Ilustración: León Braojos

Los grandes merecimientos de Alfonso Reyes

Podría pensarse que no existen inquietudes intelectuales tan distintas como las de Reyes y León-Portilla. Sin embargo, sus notables trayectorias tienen más de un punto en común.
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Comenzaré agradeciendo a El Colegio de México el otorgamiento del Premio Alfonso Reyes en su edición de 2015. Quienes conocen, y desde luego son muchos, lo que fue la persona y la obra de don Alfonso podrán apreciar la grande significación cultural de este premio.

Al aceptarlo y agradecerlo, tengo un escrúpulo que quiero confesar a ustedes. Ya en otra ocasión he recibido otro premio que ostenta el nombre de Alfonso Reyes. En ese caso, hace quince años, me lo concedió la Sociedad Alfonsina Internacional, con el apoyo del Instituto Tecnológico de Monterrey. He sido aquí recipiendario nada menos que de dos premios que ostentan el nombre de Alfonso Reyes. Pero mi escrúpulo se deriva del universo de intereses culturales que se presentan entre don Alfonso y yo mismo. Él fue hombre polifacético, diplomático que sirvió a México a carta cabal, sobre todo en Francia, España, Argentina y Brasil. Fue también fundador de instituciones. Su actuación en El Colegio de México fue decisiva. A partir de su creación como escenario de un nuevo encuentro entre mexicanos y españoles, muy fecunda fue para él la llegada de los maestros que aportó el exilio español. Y también Alfonso Reyes fue escritor infatigable que cultivó casi todos los géneros literarios y sobresalió como helenista que se propuso enriquecer a México con aportaciones en torno al gran legado de los griegos.

A la luz de todo esto, me pregunto: ¿qué tengo yo en mi trayectoria cultural que pueda ponerse en parangón con la de don Alfonso? Como ustedes saben, he caminado por otros senderos. Ello me lleva a preguntarme: ¿por qué el correspondiente jurado me otorgó este premio? ¿Fue tan solo su generosidad? A mi parecer la sola generosidad no justifica el otorgamiento de un premio como este. Entonces, ¿qué fue lo que los motivó?

Hurgaré un poco en los porqués del otorgamiento de este premio. Mi interés principal ha estado en torno a los pueblos indígenas, hoy llamados originarios, que han vivido en México durante no pocos milenios. Me he acercado sobre todo a su historia, su literatura y su pensamiento y, siguiendo el consejo de uno de mis grandes maestros, el doctor Manuel Gamio, he trabajado también en favor de los descendientes contemporáneos de esos pueblos. Una muestra de esto daré al menos: con ellos he luchado por la creación de una casa de escritores y lenguas indígenas. Y con su participación, tal vez para escándalo de algunos, he insistido en la justicia de sus reclamos de autonomía y otros derechos.

¿Existe algún paralelismo entre estos estudios y los que cultivó y enriqueció don Alfonso en el ámbito de los que otro gran maestro mío, Ángel María Garibay, llamó los clásicos inmortales de Grecia y Roma?

Recordaré aquí el interés por el universo cultural helénico que estuvo presente en mí desde mi juventud. Ello me indujo ya a admirar a Alfonso Reyes y sus aportaciones desde entonces.

Cuando en fecha ya lejana, en 1961, ingresé en la Academia Mexicana de la Lengua, Ángel María Garibay, al responder a mi discurso, expresó, entre otras cosas, que siendo yo muy joven me había acercado a esos clásicos inmortales en sus propias lenguas, el latín y el griego. Efectivamente. Estudiando con los jesuitas en Loyola University de Los Ángeles, California, ahondé en esos clásicos y tuve desde entonces noticia de los trabajos que en México llevaba a cabo don Alfonso Reyes. Pido perdón por hablar acerca de mí mismo, pues recordaré también otro testimonio: en nuestra Facultad de Filosofía y Letras de la unam, se publicaba en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado una revista en verdad meritoria, Filosofía y Letras. En ella escribían, entre otros, el propio Alfonso Reyes, Agustín Yáñez, Antonio Gómez Robledo, Ángel María Garibay, Justino Fernández, Edmundo O’Gorman, José Gaos, Eduardo Nicol, Ramón Xirau y otros grandes maestros de aquellos tiempos. Ahí publiqué en 1954 un artículo titulado “El origen de la metafísica”, basado precisamente en el análisis de un buen número de textos de los filósofos griegos, desde algunos presocráticos hasta Platón y Aristóteles. Fue, por así decirlo, una etapa relacionada con los clásicos grecolatinos en la que admiraba ya a Alfonso Reyes. Y añadiré tan solo que ese prolongado acercamiento a la literatura griega en su propia lengua me ayudó mucho en mi ulterior empeño de estudiar, traducir y analizar los textos en lengua náhuatl. Ambas tareas me resultaron, en varios aspectos, afines.

Pienso ahora que la generosidad del jurado que me otorgó este premio implicó además una valoración. Así, con todo lo grande y valioso que es un acercamiento al legado grecolatino, no por ello han tenido como insignificante el que nos conduce a ese otro legado que es también nuestro, entrañable y valioso, al que calificaré de “humanismo indígena mesoamericano”. Al jurado que me otorgó el premio expreso por ello mi reconocimiento.

