Nos acostumbramos a lo que tenemos siempre delante y llegamos a no verlo −por sacar una moraleja−. Pero ahora me he fijado en las cosas de todo tipo que se me han ido acumulando en las estanterías, en el hueco que dejan los libros, así que las pongo aquí en una lista, no sé muy bien con qué ánimo. Quizá pueda deducirse algo al final del inventario.
Una caja china de laca negra con el dibujo de una flor roja, llena de hilos de colores que sirvió de costurero muchos años en la casa que se vendía y de la que me la llevé cuando la vaciamos. Casi nunca la abro, pero cuando tengo un botón suelto disfruto cosiéndolo.
Dos figurillas antropomorfas de madera ligera, creo que de balsa, una más grande y otra más pequeña, de expresión alucinada, con los ojos, las cejas y el pelo pintados de negro y una especie de camiseta naranja, con los brazos cortados antes del codo y sin piernas. Al darles la vuelta, en la base, el que las hizo firma en mayúsculas: Aberaldo. Ilha do Ferro. Al. Al corresponde a Alagoas, el estado brasileño donde vive Aberaldo, por lo que supe al rastrearlo en internet después de comprarlas en el Rastro en una operación que me dejó muy orgullosa pues me decidí a regatear y me las llevé por la mitad de lo que me pedían.
Una postal de la Virgen que hay en la torre de Lupton, en Eton, muy seria y con los ojos de un azul casi transparente, como de hipnotizadora. El pelo le cae en tirabuzones dorados. La sostienen seis ángeles con las alas también doradas. La compré un día que me llevó G a Eton. Me sorprendió que los parterres estuvieran llenos de mochilas, llenas de libros, abandonadas por los estudiantes, que por lo visto las dejaban caer allí donde se encontrasen, en el mismo momento en que empezaban a resultarles pesadas, a pesar de que todo el mundo sabe cuánto llueve en Inglaterra. Fuimos y volvimos en tren, y también recuerdo como una imagen impactante la compañera de viaje que venía en el asiento de enfrente, que iba comiendo muslos de pollo rebozados fríos directamente de la caja del supermercado, mientras al otro lado de la ventanilla relucía dorado el castillo de Windsor sobre un verde esplendoroso, si es que es posible ese punto de vista desde las vías y no lo he inventado.
Un ejemplar facsímil, del tamaño aproximado de una caja de cerillas, de un cuento de Calleja de ambiente oriental que leí muchas veces en mi infancia, en una edición anterior, y que volví a encontrar años después en una colección de kiosco, titulado Khan Kilin Kon Kun, una serie de palabras que para mí tiene las resonancias de un abracadabra.
Una foto de colores muy vivos en que aparecemos B y yo mirando a cámara, pintadas como para una representación de Turandot, sentadas sobre un sofá cubierto de todo tipo de sedas de aguas y hasta un mantón de Manila, que nos hicimos durante una sesión con A en la facultad, en unas salas del sótano tan desangeladas y sórdidas como brillante era la decoración y el vestuario que habíamos llevado.
Un vasito de té chino, de fabricación industrial, lo que en parte se distingue porque la ilustración de pagodas que lo adorna no acaba de coincidir cuando lo haces girar entero. Miro dentro y encuentro una alcayata y el papelillo de una galleta de la suerte, con el mensaje escrito en seis idiomas. Por ejemplo en alemán dice “Repariere nicht, was nicht kaput ist”. Además el fondo está cubierto de cera seca: dejé consumirse dentro una vela muy fina que le compré en el mercado central de Vilna a una señora que vendía toda clase de productos de apicultura. Eso me recuerda que tengo en la despensa un paquetito con unas intrigantes cápsulas oscuras cuyas prodigiosas propiedades no me he atrevido a probar.
Una pieza de alfarería que se puede destapar y es como una cajita, que me trajo E de regalo una vez que vino a verme por sorpresa viajando toda la noche en autobús, que había hecho su padre y que ha sido el detonante de este inventario, porque al cogerla después de mucho tiempo y al ver la graciosa voluta con que está rematada y el juego de cristales de bonitos tonos de azul, un poco griegos, que tiene al fondo, me ha hecho preguntarme cómo se habría colocado todo antes de cocerla y en consecuencia, como dos cerezas, fijarme en todas las demás cosas que también estaban en las estanterías, y que de algún modo habrán llegado allí.
La figura esmaltada de un señor chino en cuclillas, con moño y perilla canosos, al que ya le faltaba un brazo cuando J me la regaló porque al encontrarla mientras hacía orden en su taller le había hecho pensar en uno de los personajes de un cuento mío, que también era liliputiense. Esta figura debe de representar a un pescador, pues la mano que le queda la tiene cerrada y le cabría una pajita, una caña en miniatura, pero ahora blande la pluma verdadera de un pájaro que es más grande que él.
Una postal que me mandó A desde Siena (“donde la elegancia de los señores se remota al 1300”, escribe) y en la que se ve un detalle, en concreto al caballero y su montura cubiertos por telas amarillas con adornos de rombos negros, del fresco que representa a Guido Riccio da Fogliano en el sitio de Montemassi, que se puede ver en el Palacio Comunal de Siena y del cual encontré otra reproducción, hace poco al abrir un libro al azar, que me sorprendió por lo distintos que eran sus colores de los de la postal, que para mí, por supuesto, son los originales.
Un pequeño frasco de cristal con cuatro capuchoncillos de eucalipto, recogidos del rincón de un jardín al que sabía que no iba a volver pero cuyo olor quería tener siempre a mano. Hace ya tiempo que me he dado cuenta, cada vez que lo abro y hundo la nariz dentro, de que el olor ha ido perdiendo intensidad y lo que es peor, hasta se ha distorsionado, pero eso lo sé al compararlo con el de mi cerebro, con lo cual sé que ahí están bien guardados olor, eucalipto, rincón y jardín.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).