La noche del sábado 21 de diciembre de 1996 un incendio parcial dañó el departamento de los Paz. El fuego se inició a las 10:30 de la noche. Un corto circuito, del cual se dieron cuenta primero que nadie los gatos, llenó de llamas la sala y el vestíbulo, provocando que la pareja saliera rápida e ilesa del departamento, llegasen los bomberos y antes que ellos el médico personal de Paz, el doctor. Mientras el doctor checaba y oxigenaba a un Paz desamparado en la calle y entonces aquejado de flebitis, llegaron al fin los bomberos y a la medianoche el incendio pudo ser controlado.
Cesarman llevó a los Paz al Hotel Camino Real de Polanco, donde permanecieron medio año. Se perdieron muchos de los recuerdos, pinturas y estatuas traídos de la India que estaban en el vestíbulo y en el comedor, así como buena parte de la biblioteca decimónica que Paz había heredado de don Ireneo y el estante donde su nieto atesoraba sus propias primeras ediciones. Pese a que el incendio no se extendió hacia el estudio de Paz, el daño psicológico del incidente acortó su vida.
Octavio, salvo en una ocasión que fue para darle el visto bueno a las reparaciones, no volvió al departamento que había sido su hogar desde 1980. Tras el incendio, la salud de Paz se desplomó y vinieron una serie de exámenes e internamientos. Tras algunos valoraciones erradas, a Paz le fue diagnosticado cáncer en los huesos.
Al día siguiente del percance, lo llamé al hotel y estaba naturalmente desolado, con ganas de irse del país, como si hubiese sido México, su tormento, quien le había prendido fuego a su casa. Su siguiente cumpleaños, el penúltimo, lo pasó en el hotel y estaba emocionado por las flores y las frutas recibidas. García Ponce, que tan alejado se había sentido de Paz, por razones políticas, durante la última década, le escribió una carta donde le enviaba todo su cariño: “Hay una aristocracia del espíritu, Octavio. Tú serás siempre el digno representante de ella y yo quiero participar de estar cerca de ti.” El círculo se cerraba.
A fines de julio, Paz fue hospitalizado y las preguntas de los periodistas, a quienes poco o nada sabíamos de sus verdaderas condiciones de salud, se volvieron muy insistentes. A personajes menores de su entorno se nos creía custodios de un secreto que no era secreto: Paz se estaba muriendo y sufría de la contradicción entre la otra voz y la jefatura espiritual.
En agosto, Paz ya está instalado donde morirá, la casa de Alvarado. Paz residía allí por una combinación de implacables imperativos médicos y discretas razones de Estado. Desde allí le concede una entrevista a Sheridan que transmitirá el Canal 2 en horario estelar. En esta conversación, la última que dio públicamente con motivo del primer tomo de su poesía en las Obras completas, Paz se despidió así de ese público televidente cuya conquista tanta guerra le había dado: “Mi casa no es esta que vemos, pues es transitoria. Pero sí la poesía, ‘que es la casa de usted’”.
A algunos de los viejos amigos de Octavio, que no lo podían ver con la frecuencia que deseaban, les parecía que el poeta estaba secuestrado por la generosidad del presidente. Varios ratos a la semana los dedicaba Sheridan a darle forma, con Paz, a los estatutos y a las características de la fundación y no pocas veces a leerle al poeta enfermo versos de los dos poetas que escogió como su compañía final: Neruda y Quevedo. Del chileno, “su enemigo más querido” recuerda Sheridan haberle leído varios poemas y del segundo, sonetos del Heráclito cristiano.
En el recuerdo de Sheridan, en aquellos días finales, “había un equilibrio siempre precario entre el pundonor y la tenacidad y la cuota penosísima entre el sufrimiento y el dolor físico que, a veces, aliviaba con la lectura de poesía”. El 17 de diciembre vimos a Paz por última vez. Fue en el patio central de la Casa de Alvarado, “un mediodía soleado. Entre el público nos encontrábamos unas cien personas, la república de las letras en pleno y no pocos pintores y artistas amigos de Octavio, quien dejó a un lado el discurso que había preparado con Sheridan y se arriesgó a hacer una memorable improvisación.
