Samuel llegó a la puerta de la casa de su madre acompañado del viejillo huido que había recogido en el pantano. ¿Primavera? Invierno seguro que no, quizá Aramis, este, san Mateo. Margarita no estaba pensando en eso, sino preguntándose si Christopher habría dado con los pepinillos o se estaría entreteniendo por allí abajo. Samuel estaba plantado delante de la puerta de la casa de su madre, a punto de tocar el timbre, esperando que su acompañante le dijera su nombre. El viejo, por su parte, estaba callado como una tumba. Eso sí, había improvisado un ramillete con hojas de las revistas que Samuel llevaba en el coche. Samuel miró al viejo, el viejo miró a Samuel; Samuel estaba a punto de preguntarle y entonces, se abrió la puerta.
-¡Mamá! –dijo Samuel.
-¡Samuel! –dijo Margarita.
-¡Margarita! –dijo el viejo.
Christopher llegó con el bote de pepinillos, traía también un botecillo de alcaparras. Su cara era todo sorpresa ante su propia proeza. Sonreía ya antes de haber visto a Samuel, tan alto, tan moreno siempre. Se abrazaron, Christopher aún libre del asombro de su hermano al descubrir que su madre conocía al viejo al que había recogido en el aparcamiento del pantano.
-Me he ido de casa, Margarita –dijo el viejo con una carcajada.
-¿Lo conoces? –se preguntaron el uno al otro Margarita y Samuel.
-No –dijo el viejo–. Tu hijo no me conoce, Margarita, ni siquiera sabe mi nombre.
-Eusebio –dijo Margarita.
-Pero yo sí conozco a tu madre, Samuel, de antes de que nacieras tú. Tu madre y yo tocábamos en la banda municipal.
-¡Misterio resuelto!
-Los misterios nunca se resuelven, Samuel, y está bien que así sea –dijo el viejo–. No sabemos qué me hizo golpear en tu ventanilla precisamente, ni a ti abrirme, etcétera, etcétera. Me queda además una revelación por hacer, como te prometí.
-¿Tenéis hambre? –dijo Oliver desde detrás de Margarita.
A eso siguieron las presentaciones y más comida y bebida y todo el ritual celebratorio.
-¿Diríais que la avena es valiente? –preguntó Samuel–. Lo he leído en un libro, que la avena es valiente parece un buen verso pero no lo es. Y que se dice eso porque la avena crece en la peor tierra.
Empezó a llegar una música, que los comensales aún no escuchaban, la tapaban sus risas y sus conversaciones y su cháchara. En medio del barullo, solo Oliver prestó atención a la historia que, a cuenta de la cuestionada gramínea, se lanzó a contar Eusebio, sentado a su lado. Según una leyenda ligur, avena, avena y más avena es lo que daba de comer Eva a sus hijos Caín y Abel. La palabra “avena” procedería de la unión de los nombres de los padres de todos, Adán y Eva, leídos al revés: AVENADA, y habría perdido la última sílaba en la accidentada transmisión a lo largo de las generaciones. Y había que ver una cierta justicia poética en que fuera el nombre del padre el menoscabado, ya que, siempre según la leyenda, era el que con más irregularidad había contribuido a la nutrición cotidiana de su estirpe.
-La asociación de esa noción de “mala tierra” con la de la criminal simiente de Caín ha acabado de darle esa fama a la avena –remató Eusebio con un guiño de dudosa interpretación.
En ese momento dos fuertes palmadas llamaron la atención de todos. Margarita, el perro, Cristopher, Oliver, Samuel y Eusebio –¡recapitulemos!– se callaron de golpe y se giraron hacia la puerta. Allí estaba Iván, el querido Iván, con los pantalones rotos por las rodillas, con el sudor cayendo entre los rubiascos cabellos cada vez más ralos, inconfundible, ruidoso como siempre, pero hoy acompañado por dos adolescentes, una chica y un chico, que en cuanto se aseguraron la atención de toda la concurrencia siguieron tocando, respectivamente, la armónica y el arpa de boca, por cierto con bastante talento. Quizá era su forma de saludar. Mientras interpretaban la breve tonada, Iván permaneció con los ojos en blanco. Por fin se hizo el silencio e Iván pudo redirigir la escena. Con aire de hartazgo, como cumpliendo un peaje latoso antes de incorporarse a la fiesta, afeó a Margarita y los demás que no les hubiesen esperado, si no para empezar a cenar, al menos para alcanzar ese estado confraternizador. A los chicos les dijo: “la abuela, los tíos, ¡Eusebio!, y ese perro no sé cómo se llama”, y a todos esos les dijo: “mis hijos, Lili y Vladimir”. Entonces se sentó a la mesa y Lili y Vladimir lo imitaron, tocando otra vez algunas notas cuando estuvieron cómodos.
-Si el perro no tiene nombre me gustaría darle uno –dijo Lili.
-Claro que tiene nombre, querida, pero puedes darle el que quieras y veamos si le gusta –dijo Margarita.
-Déjame que lo vea bien –pidió Lili.
-Debería llamarse Mistetas –dijo Vladimir.
-¿Aún se cuenta ese chiste? –preguntó Eusebio.
-Es un perro pequeño, así que no puede llevar un nombre grandilocuente, porque eso lo condenaría a la ironía. Tiene una cara de lo más simpática, así que el nombre tiene que ser acorde pero sin subrayar. Los nombres de los animales tienen que ser cortos para que los reconozcan, pero como él ya tiene uno, quizá su segundo nombre pueda ser largo, como de noble. Pero no te haré eso, mi lindo Anton.
-Anton no puede ser su segundo nombre, Lili –dijo Margarita–. ¡Ya es su primer nombre!
-Como Chéjov.
-Se lo puse por Dvořák.
-El segundo movimiento de la novena sinfonía –dijo Eusebio.
Vladimir dio un par de piruetas antes de llegar hasta su abuela, su querida abuela Margarita, y la sacó a bailar. Así en silencio bailaron abuela y nieto un rato, hasta que el sonido de una botella de champán lo llenó todo. Nadie se asustó, abuela y nieto saludaron con una discreta reverencia y Lili achuchó al perro como si fuera un peluche. El animal se dejó hacer y selló la ceremonia con un lametazo.
Si este cuentecillo lleva por título ‘Los cuatro hijos de Margarita Fondebrider’ y han aparecido tres, a saber –recapitulemos de nuevo–, Christopher/Cristopher, Samuel e Iván, nos falta por conocer uno. Nos queda también por descubrir la revelación de Eusebio. Quedarán otros misterios por resolver porque Eusebio tiene razón: es mejor no revelarlos todos. Pero mientras, dejemos que Margarita, tres de sus hijos, dos de sus nietos, Anton y Eusebio sigan bebiendo. La noche ha caído ya.
… continuará.