Revelar

Un cuento de la escritora boliviana Giovanna Rivero con motivo del "Festival Benengeli 2023. Semana internacional de las letras en español".
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Me he pasado gran parte de mi vida adulta horadando la tierra, dejando huecos como si fueran huellas digitales para un mundo posterior colosal. O quizás solo exiguo. Y, sin embargo, aquí estoy ahora, intentando clausurar un espacio, cerrar a cal y canto una puerta, porque nadie debería abrir una puerta que no va a saber cerrar.

Eso decía siempre Samuel: yo abrí esa maldita puerta y ella solita perdió la llave. 

Pero Samuel, para aquel entonces, ya estaba sumido en esa flacidez de ánimo de la que solo mi madre podía sacarlo y sin decir una sola palabra, poniéndole una mano en el hombro mientras él sorbía lentamente su tereré o se afanaba, obsesivo, con una enredadera de tallarines. 

La maldita puerta, farfullaba a veces, incluso si sentía la mano de mi madre en el hombro.

Nadie sabía de qué jodida puerta hablaba. La casa en la que vivíamos era un vejestorio, pero reparábamos con prontitud lo que se averiaba, ya se tratara de goteras o de sorpresivos nidos de hormigas coloradas. 

Todo empezó cuando debería haber terminado; es decir, con la muerte de Samuel.

A vos te tocó la cámara, dijo poco después Fran, apretando entre sus brazos, contra su pecho, el pequeño sarcófago de madera con la colección de cuchillos que el testamento le había asignado a ella. Porque eso parecía esa cajita excéntrica, un sarcófago. La cámara, en cambio, permanecía quieta dentro de una bandolera a medida que tenía el cuero desgastado en las orillas. No era su funda original, pero alguien había costurado a mano el doble cuero, siguiendo el contorno preciso del objeto. Miré el tiro de la bandolera, el color deslucido en la mitad. ¿A qué lugares habría viajado ese aparato antes de pertenecerle a Samuel? Saqué la cámara. Olía a metal, a nada más. El lente principal, con una rajadura al costado, habría visto más cosas que yo mismo. Guardé nuevamente la cámara y pensé en su amorosa inutilidad. La colgaría en la pared como los cazadores colgaban cabezas sacrificadas.

El testamento era, en realidad, una carta de un párrafo escrita a mano y que mi madre nos leyó deteniéndose en cada palabra. Supongo que tenía la idea de que al terminar de leerla su hermano estaría definitivamente muerto. Mientras leía, aún persistía la vida, todavía estaba ahí su humilde obstinación. 

Podrías venderla, dijo Fran, quizás comparando mentalmente el valor de la cámara que yo había heredado con la colección filosa y nueva que ahora le pertenecía. No dije nada. Mi prima Fran siempre había sido un poco tonta y no conseguía calcular la sed inconmensurable de un coleccionista, aunque era cierto que por aquellos años no había nadie con ese perfil en el pueblo en el que habíamos nacido y en el que desperdiciábamos nuestra juventud. Luego consideré vender la cámara a buen precio. Podría hacerlo incluso hoy. Se trata de una cámara alemana, una Leica de las primeras versiones comerciales. Samuel explicó que la había comprado en una subasta, en Brasil. Su mínimo portugués no le había alcanzado para entender el relato que la acompañaba, pero había visto en los postores el brillo de la codicia o de la curiosidad ante un objeto que era más que un objeto. Sin embargo, no hubo otra puja además de la de Samuel. La trajo como si contrabandeara un fósil de un Paleozoico tecnológico. Estoy de acuerdo, esta es una cámara que exige trabajo, pues ya no existen muchos lugares para revelado de carretes de celulosa. Uno mismo tiene que aprovisionarse de un cuarto oscuro, comprar los líquidos cada vez más escasos, avanzar en el proceso, cuidando de que la luz no dañe con su impertinencia la imagen registrada en el negativo.

