La revelación de que las obras del célebre escritor de libros infantiles Roald Dahl, famoso por Matilda, Charlie y la fábrica de chocolate y Las brujas, han sido sistemáticamente purgadas de lenguaje que pudiera considerarse ofensivo para la sensibilidad de la burguesía ilustrada de la anglosfera probablemente no debería haber sido una sorpresa. La nuestra no es solo la segunda gran era de la Bowdlerización, y las similitudes entre los razonamientos que Thomas, Jane y Henrietta Bowdler ofrecieron cuando presentaron The Family Shakespeare en 1807 y los que ofrecen ahora el sello Puffin de Random House/Penguin y el Roald Dahl Estate para la completa desfiguración y “saneamiento” moral de la obra de Dahl son prácticamente indistinguibles entre sí.
En ambos casos, el objetivo declarado no ha sido relegar a Shakespeare o a Dahl al basurero de la historia (literaria), sino salvar a cada uno de esos autores de tan innoble destino editando y reescribiendo sus obras de tal manera que los lectores contemporáneos, que de otro modo podrían sentirse ofendidos y abstenerse de leer, por ejemplo, Hamlet o James y el melocotón gigante, puedan seguir haciéndolo con la conciencia tranquila. Como dijo Thomas Bowdler en su prefacio a la edición de 1819 de The Family Shakespeare, “Mi gran objetivo en esta empresa es eliminar de los escritos de Shakespeare algunos defectos que disminuyen su valor y, al mismo tiempo, presentar al público una edición de sus obras que los padres, tutores e instructores de la juventud puedan poner sin temor en las manos de sus alumnos, y de la que estos puedan obtener tanto instrucción como placer: puede mejorar sus principios morales, mientras refina su gusto, y sin incurrir en el peligro de ser herido con cualquier indelicadeza de expresión”. Esto no solo significaba hacer frente a lo que los Bowdler llamaban las “indelicadezas de expresión” de Shakespeare omitiéndolas por completo o sustituyéndolas por algo más apetecible para un público familiar –por ejemplo, los Bowdler sustituyeron los “Dios” y “Jesús” de Shakespeare por “Cielos”–, sino también suprimir personajes inmorales como la prostituta Dorothy “Doll” Tearsheet de Enrique IV, Segunda Parte, o reescribir escenas para no herir la sensibilidad moral de la época, como en el caso de la muerte de Ofelia en Hamlet, que los Bowdler cambian de suicidio a ahogamiento accidental.
Los Bowdler entendieron y presentaron explícitamente su proyecto como el de reducir a Shakespeare a la mínima expresión, separar el trigo trascendente de su obra de la paja indecente e inmoral que la estropeaba y que perjudicaría a quien se expusiera a ella. . “El lenguaje no siempre es impecable”, escribió Thomas Bowdler en el prefacio de 1819. “Aparecen muchas palabras y expresiones de naturaleza tan indecente que sería muy deseable borrarlas. La mayor parte de ellas se introdujeron evidentemente para satisfacer el mal gusto de la época en que vivió, y el resto quizá pueda atribuirse a su propia fantasía desenfrenada. Pero ni el mal gusto de la época ni las más brillantes efusiones de ingenio pueden servir de excusa para la profanidad o la obscenidad; y si estas pudieran ser borradas, el trascendente genio del poeta brillaría sin duda con un lustre más despejado.”
Todas estas justificaciones para reescribir a Shakespeare –cuya obra estaba impregnada de los puntos de vista inaceptables de su época, la lectura de pasajes ofensivos ofendería a los lectores y les perjudicaría moralmente, y, por tanto, reescribir la obra de Shakespeare era, por paradójico que pudiera parecer a primera vista, el mayor servicio que se le podía prestar– son las mismas que usan Random House Penguin y Dahl Estate para explicar los cambios que han introducido en la obra de Dahl. Estos cambios, anuncia la editorial, se han hecho para que “las maravillosas palabras de Roald Dahl puedan transportarte a mundos diferentes y presentarte a los personajes más maravillosos”. Pero al igual que Thomas Bowdler había argumentado que el lenguaje indecente (y presumiblemente las escenas) de Shakespeare se habían introducido para “gratificar el mal gusto de la época” y su (presumiblemente negativa) “desenfrenada fantasía”, Dahl había escrito sus libros “hace muchos años” y, como resultado, la editorial necesitaba “revisar regularmente el lenguaje para garantizar que pueda seguir siendo disfrutado por todos hoy en día”.
