Cuando, hace sesenta años, El Colegio Nacional inició sus actividades, lo hizo con el lema que le otorgó quien promovió su creación, el filósofo Antonio Caso. “Libertad por el saber” fueron las palabras que iban a inspirar el quehacer de sus miembros. Sobre dicho lema, dando forma al que sería escudo de la nueva institución, un águila en actitud de remontar el vuelo, diseñada por otro de sus miembros, José Clemente Orozco, simbolizó la altura de las aspiraciones que debían ser atributo de cuantos iban a laborar en esta casa.
Su misión era contribuir al enriquecimiento cultural y pleno del ser de México. Así se eligió a un grupo de investigadores y artistas cuyos continuadores ostentan hoy el honroso título de maestros eméritos de la nación. Contribuir a elevar el nivel de las distintas ramas del conocimiento en el país, como el águila que remonta el vuelo, con el saber en busca siempre de la verdad: tal fue la razón de ser de El Colegio.
Tras evocar esto, quiero formular una pregunta: Los colegiados en esta institución ¿han cumplido, durante estos sesenta años, los propósitos con los que fue creada? Y, aun cuando sea en rápido apuntamiento, quiero puntualizar en qué campos principales han inquirido y actuado ante la problemática, muchas veces aguda, de México en las últimas seis décadas.
En 1943, año de la fundación, los Aliados, y con ellos México, avizoraban ya la victoria definitiva sobre el nazifascismo. En México se experimentaban por ese tiempo intensos procesos de transformación. No pocos eran consecuencia de la Revolución consumada sólo unos cuantos años antes. El presidente Lázaro Cárdenas había hecho realidad algunos de sus principales postulados: repartición equitativa de la tierra; reivindicación nacional de los recursos del subsuelo;
vinculación de los extremos del país, fortaleciendo las comunicaciones con las penínsulas de California y Yucatán; apertura de México a miles de exiliados españoles y, en suma, un pujante nacionalismo en el que afloraba la confianza en el país, que se abría a un futuro esperanzador.
México contaba ya entonces con una pléyade de maestros cuyos trabajos se vieron estimulados con la presencia de colegas venidos con el exilio español, y también de otros que habían llegado escapando de la barbarie nazi. En tal contexto, durante el gobierno de Manuel Ávila Camacho, que sucedió al de Cárdenas, se puso en marcha El Colegio Nacional.
De sus fundadores diré, en forma rotunda, que cumplieron amplia y generosamente con su misión. Hagamos recuerdo. Antonio Caso, en diálogo con sus colegas entre ellos los venidos de más allá del océano, enriqueció el saber filosófico en México. Su hermano Alfonso fue promotor de instituciones: el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Nacional Indigenista y, como rector de la Universidad Nacional, logró dotar a ésta de una sabia Ley Orgánica hasta hoy vigente. Ignacio Chávez, hombre de pensamiento y acción, hizo realidad el Instituto Nacional de Cardiología, de reconocido prestigio mundial. Manuel Sandoval Vallarta, discípulo de Albert Einstein, implantó la física moderna en nuestro país, en tanto que Ezequiel Ordóñez hizo algo parecido en el campo de la geología, e Isaac Ochoterena en el de la biología. José Vasconcelos, que había dado nuevos cauces a la educación, prosiguió en su empeño, al igual que el también maestro y jurista Ezequiel A. Chávez. Alfonso Reyes, maestro de la palabra, enriqueció las letras en el ámbito pleno de México, España e Hispanoamérica, así como el gran poeta Enrique González Martínez, y el bien conocido novelista de la Revolución, Mariano Azuela.
El tiempo inexorable me obliga a mencionar ya tan sólo a tres grandes artistas que fueron también fundadores de El Colegio Nacional: el musicólogo y compositor Carlos Chávez y los genios de la pintura Diego Rivera y José Clemente Orozco. Pléyade de varones extraordinarios fue la de quienes fundaron El Colegio Nacional, y guiaron sus trabajos, algunos durante largos años. No es retórica decir que el México moderno sería impensable sin sus aportaciones.
De quienes han sido continuadores de esos maestros, los cerca de setenta miembros que los han sucedido, ¿qué debo decir? Imposible es hablar de lo aportado por cada uno de ellos. Me circunscribo, por tanto, a señalar las principales líneas de sus quehaceres. Han cumplido con su obligación de crear y transmitir sus conocimientos a cuantos han concurrido y siguen concurriendo a los cursos que, sobre sus distintas especialidades, imparten en la sede de El Colegio, y en otras instituciones y universidades del país y del extranjero. Existen hoy cátedras de El Colegio Nacional en prestigiosas universidades, de las que sólo mencionaré la Autónoma de Nuevo León y la de San Nicolás de Hidalgo en Michoacán. Los colegiados difunden además su saber de otras muchas formas: en libros, artículos y ensayos y, en el caso de los creadores, por medio de sus composiciones literarias, su pintura y su música.
