Aunque no era muy dado a las entrevistas, Cormac McCarthy explicó alguna vez que la intención de su novela posapocalíptica La carretera –ganadora del Premio Pulitzer en 2007 y convertida en un clásico inmediato– era imaginar cómo la humanidad lograba “acarrear el fuego” después del fin del mundo. El origen de la historia fue íntimo: McCarthy la escribió pensando en su hijo pequeño, y en cómo protegerlo en un planeta devastado. A pesar de su capacidad para retratar el costado más brutal de la condición humana –como en Meridiano de sangre–, McCarthy otorgó a La carretera un corazón tierno. Su retrato de un padre y un hijo avanzando por paisajes cenicientos deja abierta la posibilidad de que la humanidad haya sido víctima, y no culpable, de su propio final.
En su valiosa nueva novela What we can know (2025), Ian McEwan no concede ese consuelo: aquí no hay duda de quién borró el futuro. Como hizo en Expiación (2001), su obra más conocida, McEwan despliega de nuevo su talento narrativo en dos líneas de tiempo. Una, situada en el presente, sigue la historia de una pareja del mundo literario: Francis Blundy, un célebre poeta inglés –algunos lectores verán ecos de Philip Larkin; a mí me remitió de inmediato a Ted Hughes– y su esposa Vivien, también mujer de letras, con ambiciones propias. El poeta escribe para Vivien una corona memorable que recita, como regalo de cumpleaños, en una fiesta íntima con amigos. El poema se convierte en leyenda no solo porque la única copia desaparece, sino también por la intensidad de su evocación de un mundo perdido, un eco conmovedor que recorre toda la novela.
La segunda línea temporal ocurre en un mundo posapocalíptico, donde la población del planeta se ha reducido a la mitad tras catástrofes ecológicas, decisiones políticas irracionales y una inteligencia artificial desbocada. El resultado es un mundo aislado, condenado al retroceso tecnológico, donde mucho se ha perdido. Es un planeta disminuido, pero también más sabio, con un sentido lúcido de la fragilidad de la vida y de la belleza de una naturaleza que reverdece. Esta es una constante de la literatura posapocalíptica, desde La peste escarlata de Jack London (1912) hasta Estación Once de Emily St. John Mandel (2014): la constatación de que la destrucción abre paso tanto a la barbarie como a la posibilidad de redescubrir lo esencial.
El protagonista de esa segunda trama es Thomas, un historiador obsesionado con hallar el poema perdido y con reconstruir, sobre todo, la vida de Vivien. Ella emerge como la verdadera protagonista: una figura femenina compleja, cuya voz resuena desde el pasado como símbolo de libertad, pero también de venganza. Desde ese futuro, Thomas observa con nostalgia nuestro tiempo: la vitalidad desordenada, los excesos y la belleza natural que ya no existe. En sus palabras hay fascinación, pero también reproche.
“Qué música, qué arte de mal gusto, qué excesos salvajes y qué sentido del humor: gente volando tres mil kilómetros para unas vacaciones de una semana; edificios que alcanzaban la base de las nubes; arrasando bosques milenarios para fabricar papel con el que limpiarse el trasero”, dice Thomas. “Eran grandes y valientes, magníficos eruditos y científicos, músicos, actores y atletas, y también eran unos idiotas que lo echaron todo a perder” (las traducciones son mías).
El eco es evidente: si McCarthy apostó por la ternura paternal frente a la barbarie, McEwan escoge el desgarro ético. What we can know no es solo una novela, sino una advertencia política y moral. El mensaje se inserta en la tradición de escritores británicos como George Orwell o Aldous Huxley, que con 1984 y Un mundo feliz denunciaron el rumbo de la civilización. Aquí, McEwan habla desde nuestro presente, en un planeta que enfrenta crisis climáticas, guerras, la amenaza de la inteligencia artificial y la fragilidad de las democracias.
La novela estremece porque señala directamente a su lector: la generación que destruyó el futuro es la nuestra. Hay buenas razones para esperar que no sea la última obra de McEwan, pero si lo fuera, su mensaje es imposible de eludir. El mundo que conocemos, con toda su belleza y su exceso, puede desvanecerse en un instante. O quizá nuestra inmolación sea el último acto de libertad que nos quede. ~