Del mismo modo que The Family Shakespeare tenía como ambición ser una versión de Shakespeare a la que padres, tutores y profesores pudieran exponer a los niños sin peligro, un representante de Random House Penguin declaró a la publicación comercial británica The Bookseller que, puesto que “niños de tan solo cinco o seis años leen libros de Roald Dahl, y a menudo son las primeras historias que leen de forma independiente”, el editor de Dahl cargaba con “una responsabilidad significativa”, sobre todo “porque puede ser la primera vez que [estos niños] navegan por contenidos escritos sin un padre, profesor o cuidador”. El editor negó que nada de esto debiera considerarse una distorsión de la obra de Dahl. Al contrario, Francesca Dow, directora de la división de libros infantiles de Random House Penguin, proclamó que Dahl había sido y seguía siendo su autor favorito desde hacía mucho tiempo. Sus recuerdos favoritos de la lectura a sus hijos cuando eran pequeños, dijo, eran leyéndoles a Dahl.
Al parecer, al no haber Bowdlers en Random House Penguin, la editorial había recurrido a lectores externos de sensibilidad –una práctica cada vez más común en la edición en lengua inglesa en toda la anglosfera– contratando a una empresa llamada Inclusive Minds para que sugiriera cambios. En una larga declaración a The Hollywood Reporter en respuesta a las preguntas del periódico sobre la participación del grupo en las reescrituras de Dahl, Inclusive Minds negó que fueran lectores de sensibilidad, sino que su objetivo era poner en contacto a los editores con su red de “embajadores de la inclusión”, jóvenes lectores con “muchas experiencias diferentes que están dispuestos a compartir su visión [con editores y autores] para ayudarles en el proceso de crear libros auténticamente –y a menudo incidentalmente– inclusivos” durante el proceso de escritura y edición”. Los títulos más antiguos –como los libros de Dahl– “no fueron el objetivo principal de los embajadores”. En su lugar, Inclusive Minds consideró que “se consigue una mayor autenticidad mediante aportaciones en las fases de desarrollo”.
Por supuesto, este relato de cómo se escriben los libros es en realidad una descripción de cómo se escriben los guiones de cine y televisión. Porque está claro que en el modelo de Inclusive Minds, aunque el autor forma parte del proceso, lo hace en gran medida de la misma manera que el autor del primer borrador de un guion, es decir, como productor de un texto al que luego deben dar forma los editores, quizá incluso otros escritores, y que debe ser revisado en busca de posibles contenidos ofensivos; de nuevo, igual que ocurre con la mayoría de los guiones producidos para las grandes compañías cinematográficas. Incluso en este caso, la afirmación de Inclusive Minds de que no es una organización de lectores de sensibilidad suena más que hueca. Pero en lo que respecta a lo que el grupo se complace en llamar “títulos antiguos”, se trata de una distinción sin importancia. Como se afirma en la declaración a The Hollywood Reporter, el grupo cree que “se consigue una mayor autenticidad mediante la aportación en las fases de desarrollo” –de nuevo el modelo de guion de cine y televisión–, “pensamos que las personas con experiencia pueden aportar una valiosa contribución a la hora de revisar un lenguaje que puede ser perjudicial y perpetuar estereotipos dañinos. En todo nuestro trabajo con jóvenes marginados, el impacto negativo muy real y el daño causado a la autoestima y la salud mental por una representación sesgada, estereotipada e inauténtica es un tema recurrente. En cualquier proyecto, el papel del embajador es ayudar a identificar el lenguaje y las representaciones que podrían ser poco auténticas o problemáticas, y destacar por qué, así como indicar posibles soluciones. El editor (y/o el autor) disponen entonces de toda la información para tomar decisiones informadas sobre los cambios que deseen introducir en manuscritos e ilustraciones”.
Obviamente, “indicar posibles soluciones” es exactamente lo que hacen los “lectores de sensibilidad”, como deja claro incluso la más breve lectura de las declaraciones de los lectores de sensibilidad y de los libros sobre el proceso. E Inclusive Minds nunca ha negado las afirmaciones de Random House Penguin y de Dahl Estate de que los cambios que finalmente se produjeron se hicieron en colaboración con el grupo y como resultado de sus sugerencias. Pero si Inclusive Minds no fue sincera al anunciar inicialmente los cambios introducidos, el editor de Dahl y su patrimonio sí lo fueron en un principio. Insistieron en que los cambios consistían únicamente en “un número relativamente pequeño de ediciones textuales”, aunque la empresa se dejó un margen al añadir que los cambios textuales eran “mínimos” en “el contexto del recuento de palabras de los libros más amplios [la cursiva es mía]” y que “las historias de Roald Dahl permanecen inalteradas y su espíritu travieso no ha disminuido. Siguen celebrando y mostrando su voz única y su brillante riqueza narrativa”.
De hecho, los cambios eran de todo menos mínimos. Por el contrario, como detalló The Daily Telegraph, se había hecho un esfuerzo sistemático por eliminar todo lo que pudiera herir la sensibilidad, no de los niños –como en el caso de The Family Shakespeare, estos ejercicios de censura moral siempre se llevan a cabo para complacer a padres y profesores–, sino de los adultos. En palabras del biógrafo de Dahl, Matthew Dennison, Dahl nunca “tuvo problemas con los bibliotecarios que criticaban sus libros por considerarlos demasiado aterradores, carentes de modelos morales, negativos en su representación de la mujer, etc. Dahl escribía historias con la intención de despertar en los niños el amor por la lectura para toda la vida y recordarles las maravillas de la magia y el encanto de la infancia, objetivos en los que triunfó. Las preocupaciones de los adultos por las sutilezas políticas no tenían cabida en esta perspectiva”. Dicho esto, aunque Dahl podía ofender sin reparos a los adultos, se esforzaba por no alienar ni hacer infelices a sus lectores infantiles. Y Dennison añadió: “‘Me importa un bledo lo que piensen los adultos’, era una afirmación característica [de Dahl]. Y estoy casi seguro de que habría reconocido que las alteraciones de sus novelas motivadas por el clima político estaban impulsadas por los adultos y no por los niños, y esto siempre inspiró burla, si no desprecio, en Dahl”.
Los cambios marcan todas las casillas de la alta burguesía contemporánea –o, como diríamos hoy, de la alta dirección profesional– de la misma manera que los Bowdler marcaban las de la alta burguesía británica del siglo XIX. Se han eliminado no solo todas las burlas hacia los gordos, sino toda mención de la gordura como estado físico, de modo que, por ejemplo, en El cocodrilo enorme, “niño gordo y jugoso” se convierte en “niño jugoso”, en El Superzorro, “estaba enormemente gordo” se convierte en “era enorme”, y en Las brujas, ni siquiera a los ratones se les permite engordar, de modo que “ratoncito gordo y marrón” se cambia por “ratoncito marrón”. Además, se desautoriza toda referencia a lo que ahora se llamaría una concepción binaria del género. Así, en Matilda, “madres y padres” se convierte en “padres”, en La maravillosa medicina de Jorge, “no tenía hermano ni hermana” se convierte en “no tenía hermanos”, y en James y el melocotón gigante, “los hombres-nube estaban todos de pie” se convierte en “las personas-nube estaban todas de pie”.
Otras caracterizaciones potencialmente ofensivas se han borrado sin más. Por ejemplo, las frecuentes descripciones de Dahl de varios personajes de sus libros como “locos” no se encuentran en ninguna parte. En Charlie y la fábrica de chocolate, “el príncipe loco” se convierte en “el príncipe”; en Los gemelos, “loco” se cambia por “chiflado”, y en James y el melocotón gigante, el comentario de que “el niño está loco” se ha borrado sin más. A las mujeres ya no se las llama feas y, por alguna razón, en varios de los libros “vieja bruja” se convierte en “viejo cuervo”, “no seas imbécil” se convierte en “no seas tan tonto”, y en Matilda, “viejo pájaro sabio” se convierte en “sabio maestro” (así se confunden antropocentrismo y edadismo en una sola cláusula). Al mismo tiempo, las referencias a las mujeres que desempeñan trabajos serviles se sustituyen por otras de categoría superior. En Las brujas, por ejemplo, “aunque trabaje de cajera en un supermercado o mecanografíe cartas para un empresario” se sustituye por “aunque trabaje como científica de alto nivel o dirija una empresa”.
Más sorprendentes aún son los momentos en que los escritores que menciona Dahl y que ahora se consideran racistas o sexistas son eliminados o sustituidos por autores más aceptables. En Matilda, por ejemplo, “viajó en veleros de antaño con Joseph Conrad. Fue a África con Ernest Hemingway y a la India con Rudyard Kipling” se sustituye por “fue a fincas del siglo XIX con Jane Austen. Fue a África con Ernest Hemingway y a California con John Steinbeck” (Inclusive Minds quizá tenga que revisar lo de “Hemingway” en una futura edición del libro). En otras partes del libro, “Dickens o Kipling” se convierte en “Dickens o Austen”.
Tomada in toto, la afirmación de Random House Penguin de que el propósito de los recortes y reescrituras es que “Dahl pueda seguir siendo disfrutado por todos hoy en día” significa en realidad que no hay nada en las nuevas ediciones de Dahl que pueda ofender a los padres millennials o que pueda provocar una tormenta de críticas en las redes sociales. En este sentido, las críticas a la revisión que han aparecido en la prensa conservadora pasan por alto un punto central. ¿Han cedido el Estado de Dahl y Penguin Random House a la presión de la prensa? Sí, por supuesto. Pero ceder a la presión woke es un buen negocio y, ahora que los derechos de la obra de Dahl han sido comprados por Netflix, un negocio aún mejor. Y si este fue el cálculo en el que se basaron las decisiones tomadas por la editorial, por el patrimonio de Dahl y por Netflix, la realidad comercial es que sin ediciones, es decir, sin un reempaquetado que despertara de nuevo el interés del público, los libros de Dahl probablemente venderían cada vez menos copias a medida que pasaran las décadas, mientras que ahora esa trayectoria descendente ha sido, como se dice en la escuela de negocios, interrumpida y se han abierto nuevas posibilidades de comercialización. Lo mismo puede decirse de la decisión recientemente anunciada por el legado de Ian Fleming y los editores de Fleming de relanzar los libros de James Bond eliminando muchas de las partes ofensivas.
Una de las cosas que la controversia Dahl expone es el error fundamental de los anti-woke: no es que lo woke sea compatible con el capitalismo, como los conservadores y los izquierdistas no-woke han entendido ahora, es que es beneficioso para el capitalismo. Y el hecho de que Random House Penguin, tras el revuelo causado por la revisión de Dahl, diera marcha atrás y aceptara sacar las nuevas ediciones y una reedición “clásica” separada con los textos originales de Dahl intactos es una práctica empresarial aún mejor: un segmento de mercado para los woke y un segmento de mercado para los anti-woke. ¿Qué podría ser más rentable desde un punto de vista comercial?
¿Está el complejo académico-cultural-filantrópico de la anglosfera, del que la edición es un componente importante, borracho de su propia virtud? Sería más exacto decir que está borracho de sus propias ambiciones éticas. Al hacerlo, ilustra la definición de kitsch de Roger Scruton, basada en “códigos y clichés que convierten las emociones superiores en una forma predigerida y sin problemas, la forma que puede fingirse más fácilmente”.
Pero también las convierte en la forma que puede venderse más fácilmente. Y en cierto sentido, el caso Dahl nos enseña tanto o más sobre esto como sobre la subyugación de toda la escritura salvaje, aunque Dahl fuera salvaje, y las acusaciones de racismo que durante mucho tiempo se han vertido contra él sean absolutamente ciertas (y es importante recordar esto incluso cuando uno rechaza rotundamente lo que ha hecho Random House Penguin), a los dictados de las complacientes piedades de las clases directivas profesionales de la anglosfera.
En cuanto a las cuestiones literarias, hasta ahora siguen sin respuesta. En un brillante ensayo sobre Dahl en The New York Review of Books, Merve Emre, para mí con diferencia la más interesante de la nueva generación de críticos y ensayistas literarios, revisa con justicia y contundencia el racismo de Dahl y honra los esfuerzos del editor estadounidense de Dahl (en vida de Dahl) por frenar sus fantasías más odiosas. Concluye diciendo que hay escritores de libros infantiles mucho mejores que él sin expurgar o el expurgado a los que los padres pueden recurrir. No tengo nada contra Dahl –estoy en contra de que se reescriba; no estoy a favor de él– y no creo que tenga razón. Dicho esto, es precisamente la crueldad y la malicia de Dahl, el ídolo hecho palpable en su prosa, lo que en mi opinión explica al menos la atracción que genera en los niños y quizá la repugnancia que provoca en muchos padres (Emre es una guía mucho mejor que Francesca Dow a este respecto). Pero cuando Random House Penguin y Dahl Estate insisten en que en las ediciones revisadas de Dahl querían conservar lo que ellos llaman su picardía, desechando al mismo tiempo la malicia, me pregunto si eso es posible. Al igual que me pregunto si una literatura infantil purgada de su malicia en nombre de un mundo mejor, más justo, y un lenguaje más amable, más inclusivo y menos violento (para que quede claro, no estoy utilizando estas palabras irónicamente de ninguna manera) tendrá algún atractivo duradero para la faceta Señor de las moscas de los niños, que, nos guste o no, casi todos ellos tienen en mayor o menor medida.
Traducción de Ricardo Dudda
Publicado originalmente en el Substack del autor.
David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.