Salvo la Iglesia católica, podía decirse que en ese mediodía del 17 de diciembre se reunían en torno a la jefatura espiritual de Paz, lo que antes se llamaban “las fuerzas vivas” de México.
De esa mañana, escribí en mi Diario sobre la improvisación de Paz: “Solo habló de México: el antiguo descastado —según las acusaciones— muere como un poeta nacional, el de una democracia a veces abortada y a veces abortiva, propia de ese ‘país de luces y sombras’, como lo llamó Octavio, que apeló al amor y a la compasión para el nuevo siglo”.234 De inmediato, Paz, desvarió, con conciencia de hacerlo, lo que convirtió al desvarío en evocación poética: “Todos estos recuerdos me han llevado a desvariar un poco. En fin. Cuando me enfrenté al problema de qué debía decir ante ustedes, mi mujer me dijo: ‘Por favor no vayas a desvariar. Tienes la tendencia a desvariar. Y en estos últimos meses, con la enfermedad, esto se ha acentuado: ‘desvarías mucho y andas por muchos vericuetos…’ (Cómo de pronto, el idioma español se levanta como una palabra que es como una roca inaccesible: ¡vericuetos !)”.
“México”, concluyó Paz, “es un país solar. Y siendo un país en donde el sol abunda, un país rico de sol, pródigo de sol, es también un país negro, un país oscuro. Esta dualidad de México me preocupó desde niño y esta preocupación me llevó, sin saberlo ni quererlo, a escribir algunas páginas de El laberinto de la soledad”. En ese punto, una vez más, el viejo enemigo romántico y surrealista se negó a creer en la progresión de la historia e insistió en el ciclo, en la vuelta: “Estoy seguro que se preparan nuevos días para México y que esos días serán de luz, de amor y con sol. Creo que en estos años no termina un periodo de México, como se piensa comunmente, sino que se da una vuelta para continuar”.
“Y al dar la vuelta a esta frase, recuerdo otra vez a mi mujer y digo: ‘¡Cuidado, ya estás desvariando otra vez!’ Sí, el desvarío, el demonio de don Quijote, el demonio de la acción, el demonio de luchar por México se ha apoderado de mí en los últimos años. Y yo quisiera trasmitirles a ustedes algo que no es nada extraordinario, sino una simple inquietud, la del diablo, la del demonio. Para Sócrates, el demonio era el interlocutor, el consejero. El diablo era no lo que creemos nosotros ahora, sino el daímon, el diablo de los paganos, de Platón, de Sócrates. Yo quisiera que se recordase en México no al demonio de las parroquias o de las sacristías o al de la lucha civil. Sobre todo eso: no al demonio de la lucha civil, al de la revuelta entre los hombres de la misma patria, sino a otro, al demonio angelical de Sócrates y Platón, al demonio que tiende la mano al amigo, que sabe dar consejos. Quisiera que nuestro México, en los años que vienen, encuentre a su Sócrates. Uno que en lugar de ser, como el otro, víctima de las pasiones de sus compatriotas, sea lo contrario: el Sócrates que aconseja a los ciudadanos y les dice cuál es el camino recto, sin temer perder la vida por ellos. Bueno, pues yo les daría este consejo a mis compatriotas: no se trata de perder la vida por nadie: ¡ganen su vida!”.237
Tras la invocación al filósofo de los paganos y a su demonio, Paz da una vez más una vuelta, la última: “Y como que ahora me resbalo hacia una peligrosa inclinación a la prédica —que me recuerda, más que nada, a mi infancia y a mi abuelo, que era amante de las prédicas de sobremesa—, entonces me digo: ‘Vade retro!’ Haz invocado al diablo e hiciste bien. Hiciste bien en prevenirnos contra sus mentiras y sus engaños, pero tú no te dejes engañar: ya es hora de que te calles, Octavio; ¡ya cállate! No hables. Simplemente diles a cada una de las personas que han estado aquí, gracias, muchas gracias. No sé cuánto tiempo tenga, pero sé que hay nubes, hay muchas cosas: hay sol también. Las nubes están cerca del sol. Nubes y sol son palabras hermanas. Seamos dignos de las nubes del Valle de México, seamos dignos del sol del Valle de México. ¡Valle de México!, esa palabra iluminó mi infancia: esa palabra ilumina mi madurez y mi vejez”.
