Foto: Fred Fehl, Dominio público, via Wikimedia Commons

Mejor desvarío que sensatez

Las grandes novelas no son las que abonan nuestros arraigados puntos de vista, no las que denuncian lo que ya sabemos que está mal, sino las que nos retuercen las ideas y nos hablan de lo que no es correcto hablar.
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La novela Sanin, del ruso Mijaíl Artsibáshev, causó escándalo cuando se publicó en 1907 por ciertas escenas sexuales y fue prohibida en diversos países. Al mismo tiempo, fueron esas escenas las que procuraron el interés de lectores y editores. Tal erotismo centenario tiene hoy poca capacidad de emocionar o espantar al lector, y entonces se puede prestar atención a cuestiones más relevantes en la historia; por ejemplo, el suicidio, pues son tres hombres que se quitan la vida en las páginas de la novela, y Sanin, el protagonista, tiene algo o mucho que ver con cada uno.

Hay un tal Soloveichik que halla poco sentido a la vida. Cuando le abre su corazón a Sanin, éste le dice: “Quizás es mejor morir. No tiene caso sufrir, y nadie vive para siempre. Es necesario que vivan solo los que encuentran placer en la vida. Y es mejor que mueran los que sufren”. Soloveichik asiente, pero está espantado. “Eres hombre muerto”, remata Sanin, “y tal vez el mejor sitio para un muerto es la tumba. Hasta nunca… hasta nunca”.

Soloveichik va por una cuerda y se cuelga.

Ideas, situaciones, diálogos y argumentos son más extensos y profundos de lo que puedo escribir aquí; lo que quiero hacer notar es que una novela puede y debe hablar de muchos temas que la cotidianidad no permite. Imaginemos que el sicólogo de la sección emocional de alguna revista aconseja a un desconsolado joven que se tire de un sexto piso.

Del sicólogo se espera, se exige, el lugar común.

Sabemos que Las cuitas o tribulaciones o penas o sufrimientos del joven Werther causaron un racimo de suicidios sin que por eso se hubiese de censurar a Goethe.

Hallo otros ejemplos en mi estante ruso. Andreyev escribió textos que hoy serían condenados por “enaltecer el terrorismo”. En Los siete ahorcados o La niebla tiene personajes que buscan asesinar a algún político, volarlo en pedazos con una bomba, y los terroristas se muestran moralmente superiores a sus pretendidas víctimas. En el relato de La niebla, publicado a principios del siglo veinte, el terrorista se refugia en un prostíbulo, y escandalizó más la relación del protagonista con la prostituta que sus implicaciones políticas.

Y es que en aquellos tiempos sin democracia no se valoraba la paz y hermandad por sobre todas las cosas y prevalecían las ideas de muchos pensadores que justificaban el asesinato de tiranos. ¿No era la política heredera de Maquiavelo?

Quien quizás habló más abiertamente de este tema fue Juan de Mariana en su libro Del rey y de la institución real, de 1599. “Hay que considerar que en todos los tiempos ha merecido gran loa cualquiera que haya atentado contra la vida de los tiranos”. Jesuita, al fin. Lo mismo pensaba mucha gente en Rusia, ante la tiranía de los zares, por eso fue larga la lista de atentados contra ellos y sus funcionarios. Sabemos lo que ocurrió a Nicolás II y su familia; y años antes, en 1881, le habían volado las piernas al zar Alejandro II.

Dostoyevski amaba a ese zar, pero también tenía ideas muy personales sobre la violencia política y la justificación del asesinato. Podemos echarle un ojo a sus Demonios o, más famosamente, a su Crimen y castigo. Ahí publica ideas impublicables fuera de una novela. Redirige a menor escala los argumentos de Juan de Mariana para justificar el crimen que comete un estudiante contra una prestamista. “De un lado una vieja estúpida, imbécil, inútil, mala, enferma, que a nadie sirve de provecho… que ella misma no sabe para qué vive y que mañana acabará por morirse ella sola… Mátala, quítale esos dineros, para con ellos consagrarte después al servicio de la humanidad y al bien general”.

 Violencia, crimen, asesinato, sexo, mujer, religión, hombre, pareja, venganza, amor, arte, odio, política, historia, justicia, suicidio, tortura… sea cual sea el tema, las grandes novelas no son las que abonan nuestros arraigados puntos de vista, no las que denuncian lo que ya sabemos que está mal, sino las que nos retuercen las ideas, nos hablan de lo que no es correcto hablar, nos atraen hacia lo que no nos atrevemos y, antes que a la sensatez, nos empujan al desvarío.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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