Desde que recibí la cámara, supe que nuestro vínculo no era negociable. Iba a escribir “acepté la cámara”, pero he tenido que hacer desandar el cursor de mi portátil porque las herencias no se aceptan, no hay tal prerrogativa, de alguna manera uno está condenado a recibir el legado que ha sido dispuesto por alguien más. Y precisamente por eso ahora escribo esto (tal vez a modo de un contra testamento), es que no quisiera obligar a quien me sigue en el escueto árbol de esta familia a recibir mis pertenencias. Si las quiere, que las solicite por la vía legal. Mi casa, mi terreno que mira al río y que ahora está tomado por gente extraña, incluso mis perros, que son de raza y constituyen mis verdaderos parientes, todo eso podría pertenecerle a la hija de Fran, mi única sobrina… Si no fuera porque la propia Fran me suplicó que no le dejara nada, que estaban bien así. Orgullo de provinciana. Si pudiera darse cuenta de lo necesitada que luce, con la hija y esos muñoncitos en lugar de dedos, como si fuese una pavorosa flor. Sé que la hija estudia cine y que eso encoge aun más el corazón de Fran, y es que ese tipo de profesiones es para gente que puede gastar su juventud y los recursos de los padres en semejantes saludos a la bandera. He visto un par de documentales suyos –uno sobre la seducción y el ethos de las plantas carnívoras, el modo en que su ectoplasma constituye una trampa, y otro sobre el tiempo que le toma a una araña crear distintos patrones de tejido–, no están mal, solo que la filmación movida con voz en off me parece un recurso fácil. Lo auténtico no necesita de efectismos, pienso. Pero, por otra parte, si está en la sangre está en la sangre. Debe haber un gen de la iconofilia que se nos transmitió como el peor de los males. La propia Fran se casó con un sujeto que se parecía a los actores que hacían de Jesucristo en el cine del siglo XX, hasta que una caldera del restaurante donde trabajaba le explotó en la cara y la magia del amor se fundió en el mismo vaho. Fran no tenía la vocación de la Verónica para cuidar con paños estériles la cara del marido y, sin cara, la contemplación de la esposa se convertía en una tensa espera en el purgatorio. Por fortuna para ambos, al tipo se lo llevó una sepsis invencible. 

Fue Samuel el primero en aficionarse de todo tipo de cosas que tomara de la luz y de las sombras el poder de articular formas. Samuel, creo que no lo dije, era el hermano menor de mi madre y vivía con nosotros porque sí, no recuerdo que alguna vez hubiera tenido que explicar su soltería o sus viajes injustificados a Brasil, de donde traía algunas novedades en las que se le había ido el dinero siempre apretado. En una ocasión, a Fran le trajo un caleidoscopio que terminó por desencadenar su primer ataque de epilepsia –a la luz hay que temerle, dijo entonces Samuel con esa su voz gravísima–, y a mí, un pequeño largavista que me permitía acompañar a un pájaro a una considerable distancia, hasta que se volvía un punto ya indistinguible en ese paño borroneado que era el cielo. Si hubiera estado a mi alcance, probablemente habría hecho añicos al pájaro en mi puño, apretándolo hasta sentir el crujido de sus alas. Ver e intentar destruir eran mis pulsiones más básicas, aunque hoy, después de todo, creo que aquello era un instinto inocente, una manera de saciar lo que luego llegué a percibir como una sed poética –y es que un pajarito no se rehusaría a mi amor/ al nunca incandescente hueso del hombre– y que finalmente resultó ser tan solo la necesidad de ver arder los pozos hasta que su resplandor se extinguía, agotadísimo. Yo me quedaba respirando ese aliento del pozo, no importaba si luego, dormido en el camastro del campamento, me sangraba la nariz, atolondrado mi cerebro por el gas metano. Yo había nacido para perforar, para echar a andar la rueca endemoniada de la torre, no para escribir poemas, no para debilitarme.