Justo cuando el poeta empezó a hablar de sus desvarios, “nada se movía en aquel patio soleado, salvo una lagartija intrusa que caminaba de un lado a otro sobre la cornisa del muro a espaldas de la extensa mesa, y en ese ir y venir una ligera lluvia de polvo caía sobre la nuca de Paz”. Todos miramos el recorrido de “la lagartija juguetona dejando caer la arenisca sobre el poeta” y todos —todos— miramos al cielo cuando nos habló del cielo y las nubes del valle de México. En esa despedida había un eco de “El cántaro roto”, aquel poema desesperado de 1955, como si hubiese sido el sol la sustancia derramada que ponía fin a la sequía milenaria y permitía a los mexicanos “soñar en voz alta” y “cantar hasta que el/ canto eche raíces”. Como si el cántaro pudiera estar otra vez entero.
Volvió Paz a México en 1937, en 1953, en 1971: se quedó de guardia en ese hospital de los quejosos hispano-americanos donde Unamuno había pregonado a gritos la africanización mientras Ortega y Gasset recomendaba la escapatoria. El más universal de todos los mexicanos siempre regresó al ombligo de la luna. Parecía ser, aquel 17 de diciembre, la hora cumplida de un tiempo nuevo, el cumplimiento cabal de la jefatura espiritual, su apacible disolución en una institución moderna que diese a la literatura un nuevo lugar, modesto y digno, en el México que dos años después, al fin, se convertiría en una verdadera democracia por lo menos en cuanto a lo esencial, el respeto de la primera de las reglas, la del voto, aquella cuyo cumplimiento impediría el conflicto entre la moral de las convicciones y la moral de la responsabilidad.
Fue el propio presidente Zedillo quien condujo la silla de ruedas de Octavio hacia el interior de la casa, a la cual fuimos pasando, en grupos pequeños, para saludarlo. Estuvimos tres horas con él. Su faz devastada se me fue olvidando a favor de la irradiación de la amistad, del tino de su memoria.
La convocatoria de Sócrates por la mañana no había sido solo un desvarío, el Octavio de esa tarde quería tener en su lecho de moribundo a los doctores estoicos, como había querido —no siempre con éxito— vivir acompañado de epicúreos, como Kostas. Ya en otra parte he contado, en La sabiduría sin promesa (1999), lo ocurrido después, de cómo lloró un momento al enterarse de la muerte de Roy, su viejo camarada de París, que Fabienne Bradu comentó creyendo que ya estaba al tanto de la noticia y como aquel sollozo lo decidió a hablar de su muerte inminente: “‘Cuando me enteré de la gravedad de mi enfermedad, dijo, me di cuenta de que no podía tomar el camino sublime del cristianismo. No creo en la trascendencia. La idea de la extinción me tranquilizó. Seré ese vaso de agua que me estoy tomando. Seré materia’. Ante nuestro silencio, el estoico prefirió bromear con su mujer sobre la creencia hinduista de ella en la reencarnación. ‘Tengo al hereje en casa’, dijo sonriente”.
