Por fin me siento a dibujar. En el jardín, la pared que tengo enfrente es un motivo perfecto. También la temperatura es buena. El muro encalado hace no mucho tiene alguna grieta donde se acumula el tono rojizo de la tierra que trae el viento. Hay una fuente cuya agua, ahora me doy cuenta, no he llegado a probar. Hago un alto en la escritura para ir a beber, ¡un momento! Ya está, ya estoy de vuelta: no sale ni muy fresca ni muy rica, y me pregunto si no será más bien para regar. Hay un naranjo con las frutas verdes, un arbusto lleno de flores amarillas y en un tiesto una chumbera chiquitilla. Detrás del árbol hay una escalera tumbada. Además en el muro, más o menos a la altura de la escalera si estuviera de pie, hay una ventana y un balcón llamativamente estrecho y con un diseño gracioso pero sencillo en la forja, que incluso se permite una leve asimetría. Las contraventanas, que están en el lado de dentro de la casa, han estado cerradas todos estos días, y en los cristales nos parece distinguir cinta de carrocero, dispuesta para pintar o barnizar la madera.
Entonces me siento en el sofá exterior con los instrumentos que he traído. Voy a dibujar en el cuaderno más grande, que tiene las tapas muy rígidas para que sirvan de apoyo. Por su peso y su rigidez da mucho gusto sostenerlo. Soy diestra, y lo sostengo en el brazo izquierdo, como si fuese el cuaderno una paleta. Pero me doy cuenta de que no estoy muy cómoda, así que para empezar me digo que lo más importante para dibujar es la postura. Y que sería más cómodo un taburete plegable que este sofá. Pasa por mi mente toda una serie no de dibujantes, sino de pintores, en el desempeño de su oficio, alejándose y acercándose del lienzo, en el que clavan una punta de color como si fuesen unos jugadores de dardos tramposos, que llevasen el dardo agarrado hasta la diana.
Primero vi el muro, más tarde me senté a dibujarlo, y más tarde aún −ahora− a escribir cómo lo dibujaba. Esa progresión habría de llevarme a un grado de conocimiento y de familiaridad con el muro cada vez mayor, más profunda. Y eso es lo que quería documentar escribiendo este artículo, y antes dibujando el muro. Pero ahora mientras lo escribo me doy cuenta de algo que no sé si es una trampa o un efecto no previsto. Quizá sea una tercera cosa, pero en todo caso tiene interés: debí haberme guardado la descripción de los detalles del naranjo, del balcón, de la chumbera, para cuando llegase, en el artículo, al momento en que me lanzo a dibujar. Así habría respetado la progresión del conocimiento del modelo. Debí haber hablado, en el primer párrafo, del amasijo de volúmenes y colores que detecté delante del muro y en cuya naturaleza indistinta intuí un buen modelo para dibujar del natural, porque es verdad que hasta que llevaba un rato dibujando no me apercibí de algunas cosas que más tarde me han servido para la descripción primera.
Me gustaría entonces pensar en cómo se escalona nuestra percepción de lo que nos rodea, en si no hace falta que pasemos, en nuestro caminar, por un segundo o tercer hito para que lo que había en el primero −y habíamos visto por el rabillo del ojo− se haga consciente en nosotros.
Pero está todo mezclado y todo sirve a varios propósitos y alimenta a varias mesas y familias: ayer por la tarde, mientras estaba dibujando, me daba ya cuenta de que estaba preparando el artículo que iba a escribir esta mañana. Y también iba aprendiendo cosas de la pequeña chumbera que quería dejar escritas en algún sitio, además de dibujadas. Me salto entonces el artificio del orden y la cronología narrativa o no sé qué y lo digo ahora mismo, ya: la chumberita era difícil de dibujar porque las raras planchas con pinchos de las que está compuesta, los círculos que le van creciendo, brotan cada uno en un eje, y hay que tener un cierto dominio de la geometría o muy buen ojo o mucha paciencia para incluir esa gran cantidad de planos en tan poco espacio. Yo al principio trataba de copiar los distintos brotes de la chumbera con cierta fidelidad, pero luego pensé ¿para qué tomarme esta molestia? Si lo que importa es que el efecto en el conjunto funcione. Y era verdad, pero también pensé que uno de los valores del dibujo al natural es que tu mano o tu cerebro siguen, remedan el proceso interno y ciego que han seguido los modelos al crecer. Es como pasar, tiempo después, por el mismo camino por el que han pasado ellos antes. Y eso me animó y seguía trazando los irregulares circulillos en la hoja, uno más, otro más, este así, otro asá. Pero también, qué coñazo, me pillé diciendo un par de veces, y eso me asustó, porque significaba quizá que había perdido la mano con el dibujo y el placer que he encontrado siempre en dibujar estaba en peligro. Así que lo que me animó me hizo seguir y lo que me asustó me hizo seguir también, y dejando que todo esto hiciese su coreografía en el auditorio de mi cabeza, llegó el momento en que, si seguía añadiendo hojas de chumbera iba a traicionar a la chumbera original que se había ofrecido para que la pintase para hacer tiempo hasta que mi grado de conocimiento y de familiaridad con el mundo circundante me haga aprender a cerrar el pico. Ahí me detuve.