Samuel no se casó nunca y tampoco parecía empeñado en desarrollar algún tipo de oficio exitoso, algo que le permitiera pasar por la existencia sin despertar ese filo de lástima en la mirada y las palabras de la gente –pobre Samuel, tan humilde Samuel–. El olor a tabaco negro que lo envolvía era, probablemente, el gesto más violento de su personalidad. Podría haber sido un tipo de los que hacen de su delgadez un punto a favor, pero en su caso, parecía que el espinazo cargaba con mundos invisibles, Atlas casi patético, y allí donde debería haberse erguido la apostura, estaba siempre ese gesto de estar despidiéndose, a Brasil o a cualquier otro sitio injustificado. Vencido prematuramente, con el peso de su cara sobre el cigarro, Samuel, a veces, sin embargo, sonreía. ¿En qué pensás?, le preguntaba la imbécil de Fran, que nunca ha sabido gozar de la contemplación. Y la respuesta de Samuel era la misma: en qué se sentirá huir desnudo. ¿Huir desnudo?, insistía la dichosa Fran. Que venga el Señor y te diga: fuera de aquí. ¡Fuera, he dicho! Y Fran se atacaba de risa. Y a veces yo también. Nos estremecía imaginar la idea de Samuel: huir desnudos. Esos habían sido momentos excepcionales. La mayor parte del tiempo era ceder a la gravedad de sus vértebras y fumar. Lo único cercano a una pasión surgió en la última parte de su vida y que yo no pude registrar tan de cerca porque me había mudado de ciudad para comenzar una carrera en ingeniería petrolera que terminé a duras penas. Por esos años, Samuel se había convertido, quizás sin quererlo del todo, en el fotógrafo del pueblo. Fue idea de mi madre: tenés esa cámara tan linda y la gente siempre necesita una foto para esto y una foto para lo otro. No sería un trabajo sacrificado. 

Pero la pasión había durado poco. La gente fue requiriendo cada vez menos sus servicios de fotógrafo por el hecho de que Samuel se negaba a venderles la fotografía con los rollos originales. Pocos valoraban el encuadre, la composición, pero sobre todo la expresión en los rostros, como si por fin, en esas fotografías, cada cual hubiera hecho de los músculos faciales, del brillo de la mirada, del gesto sutil de la boca, la manifestación de algo que hasta antes del flash habría permanecido en una opacidad dolorosa. Nadie se atrevió a reconocer en Samuel a un artista, creían que esa suerte de belleza o de aura que se había impreso en el papel era resultado de una gracia que siempre había dormido bajo sus pieles y no del talento del fotógrafo, del modo en que hacía de la Leica una extensión de su ojo (usaba el derecho porque en el izquierdo tenía una mácula, fruto del arañazo de un gato). Si él se quería quedar con los negativos, argumentaba mi madre en su defensa, era porque sabía que eran obras de arte. En otros países, hacían exposiciones con esas fotografías cotidianas de gente ordinaria, incluso recibían premios y respeto. En nuestro pueblo, ni las gracias. 

Solo algunas personas retornaron al tiempo solicitando los servicios de Samuel. Nuestro tío se negó de manera rotunda. Entonces, suplicaron, devuélvanos las películas. Había desesperación en la súplica, había delirio, contó mi madre, se portaban como los antiguos, decía, creyendo que una foto les había robado el alma. Claro, cómo no –levantaba la barbilla con un orgullo ya inútil, pues su hermano había muerto–, si no pudieron hacerse ninguna otra buena foto en la vida. Yo he visto algunas, de esas que publican en los suplementos de farándula de los periódicos: parecen muñecos tiesos, los ojos secos, los cuerpos desguañangados, sin gracia. Títeres. De qué les sirve la boda suntuosa, el quinceañero y el pastel de fresas, si sus caras empolvadas son eso, caras empolvadas. Las fotos de Samuel eran otra cosa.

Recibí la vieja Leica sin sentir celos por la caja de cuchillos de cabo de marfil y los ahorros destinados para Fran. Me parecía que Samuel me había escogido para recibir el símbolo de un momento de plenitud en su vida. El tiempo probaría que estaba en lo correcto.