Aquel 17 de diciembre en la casa del conquistador Pedro de Alvarado en Coyoacán, el sitio donde se fue a refugiar la gente de Hernán Cortés para huir de la laguna putrefacta en que habían convertido a México-Tenochtitlán tras derrotar a los aztecas en 1521, varios detectamos la siguiente ironía. Al final de “Vuelta”, Paz había afirmado que él no quería ser como Wang-wei, el poeta ermitaño chino, uno de los poetas antiguos y modernos que tradujo para nosotros. No deseaba, como Wang-wei, el retiro en la montaña, sino seguir siendo un hombre comprometido con su tiempo: “Pero yo no quiero una ermita intelectual/ en San Ángel o Coyoacán”. Bretoniano también en eso, el joven Paz prefería los cafés periféricos donde se reunían los surrealistas, lejos de las candilejas germanopratenses, pero en 1997, insisto, era el paradójico poeta nacional de una democracia que nacía. Ermita o no, aquella casa fue ese día escenario de una verdadera peregrinación, la de los amigos y admiradores (y no pocos de sus adversarios), que concurrieron a despedirse, públicamente, de él. México se despidió de su poeta y la solitaria colina del medio día donde habitaba Wang-wei se vio llena de gente. El poeta Paz nunca pudo alejarse del “mundo y sus peleas” pero ese día prefirió pedirnos que fuésemos fieles al valle de México y a sus nubes.
Octavio Paz murió poco después de las 10:30 de la noche del domingo 19 de abril de 1998 (el mismo día que Lord Byron). Se terminaba el siglo xx y entrabamos a un tiempo nuevo donde se saciaría, quizá, aquella curiosidad mía cuando en una reunión con él, en noviembre de 1989, se fue la luz y Octavio siguió hablando sin hacer ningún comentario sobre la ausencia de electricidad. ¿Qué ocurriría si al regresar la luz él hubiera desaparecido? ¿Quedaría la voz sin la persona? Tengo a mi alrededor abrumadora hemerografía, dispersa en el suelo, sobre lo que se dijo al día siguiente en la prensa nacional y extranjera. Prefiero las oraciones fúnebres de los adversarios que las de los amigos y por ello escojo una sola, la de García Márquez: “Cualquier elogio es superfluo a estas alturas de su gloria. Lamento, tanto como su muerte, la interrupción irreparable de un torrente de belleza, reflexión y análisis que saturó de extremo a extremo el siglo xx y cuya onda expansiva ha de sobrevivimos por mucho tiempo”.
Anunció el deceso poco después el presidente Zedillo. En la Casa de Alvarado hubo cierto forcejeo sobre lo que habría de ocurrir en las próximos horas, según me contó Rossi, quien con su esposa Olbeth, tomó la representación de los viejos amigos de Paz ante el excesivo celo del Estado Mayor presidencial que deseaba llevarlo de inmediato al Hospital Central Militar para su embalsamiento y de allí trasladarlo, a la mañana siguiente, al Palacio de Bellas Artes para el homenaje de cuerpo presente. Rossi, respaldado por Marie José, se opuso, logrando que una vez preparado el cadáver fuese regresado a la Casa de Alvarado para que fuese velado, aun en la áspera intimidad de esa residencia prestada, por su esposa y sus amigos. Y nada de cruces. Así fue.
A la mañana siguiente, me despertó doña Silvia, mi ama de llaves de toda la vida, para darme la noticia que ignoraba que yo ya sabía. Me fui caminando desde San Francisco Figuraco hasta la Casa de Alvarado. En la puerta, Aurelio decidía quién pasaba y quién no, ante la multitud de curiosos y periodistas. Yo entré a la casa con Gonzalo Rojas, quien había llegado desde Chillan de Chile, días antes, para recibir el primer Premio Octavio Paz de Poesía y Ensayo, encontrándose con la muerte del poeta. Si se hubiese planeado la triste coincidencia no habría salido mejor: uno de los grandes poetas latinoamericanos, muerto Octavio, estaría al lado de su féretro y diría algunas palabras de despedida. En la sala de la Casa de Alvarado recuerdo a Xirau, Lizalde, Cuevas, Rafael Tovar de Teresa, Del Paso, al servicio doméstico de Reforma y Gualdalquivir, en pleno, llorando. Por uno de esos actos inútiles e irreflexivos tan comunes en los velorios decidí ayudar al chofer de los Paz a acarrear las ofrendas que iban llegando para rodear a Octavio, lo cual me permitió ver la predecible marcialidad con la que el Estado Mayor Presidencial colocó la bandera de México sobre el catafalco. Rumbo al Palacio de Bellas Artes, Sheridan y yo tomamos el automóvil con Stanton y su esposa.
