I
Uno de los vicios más comunes de los obituarios suele ser el intento por elevar al muerto al pedestal de lo exclusivo. Lo recordamos como si dejase entre nosotros un espacio irremplazable, un molde roto, un vacío. Evocamos al “último de los” con el típico sentimentalismo de lo excepcional. La muerte, sin embargo, es justamente aquello que tiende a igualarnos con el resto, el severo desmentido de esa unicidad que buscamos proclamar, un supremo mecanismo de emparejamiento.
La noche del miércoles 28 de julio, dos meses después de cumplir 80 años, falleció en Milán Roberto Calasso. Desde entonces se le ha llamado “titán”, “pilar”, “gigante”, “autoridad indiscutible”, “leyenda”, “la luz intelectual de Europa”, “hombre de letras renacentista”, “el último intelectual” (un término que detestaba, por cierto), “institución literaria en una sola persona”. Era, sin duda, un escritor extraordinario, aunque no “raro” ni “único”: él mismo se ocupó de precisar su linaje entre los mitógrafos, y de editar y comentar a sus predecesores. Pero lo realmente notable de Calasso es su radical extemporaneidad. Lo raro, en este caso, es que siguiera aún entre nosotros; la insólita conjunción entre el perfil y el fondo. Tras labrar pacientemente una obra monumental, se ocupó de explicar su disgusto con la época que le había tocado vivir en un pamphlet saturado de reveladoras boutades: La actualidad innombrable.
Que Calasso fuera nuestro extemporáneo por excelencia es algo que merece ser pensado más allá de cualquier metáfora o circunstancia fúnebre. ¿Qué es lo que desaparece con él?, ¿cuál la virtud que sus lectores debemos dar por concluida? Y también, por supuesto, ¿qué nos deja tras una veintena de libros y casi seis décadas de oficio editorial?
La retórica post mortem gira sobre el tamaño de una doble ambición felizmente cumplida. Un bivio aparente, como el propio Calasso dejó claro al convertir el “arte de la edición” en una suerte de escritura alternativa, donde “un libro equivocado es como un capítulo equivocado de una novela”. En este sentido, la distancia entre él y el resto de los editores contemporáneos es mayúscula. Sus numerosos imitadores, más o menos confesos, nunca consiguieron igualarlo porque su característica distintiva, como ya se ha dicho, fue ser, al mismo tiempo, un gran escritor y un gran editor. Kurt Wolf, Gallimard, Unseld, Barral, Schiffrin… fueron buenos editores y escribían bien. Pero no estaban a ese nivel. Por otra parte, pocos grandes escritores han ejercido como editores durante tanto tiempo. Y aún menos han conseguido dar forma a un catálogo concebido como biblioteca ideal.
Adelphi ocupa un lugar especial dentro del mundo de la edición contemporánea. Es, como quiso Calasso, una forma. Hay, por supuesto, “autores Adelphi” y otros que serían impensables allí. Alcanzar ese puesto no fue tarea fácil: tras la historia de la editorial se disimula toda una guerra cultural, la emergencia de ciertos valores y polémicas que agitaron la posguerra italiana, y cuyos ecos llegan, al menos, hasta finales del siglo XX.
Adelphi comenzó como un desprendimiento de Einaudi, luego de aquella época dorada en que la editorial turinesa dio trabajo a Pavese, Natalia Ginzburg, Giulio Bollati, Felice Balbo o Italo Calvino. En el origen de aquella escisión o desprendimiento está Nietzsche, o más bien, una polémica sobre la edición crítica de sus Obras completas: proyecto de Giorgio Colli, que Einaudi habría rechazado citando razones tanto económicas como ideológicas. Para algunos, fueron el propio Giulio y el ala izquierda de la editorial los responsables de la censura; para otros, fue el germanista Cesare Cases (que en 1973 polemizara con Calasso a propósito de Gottfried Benn) el encargado de aquel veto sobre el que planea la sombra de Georg Lukács y su influyente Asalto a la razón.
((Cases fue hasta su muerte en 2005 una de las “bestias negras” de Calasso. Cuando no polemizaba explícitamente con él, solía mandarle cajas de chocolates por cada alusión satírica u ofensiva que detectaba en sus escritos. El que quiera saber los detalles de ese ajuste de cuentas puede remitirse a “Conjuras del Tao”, ensayo incluido en Los cuarenta y nueve escalones. ))Al final, Luciano Foà no pudo editar a Nietzsche, y se fue a Milán junto a su amigo Roberto “Bobi” Bazlen y con el dinero de Roberto Olivetti y varios jóvenes colaboradores para fundar otra casa editora.