Aunque no de la manera en que lo pensé en aquel entonces.

II

Tardé algunos años en intentar hacer de esa cámara alemana una herencia útil. Mi título en ingeniería petrolera comenzaba a dar frutos, especialmente porque los pozos cercanos a Camiri no dejaban de manar ese vómito negro tan apetecido por las naciones de aquí y de la Cochinchina. Yo no ponía reparos en ser asignado a dobles turnos. Disfrutaba de ese denso desangrarse. Observaba durante horas la capacidad de un hueco de expresarse en sustancia, de volcar su materia con la violencia de un dios nocturno. Lo que ganaba lo gastaba en los bares de la zona cuando tenía baja, me gustaba apoyar los codos en una barra y desentenderme de la noche. Si la circunstancia era propicia, recordaba algún poema y se lo recitaba en fragmentos a alguna mujer y cuando las pestañas de esa posible mujer temblaban, atónitas ante una lengua que yo mismo no comprendía del todo, me metía otro tanto de alcohol, acobardado ante esa punzada, ese dulce dolor. No soy poeta, me apresuraba a decir, solo estoy borracho. Claro que, por otra parte, me aseguraba de pagar sagradamente el crédito bancario por las tierras donde un día me instalaría, no precisamente para respirar aire limpio, no era eso lo que extrañaba, sino que anhelaba un espacio comprado con mi dinero donde pudiera yo también convertir en carbono mi ansiedad de un centro propio. 

Regresé a la casa para atender a mi madre en esos días en que a la gente ya se le pronuncia la osamenta bajo la piel de la cara. En los momentos finales de su expiración mi madre quiso revelar lo que siempre la había atormentado.

Ya lo sé, dije, susurrándole al oído, para que no escuchara la enfermera, para que supiera que no había nada que perdonarle. No era mi lugar. Sus ojos siempre me habían visto con atención, a mí y a Samuel, y eso había sido más que suficiente para mantenerme en pie, a pesar de esa gelatina sombría que ocupaba mi tórax. A veces imaginaba que, en lugar de corazón, yo también tenía un pozo con el poder de vomitar negrura. Puse mi mano en el pecho cansado de mi madre, ella también había respirado desde esa lava durante toda su existencia. Su corazón quería hablar, pero ella lo callaba hasta el último instante. 

¿Cómo lo sabés?, preguntó. Los ojos se le agrandaron de una manera que me estremeció. No quería que falleciera sumida en el sobresalto, con esas hendiduras terribles en las clavículas que le provocaba el esfuerzo de asustarse.

Habría muerto así si le hubiera contado todo, de modo que me guardé la verdadera confesión e improvisé otra. Tenía recursos de dónde urdir otra narrativa para nuestra impugnada historia familiar. Dije que el propio Samuel me lo había confesado un día.

Oh, Samuel, dijo mi madre. Los ojos se le apaciguaron. Al rato murió. Entonces saqué la cámara que traía en la bandolera y le tomé una última foto. Iba a necesitarla para terminar de entender, de cavar en el subsuelo de nuestras vidas. Porque cavar era entonces lo único que sabía hacer.

