La niebla me ha permitido ver

La niebla me ha permitido ver

En 'La vocación de perderse', el geógrafo y escritor Franco Michieli pasea sin rumbo y reflexiona sobre cómo los caminos encuentran a los caminantes.
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“La niebla me ha permitido ver”: la frase es tan contundente en su paradoja que aun sin contexto, y a pesar de lo inequívocos que son sus términos, lo primero que sugiere es que está hablando de manera metafórica de los avatares de la vida, de una claridad nacida de la confusión, como muchas veces deseamos que pase y como en ocasiones de hecho pasa. Trae el aire de unas últimas palabras de algún poeta romántico alemán, pero fue escrita evocando una niebla literal y el sentido de la vista de ver con los ojos de la cara. La anotó el geógrafo y escritor Franco Michieli, nacido en Milán en 1962, cuando era joven y comenzaba sus expediciones por montañas y parajes deshabitados, como los bosques que hay en la frontera entre Finlandia y Noruega, o el glaciar de Vatnajökull o el valle de Aosta.

Cuenta algunos de estos viajes en el libro La vocación de perderse, publicado por Siruela y que en la versión italiana, de 2015, lleva el subtítulo de Pequeño ensayo sobre cómo los caminos encuentran a los caminantes. Michieli aborda sus expediciones sin mapas, sin teléfonos, sin GPS y sin brújulas. Así lo hacían nuestros antepasados cazadores recolectores y de ahí es posible extraer un placer muy antiguo, vinculado a una capacidad que en la mayor parte de nosotros está dormida porque ya no la usamos como antes.

Michieli parece entender la orientación como la relación viva entre el ser humano y el territorio. No hace falta acercarse a las nevadas planicies en las que él se interna durante un mes entero; el libro nos recuerda que todos, con solo salir de casa, podemos entregarnos a recibir las instrucciones de los caminos, que nos van guiando a medida que nos adentramos en ellos.

Michieli recuerda un paseo por su Milán natal con un amigo, con solamente un billete de metro en el bolsillo para la vuelta. No dice exactamente que el mundo esté lleno de maravillas, que lo está, a las que no solemos atender, sino algo así como que dejarse llevar hasta ellas es una maravilla en sí. Hay un placer muy intenso en callejear por una ciudad desconocida y desembocar en donde se deseaba ir, sentirse cada vez más familiarizado con las calles que no se ha visto nunca, como si las reconociésemos a partir de sus guiños. Cuando se despierta en nosotros ese instinto como animal entre los estancos y los chaflanes sentimos la dignidad gratuita e inmediata de ser individuos autónomos.

La vocación de perderse explica la forma en que su autor se mueve por terrenos apenas hollados por el ser humano, y la relación que estos mantienen con los mapas que los representan, y arranca así como un libro descriptivo de una actividad muy precisa (“La belleza misteriosa del blanco horizonte nevado, ondulado y deshabitado, gélido y luminoso, que se extiende a nuestro alrededor en todas direcciones […] depende de las innumerables historias que en él podrían sucedernos”).

Y sin embargo me cuesta no leer superpuesta, desde el principio, una especie de guía vital de tradición psicológica o abiertamente mística. En su libro sobre el boxeo, Joyce Carol Oates advierte contra la tentación de comparar un ring con la vida, y los golpes que se dan o reciben en uno con los que se reciben o dan en la otra. A veces creer que todo es una metáfora nos aleja de aquello que queremos comprender. Qué difícil es evitarlo, mucho más a partir de la advertencia de Oates.

 En Caeiro / Pessoa encontramos otra pista, quizá falsa a la portuguesa (en traducción de Miguel Ángel Viqueira): “Pero las flores, si sintiesen, no serían flores, / Serían gente; / Y si las piedras tuviesen alma, serían cosas vivas, no serían piedras; / y si los ríos tuviesen éxtasis al claro de luna, / los ríos serían hombres enfermos”. Pero me da igual. Que sean los caminos los que encuentren a los caminantes no es solo una potencia del lenguaje que permite decirlo, sino una experiencia genuina que a veces nos asalta en la vida interior y en la exterior, y si se ha hecho posible a partir de que pudiera ser dicha, he aquí un misterio nuevo.

 Michieli escribe sobre las impresiones que debían de sentir los humanos prehistóricos en su errar por el mundo: “No nos podíamos sentir atemorizados por la ausencia de tales referencias, como no lo estaría el búfalo en las grandes praderas o el jaguar en la selva, porque las praderas y las selvas infinitas son su casa. Así vivíamos nosotros”.

 Habla de una forma de vivir que ha desaparecido pero aún la podemos alcanzar. No solo cuando no sabemos dónde estamos, en una calle o una carretera desconocida, sino también en mitad del camino de la vida y la recta vía está perdida, y para orientarnos tenemos que rendirnos a la confianza de que cada paso nos dará una indicación sobre el siguiente, cada vez más clara: “Cuando un frente tormentoso cae sobre el lago y nos envuelve el torbellino de la cellisca, el sol se expande en la luminiscencia que difuminan los copos, hasta desaparecer en la bruma. Nosotros seguiremos cortando el viento con constancia”.

Si al hablar de las ventiscas y las nieblas parece estar hablando de la vida psíquica es que esta funciona como una recreación de los primeros esfuerzos humanos. En su insistencia por renunciar al uso del GPS en sus expediciones, Michieli parece querer entrar en contacto con la parte de nosotros que está dormida, que no es solo la capacidad de orientarse en los grandes espacios y que mantiene una identidad profunda con lo que nos rodea. Algo que se ha dormido, curiosamente, por el ruido constante que nos invade.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).

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