En esta rápida genealogía puede intuirse de qué manera Adelphi rompió con la unanimidad marxista de la cultura italiana de postguerra y cómo, ya desde su nacimiento, liberó ciertos nombres propios y conceptos del estigma ideológico propiciado por la sinistra. La idea de Bazlen sobre “los libros únicos”, bien explicada por el propio Calasso en La marca del editor, dominó un canon intelectual capaz de abarcar desde Kubin hasta Hofmannsthal, desde Canetti y Céline hasta Sebald y Brodsky, pasando por todos los nombres ineludibles de la cultura europea. “Solo publicaremos libros que nos gusten mucho”, había dicho Bazlen, y fue Calasso quien se ocupó de hacer realidad ese credo.
A Bobi Bazlen está dedicado uno de los dos últimos libros de Calasso, que llegaron a las librerías el mismo día de su muerte. (El otro, Memè Scianca, son unas memorias de infancia). Pero hay revelaciones sobre el intelectual triestino en varios ensayos previos. En pocas palabras, Bazlen fue su chamán, el modelo para superar una serie de supuestas incompatibilidades establecidas por la Modernidad:
El literato habla con lugares comunes de las cosas últimas; el lector de las obras divulgativas del Oriente ama cualquier forma de Kitsch espiritual; el erudito no sabe vivir; el hombre que conoce la vida comete errores de sintaxis; el científico explica el mundo reduciéndolo a una pobre imagen; el entusiasta no sabe sacar cuentas; el neófito no ve la antigüedad del presente; el restaurador no ve la modernidad de lo antiguo. Todas estas incompatibilidades son una invención bastante reciente, una de las tantas consecuencias de aquel fecundo principio esquizoide que nos gobierna desde hace mucho tiempo. Quien no obedece a estas máximas es sospechoso, alguien poco serio, un ecléctico, alguien que siembra la confusión. Bazlen no obedecía a ninguna de estas –y otras– incompatibilidades. En tal sentido, nadie como él sabía sembrar esa confusión.
((Roberto Calasso, “Da un punto vuoto”, en I quarantanove gradini, Adelphi, 1991. Más información sobre Bazlen podrá encontrarse en una novela de Daniele del Giudice, Lo stadio di Wimbledon (hay traducción al español en Anagrama), y en las páginas que sobre él han escrito Christopher Domínguez Michael y Enrique Vila-Matas, que lo incluye entre sus bartlebys. ))
Para Calasso, si Bazlen podía convocar ese poder centrífugo era por su esencial taoísmo: en el centro de aquella tormenta había un punto vacío, el acto elusivo de una potencia muda, la capacidad para no publicar en vida ni una sola línea y desgranar apenas indicios de sabiduría, señales, aforismos.
En estas últimas memorias, Calasso recuerda uno de sus diálogos oraculares con Bobi: “Un día, Bazlen dejó escapar casi a regañadientes la respuesta a una pregunta que yo no le había hecho, pero que podría haberle hecho, como cualquiera, siendo una pregunta-atajo: ‘¿Qué podía intentar un escritor en este momento?’ ‘O lo diminuto o lo inmenso… O Jules Renard (el Diario) o el todo’. Palabras dichas como en fuga”.
Esa lección, no por gusto evocada durante estos días de duelo, es una de las claves para entender la obra (editorial y literaria) del propio Calasso. Si Bazlen, escritor del no (Vila-Matas dixit), se había refugiado en un silencio alquímico, a él le tocaría el camino del opus total sobre la base de las visiones y premoniciones de su maestro. Contra la nada ágrafa, el todo impreso.
Ese todo fue, primero, el pago de una deuda: Adelphi estaba llamada a convertirse en la verdadera obra de Bazlen, que antes de morir solo pudo ver editado el primero de sus títulos: la novela La otra parte del pintor Alfred Kubin, un “Kafka antes de Kafka”. Fue la primera piedra de aquella editorial concebida como figura única y exclusiva, monstruo de colores pastel, serie de volúmenes que, colocados al mismo nivel que una biblioteca ideal, aspiran a ser leídos como un solo libro.
Similar magnitud tuvo su ambición literaria: Calasso nunca persiguió menos que el absoluto, y por eso cuesta delimitar el tema de sus obras, como bien notó Calvino al reseñar La ruina de Kasch. En un esfuerzo por sintetizar, podemos decir que la literatura de Calasso es una suerte de laberinto cuyo tema central parece ser la evolución y los misterios de la conciencia humana, evocada a partir del mito y su supervivencia. El mito transmite un saber, pero ese conocimiento circula muchas veces por vías subterráneas y requiere de cierto tiempo para captar nuestra atención: “tuve que esperar a hacerme mayor para darme cuenta de hasta qué extremo los mitos forman parte de lo que somos, de nuestra sustancia”, confesó.