III

Un cuarto de revelado no es difícil de montar. Recuerdo que Samuel armó el suyo después de que encargara las primeras fotografías tomadas con su Leica en el único centro fotográfico del pueblo. A la semana de que le entregaran las fotografías –las que le había tomado a una familia alemana asentada en una granja en las afueras del pueblo– ese centro cerró. Cuando heredé la cámara y las piezas solas fueron buscando su lugar, hice una breve investigación sobre ese centro para saber si el dueño había conservado algunos de los negativos obturados por la cámara de Samuel, aunque estaba casi seguro de que Samuel se había llevado a la tumba todo. Y cuando digo esto, lo digo literalmente. Mi madre argumentó que, ya que en vida nadie había sabido valorar su ojo de artista, lo justo era que después de su partida, nadie más reprodujera lo que él había sido capaz de ver desde el fondo de su alma, que se llevara consigo todo. O casi todo. De todas maneras, lo único que pudieron decirme es que el dueño había muerto en el incendio de su local y con él todo el material fotográfico. Cuando los líquidos de revelado envejecían, él intentaba renovarlos añadiéndole algo de soda cáustica, lo que afectaba la calidad y la duración del color de las imágenes sobre el papel, lo cual, seamos honestos, a la gente le importaba poco. No podían distinguir un cuervo de una paloma. Eso era así. En todo caso, al dueño de aquel negocio lo mató la tacañería, dijo una vecina ancianísima, alguien que además juraba odiarlo hasta su próxima reencarnación porque el incendio se había devorado también su tienda de abarrotes. No quise contradecirla, pues cuando todo encajó, supe que era mejor dejar dormidas algunas puertas. Además, las preguntas que no llegué a formularme en toda su indecencia habían quedado respondidas. Y espero que lo estén también para quien quiera pasarse de listo diciendo que es pariente mío, no vaya a ser que quiera heredar lo que no es recomendable heredar.

La pieza en la que decidí instalar mis herramientas de revelado era la misma en la que Samuel había trabajado en sus fotografías durante algún tiempo. Luego de esa fase, digamos, ‘pictórica’, mi madre le pidió que hiciera algunos trabajitos menores arreglando radios y relojes. Ya no quedaba nada de lo suyo allí. Es cierto que, a veces, después de su fallecimiento, yo pasaba por ese cuarto y un trépano ciego iba buscando lo más oscuro de mi corazón. Casi podía ver a mi tío agachado sobre los aparatos, poniendo el oído en sus parlantes mientras ecualizaba alguna estación, como un profeta que buscara señales, como un Job contenido en su minúsculo desierto. También yo intenté por automatismo escuchar su voz, tan escasa, hurgando la radio del campamento mientras las altas torres regurgitaban. Pero Samuel ya había dicho lo que podía cuando me heredó la Leica. 

Entre mis primeras fotografías registradas con esa cámara estuvieron las que tomé del muro que dividía nuestra casa del terreno contiguo. La luz del sol golpeaba los ladrillos desde el mediodía y agonizaba allí lamiendo los intersticios. Me gustaba el color miel de esa luz. Pasó un par de años antes de que por fin decidiera equipar bien el cuarto de revelado. Hasta ese momento, el clic certero del disparador era todo el minúsculo regocijo al que podía aspirar con el uso de la Leica. Su velocidad de obturación era discreta, de modo que extremaba la rigidez de mi postura para no atrapar más brillo del necesario. Recorría la pared con el lente esta vez como un cazador tras una presa hecha de moléculas de luz, dejaba que la luz me dijera “aquí”. Prácticamente escuchaba ese “aquí” en mi cerebro, y cuando mi dedo índice oprimía el botoncito sentía que no era yo, no mi conciencia, sino mis músculos tomados por ese “aquí” los que decidían detenerse y capturar ese pedazo de realidad. 

Tuve que consultar a alguna gente experta para instalar el cuarto. Compré las bandejas, los líquidos, el foco de luz roja. Empezaría a revelar en blanco y negro, protegiendo mi inexperiencia tras ese contraste dramático. Si conseguía adquirir cierta habilidad, quizás me aventuraría con el color. Aunque la idea de quedarme en el espectro del blanco y negro no me desagradaba en absoluto.