Atenderé ahora más directamente a la persona y la obra de don Alfonso. Ya en 1909 mostró él destellos de lo que sería su vida. Fue entonces cuando, junto con otros amigos, los cuales todos llegaron más tarde a sobresalir en la vida cultural de México, fundó el Ateneo de la Juventud. Bastará con recordar algunos de sus nombres: Antonio Caso, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña y Julio Torri.

Tenía él tan solo veinticinco años cuando, con el corazón aún herido por la trágica muerte de su padre, el general Bernardo Reyes, se trasladó a Francia, donde aceptó el nombramiento de segundo secretario en la embajada de México en aquel país. No mucho después, pasando a España, entró de lleno en la vida académica madrileña. Una muestra la tenemos en su colaboración en los trabajos de don Ramón Menéndez Pidal. En España llegó a ser encargado de negocios. Un texto escribió entonces que sigue llamando la atención acerca nada menos que del pasado indígena de México. La verdad no sé si en la muy copiosa producción literaria de don Alfonso el pasado indígena de nuestro país volvió a ser objeto de su atención directa. El texto al que me refiero lo intituló “Visión de Anáhuac (1519)”. Más que interesante sería hurgar por qué fueron precisamente la historia y la literatura aztecas o mexicas las que en ese momento cautivaron su atención. Dejaré esto a una posible indagación que incluso la psicología podría auxiliar a esclarecer. El hecho es que el joven Alfonso Reyes, con gala de erudición y deslumbrante prosa, citando allí al cronista italiano Giovanni Battista Ramusio en su Delle navigationi et viaggi y por supuesto también a Bernal Díaz, Hernán Cortés y Francisco López de Gómara, conduce a sus lectores por cuanto a su parecer había de maravilloso en el altiplano central de México, al que califica “región, la más transparente del aire”. En las páginas que escribió recuerda lo que era la pasmosamente abundante flora y fauna del país, las costumbres de sus habitantes, el esplendor de sus fiestas y, en suma, la grandeza del que se ha llamado el imperio de Moctezuma. Y no se detuvo ahí el joven Alfonso. En la última parte de ese texto cita y analiza un testimonio literario al que solo pudo acercarse, en deficiente versión del náhuatl, pero que reflejaba de algún modo los destellos de la antigua literatura indígena. El joven Alfonso no lo dijo pero hoy sabemos que ese poema o canto es el primero que se incluye en el manuscrito náhuatl titulado Cantares mexicanos que se conserva en el Fondo Reservado de nuestra Biblioteca Nacional. Por feliz coincidencia tengo el hecho de que acabamos de publicar ese poema, y todos los otros que se incluyen en el manuscrito citado, con paleografía, versión española y notas, gracias al Instituto de Investigaciones Históricas de nuestra universidad. Tres fuimos los que llevamos a cabo esa tarea, yo mismo y dos maestros de estirpe indígena, por muchos años asiduos participantes en el Seminario de Cultura Náhuatl a mi cargo: Francisco Morales Baranda y Librado Silva Galeana, recientemente fallecido.

Cuando el joven Reyes citó ese poema se dolió de que la versión que de él tuvo a su alcance le parecía deficiente e imprecisa. Razón tenía en ello pues hubo de valerse de una versión al inglés hecha por el americanista Daniel Brinton. Este la había incluido en su libro titulado Ancient Nahuatl poetry, publicado en Filadelfia en 1890. El joven Alfonso Reyes, a pesar de las que calificaré de impurezas de esa versión española, entrevió que había ahí poesía digna de un mucho mejor rescate. De este hecho es así como la “Visión de Anáhuac” viene a constituir un vínculo del que no debemos prescindir entre Alfonso Reyes y el legado literario prehispánico en lengua náhuatl.

Ya mencioné cómo Alfonso Reyes por ese mismo tiempo se inició como diplomático de carrera. Pero en los varios años que así se desempeñó, a partir del rango de segundo secretario hasta alcanzar el de embajador plenipotenciario, don Alfonso encontró siempre tiempo para entablar amistad con los humanistas de los países en los que estuvo, Francia, España, Argentina y Brasil. Esa amistad fue perdurable.

Debemos a Alberto Enríquez Perea la publicación de numerosas cartas de Alfonso Reyes a algunos muy distinguidos académicos, entre ellos Agustín Millares Carlo, Gustavo Baz, a la sazón rector de la Universidad Nacional, Silvio Zavala, Daniel Cosío Villegas, José Gaos y a otros más. Prolífica en verdad fue la correspondencia de Alfonso Reyes, la que permite conocer con detalle no solo sus relaciones con sus múltiples destinatarios sino también las tareas que estaba realizando, como lo tocante a la “Casa de España”, apoyado siempre en las intervenciones de su amigo Daniel Cosío Villegas.

