Bar Montenegro, Emilio Uranga creía haber leído su futuro: “Nuestra generación se malogró. Como todas. Ahora supones que te salvarás, que para ti no existe el fracaso. Adelante, te espero a los cincuenta años”. Pacheco llegó a la cita, sano y salvo, siendo, como Reyes y Paz, el hombre de letras que siempre quiso ser.

Equidistantes como en un triángulo perfecto de la casa de José Emilio en la calle de Reynosa, en la avenida Industria, vivían Alfonso Reyes y Octavio Paz. Hay otras equidistancias entre los tres humanistas. Los tres pasaron de la poesía a la prosa, los tres escribieron obras de teatro y relatos, los tres editaron revistas y publicaron visiones originales sobre la literatura nacional. Siguiendo a Reyes, José Emilio ha tendido puentes con el pasado clásico (sus paráfrasis de Catulo y de la Antología griega) y la tradición inglesa (su traducción de la Epístola de Oscar Wilde). Y por la senda de Paz, Pacheco ha traducido haikús japoneses. En los últimos años, ha publicado la versión definitiva de su obra maestra: los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot. Recuerdo la inteligente atención del público en una sesión de El Colegio Nacional en la que José Emilio descifraba el poema, recorriéndolo primero paso a paso en la voz de Eliot, para luego cotejar la versión original y la traducción en una gran pantalla iluminada.

En un “Diálogo de los muertos” que José Emilio imaginó hace dos décadas, Vasconcelos reclama a Reyes haber sido “un especialista en generalidades, alguien que mariposea sobre todos los temas y no se compromete con ninguno. Tu obra entera es periodismo –le dice–, sin duda magistral y de suprema calidad literaria, pero al fin y al cabo periodismo”. Reyes le responde: “¿Por qué te parece mal el periodismo? Democraticé hasta donde pude el saber de los pocos […] Además, Pepe, casi toda la literatura española de nuestra época es periodismo: Ortega, Unamuno, Azorín… Tú también fuiste un gran periodista”. El Reyes de Pacheco tenía razón. Muchos buenos escritores se malograron en México en espera de que los dioses los inspiraran para hacer la novela inmortal o el poema homérico, mientras desdeñaban las otras ramas del trabajo literario. No fue, por fortuna, el caso de José Emilio. Compilar antologías equiparables a las que se hacen en Oxford o Harvard, reseñar libros a conciencia, trazar rigurosas cronologías, escribir con claridad, trabajar el estilo, vigilar hasta los mínimos detalles de una edición (la tipografía, el diseño, las notas pertinentes a pie de página) eran para él empeños que hallaban satisfacción en sí mismos, obras de la pasión y del amor.

Según consta en la admirable bibliografía de Pacheco compilada por Hugo J. Verani, desde muy joven comenzó a cultivar el género del artículo sobre temas varios de literatura e historia, mexicana y universal. En su modestia y variedad estaba su grandeza. Uno no podía dejar de leerlos. En ellos se educaron los mejores críticos contemporáneos. Eran (siguen siendo) textos enciclopédicos, pero sólo en su riqueza informativa, no en su forma: experimentan con diversos géneros, a veces están construidos como relatos, otras como fábulas o sátiras. Siempre los anima la gracia y la curiosidad. Por el “Inventario” de este escritor mexicano ha pasado, semana a semana, durante casi medio siglo, buena parte de la literatura universal, no como interpretación pedante y críptica sino como una crónica que vincula, con emotividad y sabiduría, obras, autores y circunstancias. Su vocación de servicio cultural es una de las más cumplidas que registra nuestra historia.

Desde que leí su novela Morirás lejos, sentí hacia él una gratitud profunda por haber reivindicado entre nosotros, con dignidad y sutileza, la memoria del Holocausto. Me pasmó su descripción del torvo nazi, el señor M., que rondaba los parques de nuestra colonia. Recordé que al lado de mi casa, en aquella calle de Industria, vivía en los años cincuenta un personaje similar al que José Emilio –como diría Borges– a través del tiempo adivinó. Por esa deuda y por mi deuda de lector y por la deuda de todos sus lectores, no me pregunto cómo pasa el tiempo sino celebro el tiempo que pasa teniéndolo cerca. No importa que hayan cerrado El Pabellón Suizo; encontraremos otro lugar, José Emilio, encontraremos otro.

(Incluido en el libro: Retratos personales, 2007)

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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