Fue hermoso sacar el rollo de su cilindro e introducirlo en el tanque de revelado. Actuar solo con el cuerpo, en la negrura del cuarto, me devolvía a un centro de mí mismo del que había sido desalojado en algún momento de mi vida, no sabía cuándo. Esa primera vez en el cuarto oscuro pensé o imaginé que quizás las horas felices de Samuel habían ocurrido allí, en esa ceguera que, sin embargo, resumía y potenciaba los relieves luminosos del mundo, de nuestro mundo, de la gente del pueblo, de sus alegrías y pecados elementales. Imaginaba la tensión de esos cuerpos cuando recibían la luz de xenón del flash y cómo esa descarga los había despojado de algo, de una faz, de un azoro irrepetible en la mirada, o por lo menos de un instante de sus vidas, un instante que dejaba de ser íntimo, que se exteriorizaba y se depositaba en el tiempo, o lo que fuera que significara ese magma. Mientras sacudía el líquido en el tanque para asegurarme de que la emulsión se distribuyera por igual, según me habían explicado, sentí que Samuel aprobaba el paso que por fin había dado hacia la práctica casera de la fotografía, una manera de resistir ante una tecnología que prescindía cada vez con mayor contundencia del ser humano. De hecho, sentí algo más: que Samuel estaba ahí, que entre su presencia o energía inexplicable y mis músculos y huesos ocupando un volumen seco en ese habitáculo no había una partícula de distancia. Samuel, su tardía emanación, me cubría como si me hubiera puesto un traje espacial impalpable. 

IV

Creí que el procedimiento estaba errado, que por descuido había introducido un carrete antiguo y, en su película ya quemada, yo había registrado fotografías de la luz cambiante del sol sobre la pared que nacía y envejecía en un solo día. ¿O tal vez el lente rajado había retorcido las imágenes? Mi corazón, sin embargo, no pensaba. Él se había adelantado por unos segundos a lo que estaba a punto de conocer. Las náuseas eran el síntoma de mi ingreso a ese portal. Mientras lavaba las fotografías en la bandeja de enjuague, imágenes que no recordaba haber visto tras los distintos vidrios de la Leica brillaban, húmedas, en toda su flamante definición. Encendí la luz central, tomé con las pinzas los recuadros y los colgué de la trenza de zapato que había atirantado sobre mi material de trabajo. Acerqué mucho mi cara a esas mis primeras fotografías: lo que veía no podía ser fruto de un error, lo que veía apretaba el tiempo y lo desinflaba, como un abanico de otros siglos que recién se estrenara. Distinguí cuerpos que alguna vez se habían balanceado en una horca y que ahora eran péndulos estáticos y todavía desesperados, distinguí niñas, posiblemente despellejadas por algo atroz, químico, demasiado humano. Vi huesos cuya procedencia ya no importaba, eran joyas brillantes y definidas, eran un núcleo profanado. Y vi animales con partes de otros animales. Y, en el cielo, un gran paraguas de eterno horror.

No sé cómo pude seguir respirando al salir del cuarto oscuro. Miré la pared, el sol todavía la ametrallaba. Vomité con ambas manos apoyadas sobre ese lienzo terrible.

Cuando por fin revelé la fotografía que le tomé a mi madre segundos después de su muerte, cuando ya su alma no corría peligro, pude confirmar lo que en el sótano infalible de la conciencia ya sabía. La vi. Allí estaba ella, no sé si serena, pero por fin vacía. Y bajo esa imagen que la liberaba vi también sus ojos torturados bajo el peso de su propio padre, ¿nuestro padre? Vi el nacimiento de Samuel y el mío y el de Fran y el de la hija de Fran, toda nuestra abominable genealogía. El útero desgarrado de nuestra madre como una flor por siempre indigna.

He intentado demoler el cuarto oscuro, con todo dentro. Todo. De veras, lo he intentado, pero siempre falla algo. De nada me han servido los años sumiendo la tierra en sí misma, ni mi pericia para manejar trépanos. El cuarto se empecina en su presencia trasera. Mi única esperanza es que la cal y las piedras con las que cada día levanto el muro sean lo suficientemente sólidas, lo suficientemente ciegas, para clausurar esa puerta por esta y todas las generaciones. 

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(Bolivia, 1972) es escritora. Entre sus libros recientes están las novelas Helena 2022: La vera crónica de un naufragio en el tiempo. (Puraletra, 2011) y 98 segundos sin sombra (Caballo de Troya, 2014


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