Una mención se merece en este contexto la investigadora francesa Paulette Patout, que mucha atención dedicó a la trayectoria de Alfonso Reyes. En 1972 publicó otro epistolario entre varios escritores franceses y el mismo Reyes. Fue ese libro un antecedente de otro que apareció más tarde en México de la misma autora en el que, ampliando su perspectiva, atiende a la que fue la presencia de Reyes en Francia. Ese grueso libro fue publicado por El Colegio de México con el apoyo del gobierno de Nuevo León. Pero importa subrayar que, más allá de lo que enuncia su título, en su obra abarca también lo que fueron las actuaciones del mismo Reyes en España y en América del Sur. Interesante es destacar que en su bibliografía da entrada a la serie de publicaciones de don Alfonso Reyes aparecidas en Francia.

A este conjunto de obras se ha sumado recientemente la antología editada por Javier Garciadiego, en donde reúne muestras de la producción alfonsina. Ellas abarcan géneros de su poesía y ficción, humanísticos, letras mexicanas, España y su literatura, otros europeos y, por supuesto, su afición por Grecia, la historia y la teoría literaria. Las vías para el acercamiento a la gran obra de don Alfonso Reyes están abiertas. Y debemos notar que los quehaceres diplomáticos nunca fueron obstáculo para su infatigable escribir, no ya como un hijo menor de la palabra, sino como un consumado maestro en ella. Una sola referencia haré a la magna aportación de Aurora Ocampo en su copioso Diccionario de escritores mexicanos del siglo XX. Registra ahí, en cerca de cuarenta páginas de apretada letra, los principales títulos de los libros y artículos de don Alfonso. Desde luego que me será imposible, no digo ya comentar esas valiosas aportaciones, sino siquiera ofrecer el elenco de sus títulos.

Opto ahora por fijarme en la magna empresa de don Alfonso como fundador principal de El Colegio de México y como uno de los más importantes promotores de la migración de la intelectualidad española obligada a abandonar su país debido a la Guerra Civil. Con acierto extraordinario acogió a varios de ellos en la que fue antecedente de El Colegio de México, la ya mencionada Casa de España. En ella estuvieron, entre otros, José Gaos, Agustín Millares Carlo, Enrique Díez Canedo, Juan de la Encina, Jesús Bal y Gay. También estuvieron ahí León Felipe y José Moreno Villa. Así echó él a andar este semillero de sabiduría y de trabajo que en 2015 cumple 75 de existencia.

El Colegio de México, siempre vinculado a nuestra alma mater, la Universidad Nacional Autónoma de México, llegó a ser a su vez faro y apoyo de otras instituciones, tales como los colegios que se han establecido en Michoacán, Jalisco y otros lugares.

No fue fácil para don Alfonso sacar adelante a El Colegio de México, del cual fue luego presidente. Muchas gestiones tuvo que realizar ante el gobierno mexicano, tanto para lograr la llegada de miles de españoles, como para consolidar ese nuevo foco de cultura.

Imperdonable sería no mencionar al menos los títulos de algunas obras suyas que versaron sobre lo que fue pasión en su vida, el legado clásico de Grecia: su célebre Ifigenia cruel, La crítica en la edad ateniense, La antigua retórica, Panorama de la religión griega, así como Estudios helénicos, Mitología griega y sus trabajos en torno a Homero y sus obras.

Don Alfonso no disfrutó de una vida muy larga, sus setenta años de existencia hoy nos parecen pocos. Pero en ese lapso llevó a feliz término tal cúmulo de empresas que parecería que las hubieran acometido no uno sino varios Alfonsos Reyes. Fue él uno de los fundadores de El Colegio Nacional, en el que dejó honda huella. Su presencia en la Academia Mexicana de la Lengua, en la que fungió como director, fue enriquecedora. Y también lo fue en incontables foros culturales, entre otros en las más prestigiadas universidades de América Latina, España, Francia y el resto de Europa.

Señoras y señores, repetiré una vez más que mucho me honra y alegra el premio que hoy se me concede. En él veo un reconocimiento de que las investigaciones en torno al legado cultural prehispánico, es decir, a ese tema que en su temprana juventud también atrajo la atención de Alfonso Reyes en su “Visión de Anáhuac”, bien puede parangonarse con el gran conjunto de creaciones a cuyo estudio consagró su vida, las del mundo clásico grecolatino. Este también es legado nuestro que nos llegó a través del mar Mediterráneo en su versión hispánica. México, así lo suelo repetir a mis estudiantes, es heredero de dos grandes veneros de cultura: la del mundo mediterráneo y la del mundo mesoamericano.

Este ha sido nuestro destino y por ello creo que es de primordial importancia seguir hurgando en esas raíces nuestras para que, enriquecidas, confiemos en nosotros mismos y podamos encaminarnos hacia un futuro henchido de esperanza. Y mucho es lo que en esto debemos a la persona en cuyo honor existe una Sociedad Alfonsina Internacional y también una Capilla con rica biblioteca.

En este auditorio que ostenta el nombre de Alfonso Reyes, reitero a El Colegio de México, institución entrañable para don Alfonso, mi agradecimiento por la presea que hoy me concede. Muchas, muchas gracias. ~

Palabras pronunciadas con motivo del Premio Alfonso Reyes 2015, otorgado por El Colegio de México.

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