No pocos de los cursos que se imparten en las aulas del Colegio tienen una concurrencia de varios centenares de personas. Recordaré también que, en buen número de casos, los colegiados han invitado a distinguidos investigadores y maestros de otras instituciones mexicanas y extranjeras, entre ellos a algunos premios Nobel. En el diálogo de los colegiados con esos maestros se han dado a conocer avances recientes en la ciencia y también aportaciones relacionadas con las corrientes filosóficas, históricas y literarias. Esto ha contribuido a una actualización, a nivel profesional y también de difusión, de avanzados desarrollos en diversos campos del saber.
El Colegio Nacional se vale hoy de los más modernos medios de comunicación, para hacer llegar conocimientos y posibles respuestas a los problemas nacionales a centenares y miles de mujeres y hombres. Esto lo logra a través de artículos en los periódicos, conferencias radiofónicas y televisadas, por el camino del internet y, también, sirviéndose de transmisiones interactivas, que han llegado a diversos lugares del país y del extranjero, a Estados Unidos, el Canadá y algunos países europeos.
Entre los miembros de El Colegio hay no pocos que, sin descuidar sus obligaciones en él, se han desempeñado como rectores universitarios, secretarios de Estado, embajadores y aun como intermediarios en conflictos estudiantiles y de otras índoles. Sus empeños les han ganado numerosos reconocimientos nacionales y extranjeros. Entre ellos sobresalen tres premios Nobel de la Paz, para Alfonso García Robles; de literatura, para Octavio Paz, y de ciencias, para Mario Molina. La gran mayoría, si no es que la totalidad de los colegiados, ha recibido el Premio Nacional en sus correspondientes disciplinas, y pertenece al Sistema Nacional de Investigadores o al de Creadores. También han sido galardonados con numerosos doctorados honoris causa de universidades de México y el extranjero. Premios ilustres, como el Príncipe de Asturias, el Menéndez Pelayo, el Cervantes y otros, han sido frecuentes entre los miembros de esta institución.
¿Es mi propósito, al recordar todo esto, entonar un canto de gloria con elogios y ponderaciones? No. Y puesto que no lo es, otra cosa es la que busco con esta recordación. Expresándola en pocas palabras, quiero responder a la pregunta que me plantée al principio. Los colegiados han trabajado en los campos de su especialidad atentos a la problemática de México. Su acción ha abarcado varias ramas de la ciencia: matemáticas, física, astronomía, biología, bioquímica, psicología y otras. También se ha centrado en las humanidades, en pesquisas y reafirmación de las raíces culturales de México, hurgando en su historia y sus problemas contemporáneos. Otras áreas del saber, de vital importancia, son atendidas también en El Colegio, como es el caso de la economía y la educación. Finalmente, la literatura en todas sus expresiones, la pintura y la música están igualmente presentes en esta casa en que se busca la verdad por el saber.
Aquí se han debatido temas de interés prioritario en el contexto nacional. Se han expuesto y discutido cuestiones relativas a la educación, como clave para la transformación de nuestro país. También se ha fijado la atención en la economía y el abatimiento de la pobreza y la miseria. La salud, la alimentación, la vivienda, contempladas como derechos básicos de los mexicanos, han sido objeto de consideración, traducida en propuestas concretas. En fin, sólo mencionaré ya la permanente apertura de El Colegio a la creación cultural en múltiples formas, entre otras ahondando en el gran legado arqueológico, artístico, histórico y literario de México, sin descuidar lo que concierne a los descendientes de los pueblos originarios, es decir los millones de indígenas. De lo alcanzado en simposios y otras diversas formas de presentación sobre estos temas queda amplia constancia en diversas obras, como las Memorias de El Colegio Nacional, libros, artículos y grabaciones radiofónicas y televisivas.
Al llegar la vida de El Colegio a sus primeros sesenta años, me parece que podemos afirmar que su existencia no ha sido en vano. Mucho es lo que El Colegio Nacional, dotado ya de una espléndida sede, debe a México, su pueblo y gobierno. Pero, creo que no seré tachado de falaz o arrogante si me atrevo a manifestar que El Colegio y sus miembros nos hemos esforzado por corresponder a la confianza puesta en nosotros en dedicación plena al trabajo y al servicio.
Con un deseo, que confío que todos habremos de compartir, pondré fin a estas palabras. Ojalá que los miembros de El Colegio Nacional prosigamos, siempre atentos a la realidad nacional, remontando el vuelo como el águila de nuestro escudo y siendo coherentes con el lema que ostenta, sabio aforismo de perenne validez: lograr “la libertad por el saber”. ~
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