La música de una vida

Sus novelas siempre resultaban fascinantes, enigmáticas, fáciles de leer no por simples, sino por el ritmo que funcionaba como música.
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Creo que no exagero si digo que Paul Auster (1947 – 2024) significó, para muchos de quienes fuimos adolescentes en los noventa, lo que, por ejemplo, la música de Nirvana, y no me refiero al nihilismo ni a la autodestrucción –aunque sin duda los primeros libros de Auster son los más oscuros–, sino a que con quince, diecisiete o veinte años todo son comienzos y, por tanto, toda lectura supone una iniciación. Paul Auster fue de los primeros autores norteamericanos que leímos, sobre todo los que veníamos de hogares donde la afición por la literatura era escasa. En nuestras estanterías había, si acaso, algún Faulkner o Hemingway en esas colecciones que se compraban en el quiosco, de letras doradas sobre una tapa dura, adquiridas porque quedaban bien en el salón y porque la cultura tenía un valor simbólico: muchos padres aspiraban a que sus hijos acabaran leyendo aquellos libros, pues eso significaría que les habría ido mejor que a ellos. Sin embargo, resultaba más deseable ir a Paul Auster que a esos nombres canonizados, provocadores de una admiración que escondía algo de miedo y reverencia. Porque aquel escritor ocupaba todos los escaparates, era famoso, y nunca el presente y el estar en la cresta de la ola son tan importantes como a esas edades en las que se tiene sed de mundo y se lee con la pasión, la voracidad, el deslumbramiento y el asombro intactos. ¿Qué podía molar más que un libro llamado La trilogía de Nueva York, escrito por un tipo que había sido marino en un petrolero, vivido en Francia como los genios malditos, y que escribía sobre aquella ciudad mítica que veíamos en pelis y series, pero que rara vez habíamos visitado por escrito? 

Auster no decepcionaba. Sus novelas siempre resultaban fascinantes, enigmáticas, fáciles de leer en el mejor de los sentidos, que no era el de la simpleza, sino el de un ritmo que funcionaba como música y una tensión que lo impregnaba todo: la trama, el personaje, el conflicto, el pensamiento, el lenguaje, la forma. Por si esto fuera poco, sus libros desplegaban ese tipo de voz narrativa que establece, sin buscarlo, una complicidad con el lector a través de un tono que cae bien, como un buen amigo lleno de gracia y generosidad que siempre nos acompaña. Esa compañía se ha prolongado, para miles de personas que nunca han dejado de leerle, a lo largo de una vida entera en la que el novelista ha dado vueltas a sus mismas obsesiones sin, no obstante, haberse acomodado a pesar de su enorme éxito. Porque Auster se ha debido antes a la escritura que a cualquier otra circunstancia, y en eso, y no en otra cosa, se cifra el compromiso de un escritor.

De entre sus libros, mi favorito es La invención de la soledad, una obra maestra que mezcla una narración breve y brillantísima sobre su padre —un hombre escurridizo e impenetrable— con una segunda parte, prodigiosa y de carácter ensayístico, sobre la memoria, la literatura y el azar. Sobre esto último, uno de sus temas predilectos, elabora una reflexión sobre la construcción del sentido en los relatos no solo literarios, sino vitales, apuntando a su carácter ficticio, pero sin negar el poder de esa ficción sobre lo real. Dicho de otro modo: explica lo mágico sin que esa explicación lo destruya, y lo hace de una manera en la que, al final, no podemos sino dudar también de las explicaciones, pues estas tienen un carácter tan ficticio como aquello que tratan de desvelar. Porque Auster, como cualquier gran escritor, no cierra los mundos, sino que los abre, lo que no deja de ser un alivio en esta actualidad maniquea y tan poco dispuesta a escuchar al otro. Posteaba Almudena Sánchez en sus redes sociales una cita de La invención de la soledad que resume su poética y su grandeza, y que copio aquí: “Ahora comprendo que cada hecho es invalidado por el siguiente, que cada idea engendra una idea equivalente y opuesta. Es imposible decir algo sin reservas: era bueno o malo, esto o aquello. Todas las contradicciones son ciertas. A veces tengo la sensación de que estoy escribiendo sobre dos o tres personas diferentes, distintas entre sí, cada una en contradicción con las otras. Fragmentos. O la anécdota como forma de conocimiento”.

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(Huelva, 1978) es escritora. Ha publicado 'La ciudad en invierno' (Caballo de Troya, 2007) y 'La ciudad feliz' (Mondadori, 2009).


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