Mientras tanto, a cinco kilómetros, en el aparcamiento del pantano, si alguien se hubiese acercado al único coche que estaba aparcado en la pequeña extensión que los fines de semana soleados se llenaba de familias y excursionistas, habría podido distinguir a un hombre pasando las páginas de una revista, tan parsimoniosamente como si hubiera estado haciendo tiempo para la cena en el porche de un balneario. La pequeña luz del techo apenas iluminaba el interior del vehículo. El hombre se detuvo en una de las páginas y al cabo de unos segundos comenzó a leer en voz alta: “En algunas religiones, el tiempo es venerado como una segunda fuerza creativa”. Unos golpes en la ventanilla interrumpieron la prometedora lectura. El hombre miró a su izquierda y bajó la ventanilla. Un viejecito asombrosamente pequeño esperaba con ansiedad que el cristal acabase de bajarse, de modo que no hubiese separación entre los dos. Estaba empapado. Llevaba las gafas puestas.
-Me he ido de casa.
El hombre dejó la revista en lo alto de una pila de seis o siete en el asiento del copiloto, las cogió todas y con una contorsión las depositó en el asiento trasero. Le hizo un gesto al viejo, que rodeó el coche y prácticamente tuvo que trepar para sentarse a su lado.
-Dígame dónde vive.
-No.
-¿Quiere decirme cómo se llama?
-No.
-Pues yo tampoco. ¿Quiere que encienda la radio?
-Vale.
Sonaba música clásica, el primer movimiento del concierto K.622 de Mozart, que los dos ocupantes del coche conocían y tararearon con gusto, con una compenetración tan sorprendente como natural. Ojalá pudiéramos saber adónde les llevaba la alegre y saltarina melodía a cada uno de los dos. Si abriéramos su cabeza, ¿qué escena nos ofrecería? Como si fuera un cuadro de El Bosco, veríamos a uno tocando, a otro asistiendo a un ballet. O tal vez cocinando con el concierto de fondo. Al llegar al clímax, los dos se echaron a reír, no de nerviosismo, sino de felicidad. La voz del locutor arrancó a dar datos sobre la pieza y la interpretación y el viejo apagó la radio con determinación y confianza, como si la radio y el coche fueran suyos.
-¿Quiere que le lleve a algún sitio?
-No se me ocurre nada. ¿Tiene prisa?
-Ninguna. En algunas religiones, el tiempo es venerado como una segunda fuerza creativa.
-Por supuesto.
El conductor arrancó el coche y condujo hasta un mirador desde el que se veía la torrecilla de la Iglesia del siglo XVI que había quedado anegada por el pantano. La cupulilla como un gracioso gorro, los dos arcos como ojos, una cara sin boca. No se ven las campanas de la torre, no se ve nada más de esa iglesia, que miraban un poco embobados los dos.
Entonces, el conductor fue hasta el maletero del coche y en menos de un minuto improvisó una merienda: nueces, un poco de queso, agua fresca y uvas.
-Uvas con queso saben a beso.
-Tenía mucha sed, pero no lo he sabido hasta ver el agua. Muchas gracias.
-¿Hay algún sitio al que quiera ir? –preguntó el conductor –. Puede acompañarme adonde voy, pero tendrá que decirme su nombre, para poder presentarlo.
-Se me ocurre algo mejor. Iremos juntos hasta ese sitio tan misterioso, que usted busca evitar como sea y al que a la vez está deseando llegar, y en el momento adecuado les haré una revelación que los dejará asombrados tanto a sus amigos como a usted.
No parecía que hubiese mucho que añadir y además, ¿quién habría abandonado en el mirador a un viejo indefenso en una noche como aquella? El coche arrancó y dejaron atrás el corazón de la tormenta, la iglesia sumergida, las cáscaras de las nueces y los fantasmas del pasado, renuentes a desaparecer en el agua oscura que tantos secretos se había tragado.
Margarita rellenó las copas de Cristopher y de Oliver antes de apurar la botella en la suya propia. Había estado rico ese vinillo del Valais que le habían traído, y habían hecho muy bien en bebérselo los tres solos sin esperar a que hubiesen llegado los demás. La levedad del vino le hizo echar de menos otro sabor, en contraste.
-Cristopher, ¿te atreverías a ir a la despensa a por unos pepinillos?
Cristopher atisbó por la ventana y vio que, al menos momentáneamente, había parado de llover. Con mucha delicadeza cogió al perro que dormitaba en su regazo y lo trasladó a un montoncillo de trapos en la silla de al lado. Mientras se levantaba dedicó a su novio y a su madre una sonrisa que quería decir algo así como “tranquilos, podéis contar conmigo”. Salió al jardín. Oliver y Margarita se miraron y se quedaron unos instantes en silencio.
-Desde que estoy con Cristopher no he vuelto a sentirme desesperado ni una sola vez. Yo antes era muy atormentado, cada poco tiempo padecía crisis existenciales que dejaban mi vida patas arriba, pero desde que lo conocí a él siento que voy conduciendo en quinta por la autopista del sosiego. A veces me pregunto si querrá decir que ya me da igual todo y que estoy muerto por dentro. Pero la verdad es que me da igual.
Bebieron a la vez, breves sorbos. Margarita sonrió. Le gustaba saber que su hijo podía ser tan buena influencia, y de Oliver le gustaba que se diese cuenta de ello. Desde pequeño, Cristopher se había comportado con aplomo y pragmatismo, sin que eso le restase encanto. Como sus hijos eran cuatro, Margarita se había entretenido algunas veces en pensar en ellos como en grupos de cuatro elementos, y en asociar con cada niño sus características. Por ejemplo, los cuatro evangelistas, los cuatro puntos cardinales, los cuatro mosqueteros, los cuatro Beatles. El grupo que más juego le había dado había sido el de las cuatro estaciones. Y para ella Cristopher era sin duda el otoño, con sus tonos cálidos y por la idea de madurez alcanzada con orden que ofrece, serenamente y por doquier, los frutos madurados por el calor. Y además porque inspiraba unas ganas irresistibles de ir volviendo a casa.
-Te entiendo, Oliver. Cristopher hace sentir muy bien a los demás. Pero espero que no se te escape que es una persona llena de matices, y muy capaz de dar sorpresas.