Algo me despierta a las cinco y media de la mañana. Es el canto de un pájaro que sorprendentemente, ahusado y sutil, atraviesa el doble cristal del balcón, recorre los blandos túneles serpenteantes del sueño y alcanza el nervio que me abre los párpados de golpe, en el dormitorio a oscuras. Es un gorrión. Cuando pían tienen algo tentativo, que se va volviendo desvergonzado y audaz. Se dice el gorrión hago esto un poco sorprendido, luego estoy aquí, por fin mira lo que hago. Por qué una vibración tan tenue ha podido despertarme lo achaco a la proximidad de la primavera. El pájaro canta en las ramas aún sin hojas porque se aproxima la primavera; es la misma razón por la que yo lo he podido oír, porque mi cuerpo está sensible a esos estímulos. Es que también yo, como el árbol y el gorrión, me he preparado sin saberlo para la estación nueva. Aunque el clima mesetario de Madrid nos vaya a devolver los días grises, sé que de forma natural cada vez me iré despertando más temprano. Primer aviso: por supuesto lo ha traído un pájaro.
Como la cornamenta de un ciervo las ramas más altas, sin hojas, tapan los edificios del fondo, tachados por el dibujante con los trazos rabiosos de las ramas. Pronto, de golpe se llenarán de hojas.
Hay un orden tradicional que regula las horas de sueño en función de las de sol, ¿cómo es? En invierno, acostarse temprano y levantarse tarde. En primavera, acostarse temprano y levantarse temprano. Por combinatoria e intuición, en verano acostarse tarde y levantarse temprano y en otoño acostarse tarde y levantarse tarde. ¿Se deduce del método que seguimos conectados con las costumbres de nuestros antepasados, cuando no tenían luz a voluntad —o de nuestros descendientes, cuando se hayan reconciliado con no sé qué—? Entramos en ese ritmo como en las habitaciones de las casas expandidas con las que soñamos en épocas de cambio.
Entonces, como advirtió el gorrión, llegan unos días de calor y sol radiante y vivimos extraordinarios mundos primaverales. Todo el mundo quiere estar en la calle. Yo estoy también en la calle y el aire cálido me entusiasma y me trae efluvios de libertad, y como asocio el volante al mundo a nuestros pies me cojo un coche eléctrico de alquiler para el modesto viaje de volver a casa. Pero está todo el mundo en la calle y todos han movido el coche para sentir que son libres y no encuentro sitio para aparcar. Doy vueltas y más vueltas y cada vez busco más lejos de casa, a mucha más distancia de la que estaba al principio. Cuando llevo hora y media trazando locos dibujos por las calles de Madrid me digo podría haber llegado hasta Segovia y ahora estaría tomándome un carajillo en la plaza del Azoguejo. Eso en cuanto al tiempo invertido. En cuanto a la pasta que me va a costar el alquiler, me podría estar bebiendo una botella de Vega Sicilia. Sin embargo, en lugar de estar brindando al sol debajo del acueducto que levantaron los romanos hete aquí que estoy en el paseo de Extremadura en un coche de alquiler cuya batería está a punto de agotarse. Así de caprichoso es el destino y así nos conducen nuestros raptos a los más insospechados lugares.
Estoy segura de que se me escapa algún hueco libre por entregarme a esas fantasías. Mientras tanto la difusa luz vespertina y la silueta de la ciudad al otro lado del río prometen horas magníficas, porque tienen el tono de promesa de las tardes alucinantes en las que vagábamos como alegres botarates sin saber qué nos traería la noche. Pero no se va a cumplir, por el toque de queda que nos obliga a correr a casa.
Bien pensado, muchas veces esas promesas no se cumplían, y toda su aparente potencia era en realidad como una pastilla de borrachera muy concentrada, incomprensible de una vez si no la proyectábamos dosificándola hacia el futuro. Es el momento de comprender que vivir una plenitud no garantiza que nos quedemos en ella, aunque sí nos recuerda que el futuro nos traerá otras, puntual.
Mientras tanto he conseguido aparcar.
Han pasado otras cosas auspiciosas, como que volviendo de nadar veo un almendro en flor, o que yendo a comer un bocadillo con un amigo vemos conejos en la Casa de Campo, o que una tarde la paso con todas las ventanas de par en par porque entra ese olor a ozono que da mucho gusto porque te clava justo donde estás.
Me pregunto cómo combinar esto, esta inmersión en el mundo, con la separación del mundo que considero que hace falta para vivir. Y todo es algo que pasa a mi alrededor y también dentro de mí, pero esta época ha traído demasiada contemplación y creo que va sonando la hora de la acción. Oigo una charla de Ram Dass en la que dice que ahora es el momento para cualquier cosa, que no podemos estar diciendo si pasase tal haría cual. Me hace pensar en ese fragmento de Gary Snyder, Reality insight, de su libro The practice of the wild: “es tan duro llevar a los niños al autobús del colegio como cantar sutras en la sala del Buda una fría mañana […] la repetición y el ritual y sus buenos efectos llegan en muchas formas: cambiar el filtro, sonar narices, ir a reuniones […] no pienses que estas cosas te están distrayendo de lo que persigues…”
Entonces me compro unas acelgas y hundo la cara en el ramillete fresco y casi me echo a llorar por su despampanante olor, y me imagino que estoy en verano, tumbada en la yerba sin leer el libro que tengo en las manos. ¡Nada! ¡Nada! ¡No aprendas nada! ¡Ya está bien!
¿Por qué me fijo en todas estas cosas? Porque hay otra cosa de la que quiero desprenderme. Por el insensato deseo de ser como el gorrión. ¿Y por qué mi forma de acercarme a él es este artículo, alambique?
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).