Recuerdos de Octavio Paz

A la memoria del recién homenajeado premio Nobel mexicano. 
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Reviso mis ejemplares de los libros de Octavio Paz y me entristece. Algunos de ellos, recién salidos del horno cuando Paz los envió con hermosas dedicatorias, están en estado terminal: leídos y vueltos a leer, anotados por dos (en lápiz, aclaro en descargo nuestro), viajeros frecuentes en bolsas y maletas, compañeros de siempre. El Sor Juana y los Poemas son los que más han padecido tanta asiduidad.¿Cómo no se nos ocurrió guardar estos ejemplares como oro en polvo y transitar por otros, sin dedicatoria, ni historia?

Más allá de que a Paz seguramente le gustaría ver estos libros suyos tan releídos, me consuela pensar que son la huella de su constante presencia. Los leímos y subrayamos porque Octavio Paz estaba tan cerca, que si uno de sus libros dedicados se hubiera marchitado irremediablemente por tanto maltrato amoroso, hubiera bastado con comprar otro ejemplar y pedirle una nueva dedicatoria. Así de fácil.

En su prólogo al Sor Juana –o las trampas de la fe– Paz desecha su propia biografía. La vida del autor –escribió– se detiene a las puertas de la obra: “la obra se cierra al autor y se abre al lector”. Es cierto, pero sólo en parte. Cualquier lector de los libros de Paz puede vislumbrar al autor tras la prosa luminosa: sus pasiones y preocupaciones, su curiosidad universal, su cultura enciclopédica, su generosidad intelectual, y también, al gran conversador que fue siempre. Ese fue el que entró en mi hogar a diario, cuando a Dios gracias no había celulares, y la única vía que Paz tenía para comunicarse a deshoras con el secretario de redacción de la revista Vuelta era el teléfono de mi casa. 

Estuviera o no –y cuándo mi hijo León no me ganaba la llamada y se quedaba platicando con Paz– Octavio “ de usted”, como tenía que ser, conversaba largamente conmigo.”¿Qué le parece Isabel…?” y aquí entraba alguna noticia de última hora sobre rusos o cualquier tema internacional del que estaba igual o mejor informado que yo. Era un interlocutor inteligente, reflexivo, entretenido y muy exigente (nunca paternal y jamás condescendiente). Si yo no estaba a la altura, me ganaba el temido punto final : “…bueno, la dejo, ¿eh?” Aprendí muy pronto a darle la vuelta a ese punto final. Si Octavio me agarraba en curva, inmediatamente me volvía la preguntona. Y así, Paz trató de enseñarme a desechar la estorbosa jerga académica y escribir en castellano, y yo traté de hacerle caso (y me premió después publicando mis artículos en Vuelta); me platicó muchas veces del París de su juventud y sus amigos de entonces, de libros y más libros, compartió conmigo chismes sabrosos, y su amor por la India y Japón. Creo que me gane carta de naturalización en sus afectos, cuando descubrió que leía, como él, al novelista japonés Junichiro Tanizaki y que yo si sabía qué era la Stupa de Sanchi.

Pero lo de la Stupa fue en otro escenario, mucho mejor, que aun extraño. En una de esas inolvidables reuniones en su casa. Con Marie Jo, la mejor anfitriona y cocinera del mundo, y todo el Who is Who alrededor de la mesa.  Octavio había tejido un entramado de amistades en todas partes. Muchos de esos amigos compartían su mesa cuando pasaban por México. La plática era inmejorable cuando estaban Ramón Xirau –poeta como él–, Alejandro Rossi –que había leído tanto como Paz–, Vargas Llosa –tan carismático que podría revivir a un muerto– y Juan Soriano –que poseía, además de su enorme talento artístico, dos cualidades que desafiaban a Octavio enriqueciendo el diálogo: lo conocía de toda la vida y era capaz de exponer sin pudor alguno los secretos que compartían con un sentido del humor inigualable.

Si tuviera una máquina del tiempo, uno de mis destinos favoritos sería esa mesa en el departamento de Octavio y Marie Jo en la esquina de Reforma y Guadalquivir.

“A Isabel y Enrique, con un afecto más grande que este libro”, dice la dedicatoria de su Sor Juana, fechada a principios de 1983. Paz no decía esas cosas: sólo las escribía. Y el Octavio “de usted”, tan contenido que encapsulaba el cariño, respeto y agradecimiento de los demás, me impidió decirle que yo le tenía un cariño más grande que cualquier libro. Lo recuerdo ahí, en el escenario frente al rey de Suecia recibiendo el Nobel de Literatura, con un orgullo vicario que se extiende todavía desde el Suchiate hasta el Río Bravo, de frontera a frontera. Octavio Paz fue siempre nuestro mejor presente y nuestro mejor futuro: el espejo de lo que México y los mexicanos podíamos y deberíamos ser. 

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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