Nos hemos mudado a un piso bastante pequeño para la cantidad de personas que somos. Ahora somos propietarios. Con la madera de algunas de mis estanterías, mi novio fabricó la isla de la cocina. Con la madera de la cama de los niños, mi novio ha fabricado baldas que están en un recodo de la cocina: ahí me caben los libros de cocina, mi escueta biblioteca de poesía y algunas de las novedades que llegan a casa. Algunos paquetes aún van dirigidos a la antigua dirección, pero los repartidores ya me conocen y vienen aquí. Aunque a veces pasan cosas: hace unos días me llegaron las galeradas de Ser un hombre, el libro de cuentos de Nicole Krauss. El libro me llegó hace dos semanas. Un día me interceptó un repartidor por la calle, íbamos la familia al completo, intuyó que no estaríamos en casa. Me dio los paquetes y tuve que cargar con seis libros, ninguno de menos de 300 páginas, hasta el parque de las Fuentes, donde estaba esa mañana el tragachicos –es un tobogán muy grande con forma de baturro ¿?, los niños se meten por la boca y salen por el culo–.
El cartero de la otra casa me avisó: no creía que hicieran lo que él, que me subía los paquetes cuando no cabían en el buzón para que no tuviera que ir a buscarlos yo. Cuando llevo a ballet a mi hija, cojo una bici municipal para ir hasta la oficina de correos que hay pegada al antiguo matadero a recoger libros, a veces ocho, a veces tres. A la hora en la que voy a correos, en una de las salas del Matadero, una de las que da a la calle, hay una clase de bailes de salón. Oigo canciones de Marc Anthony mientras espero a que pasen los minutos para que pueda volver a coger una bici. Me gustaría acercarme para poder ver mejor a los abuelos bailando.
Esta semana he recogido La vida después, de Donald Antrim y Bastarda, de Dorothy Allison, y otro que no recuerdo.
De la casa nueva al cole nos cuesta algo más llegar que desde la otra, nos costó tomar la medida y estuvimos llegando tarde el primer mes. El primer día que llegamos puntuales, un niño de la clase de mi hijo mediano lo saludó: al menos hoy no llegas tarde. Cruzamos el Ebro por el puente de Hierro y luego caminamos paralelos a la ribera. Un día vimos una bandada de patos blancos en el río y mi novio preguntó si era normal.
Esta semana mi hija mayor ha llevado el último libro que nos faltaba por llevar. Aún no hemos llevado el dinero para las fotocopias y todo eso. Sospechosamente, no nos lo han recordado. Quizá porque nos quedamos en la puerta de atrás, por donde entran los pequeños, sin llegar al patio donde no está el equipo directivo recibiendo a los niños.
Me encargan dar unas charlas en tres pueblos de la provincia de Zaragoza, sobre películas rodadas en la zona o novelas que pasan allí y escritores nacidos en la provincia. Todas van moderadamente bien, con algunos accidentes tecnológicos: el ordenador se cuelga en Alcalá de Ebro, no se ve bien en Chiprana, se me estropea el altavoz en Cosuenda. El bibliotecario de uno de los pueblos habla muy alto y su mujer le riñe, luego otra mujer le riñe a la mujer. En Chiprana cito a Loquillo porque veraneaba allí y resulta que les cae fatal. “Qué pena que esté cerrada la iglesia porque el altar que tiene no lo ves en todo el Aragón”, me dice una señora. La última charla coincide con el día de mi cumpleaños: solo hay mujeres entre el público y me cantan “Cumpleaños feliz”. Luego me regalan un libro. En el cuarto de al lado, han empezado las clases de canto, así que las dos canciones se mezclan un poco.
El mismo día, leo en la prensa dos entrevistas. Una escritora dice que no se inspira en el caso de la Manada para su primera novela aunque incluye los chats que salieron en la prensa. Un ultrarracionalista fue condenado por trato degradante a la víctima de la manada por una acción irónica que pretendía señalar el amarillismo de la prensa en el tratamiento del caso.
Un virus gastrointestinal que ha pasado por casi todos los miembros de la familia con diferentes síntomas ha favorecido coyunturalmente el crecimiento de una colonia –civilización, según mi hermano mayor– de piojos en la cabeza de mi hija pequeña. Hay algunos en la cabeza del mediano. Pasamos la lendrera cada noche. Se hace tan tarde que mi hija se queda dormida mientras yo inspecciono su cuero cabelludo y su padre ilumina su cabeza con un flexo. Al día siguiente es la fiesta de Halloween en el colegio: vampiros, brujas, muertos vivientes. Cuchillos de plástico y pintura roja. Lo dejan todo en una bolsa de tela que yo tengo que llevar a la salida del cole.