Llegamos al vestíbulo del Palacio de Bellas Artes, ese marmóreo edificio de la Bella Época diseñado por Adamo Boari que la Revolución mexicana dejó inconcluso y que apenas se había usado desde la muerte de Frida Kahlo en 1954 como escenario de los “funerales nacionales” que México ofrece a sus escritores y artistas. Se fueron formando las guardias. La primera fue la de El Colegio Nacional, la segunda, la nuestra (Asiain, Bradu, Castañón, Rojas, Sheridan, Torres Fierro y yo), montada tras una breve discusión con la señorita del protocolo presurosa porque la plana mayor del PRD pasara antes que nosotros los de Vuelta, lo cual motivó la airada protesta de Sheridan. Los perredistas, encabezados por el ingeniero Cárdenas y López Obrador, retrocedieron y esperaron su turno respetuosamente; la plana mayor del PAN brilló por su ausencia, a excepción de Felipe Calderón, entonces líder del partido conservador y en 2006 presidente de México. Tras algunas otras guardias y la llegada masiva de políticos, empresarios, poetas, muchos poetas, vinieron los discursos del presidente Zedillo, de Krauze y la intervención de Rojas. Las guardias se prolongaron hasta media tarde, pasaron decenas de lectores a despedirse y entre ellos, según se supo más tarde, hasta una guerrillera del Ejército Popular Revolucionario que desapareció misteriosamente meses más tarde. Tras el himno nacional, un espontáneo gritó “!Viva México! ¡Viva Octavio Paz! ¡Viva el arte literario!”.
Frente al Palacio de Bellas Artes vi irse a la camioneta del servicio de honras fúnebres rumbo al crematorio y a Rigoberta Menchú interceptando el automóvil donde viajaba Marie José para darle el pésame de los que llegan tarde. A la incineración en una funeraria, me contó Rossi, llegó la actriz María Félix, buena amiga de Octavio, para despedirse, según dijo, del “personajito”. “A ti todo te lo perdono”, solía decirle Paz a la Félix, nos contaba él. Y, mientras me alejaba del Palacio de Bellas Artes, traté de recordar, sin lograrlo, aquellas líneas de Keats que dicen “la arena descendiendo a través de una hora de cristal,/ un arroyo en el bosque, la muerte de un poeta…”.
Aurelio Asiain, Aurelia Álvarez Urbajtel y yo tomamos, en la esquina de avenida Juárez y la antiguamente llamada calzada de San Juan de Letrán, uno de esos taxis verdes que el humor institucional llamaba entonces “ecológicos” y partimos rumbo a Coyoacán donde Krauze, intempestivo, nos había convocado en las oficinas de Vuelta, a una emotiva reunión para hablar de inmediato de los planes para seguir en la brega con una nueva revista. Minutos más tarde, en el Zócalo, ese magma en la poesía de Octavio Paz, vi la banderota de México a media asta y pensé que viajaba yo con dos representantes de La llama doble, pues Aurelia y Aurelio, se estaban separando. A esa horas, las 17:59, según reporta el Servicio Sismológico Nacional, se produjo un sismo de 5.4 grados Richter de intensidad, lo cual sólo quiere decir, porque en la Ciudad de México tiembla a cada rato, que la madre tierra tomaba nota de la muerte del contemporáneo de todos los hombres, el poeta que, según su hija, se despertaba cada mañana de un solo golpe, se erguía y abría los ojos enormes. A Octavio, como dijo uno de nosotros, a Octavio, lo amábamos.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile