Leer al revés para entender mejor

Sellos, tipos en las imprentas y máquinas de escribir, inscripciones en los cristales, tejidos: en muchos lugares los textos se ven al revés, como escritos para ser leídos a través de un espejo. En un sentido, aprender a leer al revés puede equivaler a adiestrarnos para entender más y mejor.
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Desde muy chico me causaron fascinación las letras escritas al revés, tal como se pueden leer en los sellos, en los tipos de las máquinas de escribir y las imprentas y, en general, en cualquier otro instrumento destinado a imprimir un texto sobre una superficie. Verlos —y, más aún, manipularlos y experimentar con ellos— era como acceder a la trastienda, el “cómo se hizo” de las letras de molde.

No solo en esos dispositivos se pueden ver las letras al revés. También atraían a mi curiosidad infantil las palabras impresas al revés en el frente de los ciertos vehículos: Bomberos, Policía, Ambulancia. El motivo también me sorprendía (“para que los conductores de los otros autos, cuando los ven por el espejo retrovisor, sepan qué dicen”), porque me parecía una exageración: cualquiera de esas palabras, incluso vistas al revés, eran fáciles de interpretar. Más tarde supe de la importancia de que las señales e indicaciones del tránsito sean claras y demanden el menor esfuerzo posible.

En muchas ocasiones vemos el mundo a través de espejos. En la primera escena de la novela 62 / Modelo para armar, de Cortázar, Juan, el protagonista, se sienta en una mesa del fondo en el restorán Polidor, de París. El gran espejo que tiene cerca le permite observar el reflejo de lo que tiene a su alrededor: por ejemplo, un comensal gordo que despliega el periódico France Soir. “Los títulos a toda página —describe el narrador— proponían el falso alfabeto ruso de los espejos”. Todos lo hemos comprobado en algún momento: cuando uno ignora minuciosamente el cirílico y quiere imaginarse un texto ruso, no ve otra cosa que letras al revés.

Quizás el texto más célebre de la ficción escrito adrede en ese falso alfabeto ruso para ser leído a través del espejo es el Redrum de El resplandor. También es digno de recuerdo —ya que para eso estaba tatuado en la piel del personaje— el “John G. violó y asesinó a mi esposa” que le recuerda a Leonard Shelby, el protagonista de Memento, cuál es su propósito.

Hay otros lugares donde podemos leer textos al revés, y sin necesidad de espejos: los cristales con mensajes visibles desde ambos lados. La primera escena de El halcón maltés, el clásico de 1941 que marca el comienzo del cine negro, es un ejemplo: la ventana de la oficina de los detectives, donde se lee “Spade and Archer”. Al revés, claro. En los restoranes y bares uno lo vive todo el tiempo. Al niño que fui también le encantaba que los dibujantes de historietas tuvieran en cuenta este detalle al recrear una escenas que transcurrían en un café. Y la película Amélie va más allá: la protagonista, que trabaja en un restorán, escribe al revés el menú sobre un cristal. Es decir, colocada de un lado del cristal, escribe para que la entiendan quienes están del lado opuesto. Una pequeña proeza que la actriz Audrey Tatou tuvo que aprender para encarnar el papel.

 

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Escribir al revés, como Amélie, no solo implica saber escribir cada letra invertida sobre su eje vertical, sino también hacerlo de derecha a izquierda, algo que en Occidente nos resulta del todo extraño.

No está claro por qué escribimos de izquierda a derecha. Una hipótesis se lo atribuye a que la mayoría de los seres humanos somos diestros, y escribiendo hacia la derecha evitamos que la mano emborrone el texto que acaba de escribir (problema, uno de los tantos, que sí padecen los zurdos). Si esta presunción es acertada, cabe pensar que, si la proporción entre diestros y zurdos fuera la contraria —es decir, si hubiera nueve zurdos por cada persona diestra—, escribiríamos para el otro lado. Sin embargo, tal hipótesis no explica por qué la grafía de idiomas como el hebreo y el árabe se despliegan en el sentido opuesto.

El caso es que el sentido de la escritura, y por ende de la lectura, configura nuestro cerebro para que tendamos a creer (esta frase carece de connotaciones políticas) que hacia la derecha se avanza, mientras que hacia la izquierda se retrocede. Lo ponemos en práctica siempre que trazamos una línea de tiempo y ponemos el pasado a la izquierda y el futuro a la derecha, o cuando usamos un pico hacia la derecha para indicar mayor (>) y unos hacia la izquierda para indicar menor (<), o cada vez que jugamos al Super Mario, al Sonic y a casi todos los videojuegos de plataformas.

 

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Del vasto universo de errores de impresión que los libros me han presentado, el más extraño está en el ejemplar de Vivir para contarla, las memorias de García Márquez, que compré de segunda mano hace unos cuantos años. Todo iba bien a lo largo de quinientas y tantas páginas, hasta que llegué a la 518 y descubrí que ¡está impresa al revés! Como hecha para ser leída frente a un espejo. Es llamativo: al estar en minúsculas, tengo la sensación de que ese falso alfabeto no es ruso, sino árabe. Cada vez que la veo, me cuesta creer que se trata de la misma tipografía que el resto de las páginas. Pero cuando la pongo frente al espejo, voilà, ahí está la página que me han arrebatado, en manos del doble que me observa desde el otro lado del cristal.

El esfuerzo de leer esa página sin un espejo de por medio constituye un ejercicio curioso. Y no por tener que ir hacia la izquierda, que es lo de menos. Cuando leemos de manera normal no vamos letra por letra, sino que la mirada percibe bloques de letras, es decir, palabras. De esta manera, en cambio, el cerebro no reconoce de manera automática lo que el ojo ve, de modo que lo obliga a detenerse y observar cada letra con atención, su forma, sus detalles. Leerlas así implica redescubrirlas, advertir de pronto que la curva de la base de la t llega tan lejos como la rayita horizontal de arriba, sorprenderse por el garbo de la colita de la g, apreciar el parecido de la b y la d, que parecen la misma solo que, precisamente, enfrentadas al espejo, y lo mismo la p y la q

 

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Se podría decir que los palíndromos son frases que pueden mirarse al espejo y seguir siendo ellas mismas. Pero en realidad no, porque para que así fuera todas tendrían que respetar la simetría sobre su eje vertical (como por ejemplo la A, la H o la V). Pero esto me hace pensar en un detalle que, creo, no se ha destacado demasiado acerca del cuento de Borges “Emma Zunz”. Y es que, escrito de una forma particular, el nombre de la protagonista es una especie de palíndromo. Es decir, también se puede leer, y escribir, al revés. Para comprobarlo, ni siquiera hace falta un espejo, sino simplemente rotar cada palabra hasta ponerla patas arriba.

 

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Un lugar más donde los textos se leen al revés: el reverso de los tejidos. Esas telas en las que, del lado que queda a la vista, todo es lindo y prolijo y cada cosa está en su lugar, pero en cuya parte de atrás todo es un lío, los hilos se entrecruzan de maneras extrañas, los colores se mezclan, las formas se diluyen. Son como el negativo de las fotos, el lado oscuro, la parte que preferimos no ver. Nos gusta quedarnos con lo bonito.

Pero sabemos que para que haya un lado lindo tiene que haber un lado feo. De hecho, el lado lindo se sostiene sobre el lado feo. Las letras correctas deben su existencia a las letras al revés. Al revés de la trama, esa expresión que es literal cuando se habla de tejidos y que, convertida en metáfora, alude a cómo se construyen los relatos, qué recursos se emplean, cuáles son los engranajes que sostienen y hacen funcionar una estructura narrativa.

Dado que la realidad en que vivimos se construye a partir de relatos, se me ocurre que debiéramos (este párrafo no carece de connotaciones políticas) adiestrarnos en la lectura de los textos que se nos presentan al revés. Animarnos, aunque cueste, a leer las letras invertidas —como las de la página 518 de mi ejemplar de las memorias de García Márquez— sin valernos de espejo alguno, y redescubrir así la forma en que están dibujadas, reaprender cómo están hechas, volver a preguntarnos qué quieren decir. Comprender el reverso de los tejidos, la trastienda, el “cómo se hizo”. Quizá, quién sabe, se derive de ahí ese interés un poco atávico por los sellos y los tipos de las imprentas o las máquinas de escribir: de la sensación de que, como los personajes de El resplandor con el famoso Redrum, también vamos a entender el mundo más y mejor si somos capaces de leer al revés.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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