Por eso también el Calasso escritor está a una distancia sideral de sus imitadores. Para llegar donde él llegó no basta con suscribir un difuso orientalismo new age, glosar los mitos, defender la verdad del relato, rechazar la ciencia, practicar la pose elitista e intransigente del snob o apuntarse a una excursión de dos semanas por la India. Calasso fue, no hay que olvidarlo, un erudito y un polímata. Un hombre que vivió para leer, y cuya curiosidad lo llevó a territorios arduos, poco explorados. Su ambición, que combina filosofía, filología, antropología, mitología, historia del arte y de las religiones, resulta inusitada en la literatura moderna: lo inmenso, ha dicho un crítico italiano, es la dimensión que marca desde el comienzo su experiencia literaria. Para hacerle justicia como lector a esa experiencia hay que haber madurado, intelectual y vitalmente.
La cristalización de ese voluntarismo es su idea de la literatura absoluta, una expansión del concepto de Absolute Prose formulado por Gottfried Benn.
((Así lo analiza José María Pérez Gay, en “Calasso y la literatura absoluta”, uno de los mejores –entre los escasos– ensayos que se han escrito sobre Calasso en español. ))Ese “saber que se declara y se quiere inaccesible por otra vía que no sea la composición literaria; absoluta, porque es un saber que se acomoda a la búsqueda de un absoluto y por tanto no puede referirse a nada que sea más pequeño que el todo”, se reconoce, sin embargo por pequeñas señales o minúsculas turbaciones: “una cierta vibración y luminosidad de la frase, un nuevo estremecimiento o una sacudida estética”.
Al igualar la literatura y la epifanía, Calasso rinde homenaje al Mallarmé del Libro absoluto, a la estética de la resonancia y la cintilación. Pero también engulle la poética de Benn, que a principios de diciembre de 1950, en una carta al crítico Dieter Wellershof, escribió: “el lenguaje no quiere (ni puede) otra cosa más que fluorescer, brillar, arrastrar, aturdir. Se celebra a sí mismo, lleva a lo humano a su delicado pero también poderoso organismo: se vuelve monológico, incluso monomaníaco”.
Es curioso que Calasso, supremo prosista, haya basado su estética de la literatura absoluta sobre una comprensión esencialmente poética de la literatura. Su “método de trabajo” estaba, como pedía Simone Weil, fundado en la analogía, y debió enfrentar muchos de los reparos que durante siglos han soportado los poetas.
También los prejuicios contra “lo irracional”. Tanto Adelphi como Calasso llevaron a cabo, en paralelo, un sistemático trabajo de rescate de lo irracional que parece una prolongación de la filosofía de Nietzsche por otros medios. En Calasso, como en tantos poetas y filósofos, lo irracional no es el camino opuesto a la razón o la armonía, sino otro camino para llegar a ser y conocer. Uno que se interna en la realidad del mundo visible e invisible sin necesidad de someterse a las leyes de lo apolíneo, al severo reduccionismo de la técnica o al positivismo científico de la sociedad secular.
Podría incluso afirmarse de Calasso, como se ha dicho de Nietzsche, que a pesar de los variados disfraces el verdadero tema de su obra no es otro que el mundo mismo. En uno de esos raros momentos en que trató de ser didáctico, un diálogo con adolescentes italianos del liceo clásico (puede verse aquí), y ante una chica que le preguntó si el mito no sería una manera de desahogar tabúes, el escritor declaró: “¿Por qué asusta el mito? Porque es el mundo el que asusta. Intentamos tratar el mundo como una cosa doméstica, pero solo porque estamos aterrorizados. Y tenemos razón en estarlo. La naturaleza, por su propia constitución, es algo enigmático, cruel y difícilmente dominable. Estas historias son el tejido mismo de la naturaleza”.
Después, propinándole a la povera studentessa una cita de Salustio en Sobre los dioses y el mundo donde el neoplatónico se refiere a la epifanía mítica y su carácter engañoso, Calasso proseguía: “el primer mito es el mundo mismo, el tejido del mundo está hecho de tal modo que resulta adyacente y afín a estas historias míticas… Aquello que aterroriza no es el incesto o el asesinato: es la existencia”. A la misma conclusión llega aquella línea del Yoga Vasishtha que se convirtió en una de sus frases preferidas: “El mundo es como una impresión dejada por la narración de una historia”.
II
La radical extemporaneidad de Calasso y su obra lo convirtió, también, en una suerte de personaje legendario. En estos días hay quienes pretenden conferirle características casi mitológicas. Como recuerda Marco Marino, por ejemplo, a Joseph Brodsky le gustaba jugar con la idea de que un dios, tal vez Apolo, había entrado en el cuerpo de Calasso para contar al mundo la historia secreta de los dioses. En una novela como Las bodas de Cadmo y Harmonia, dijo Brodsky, “se escucha un timbre extremadamente íntimo, y sin embargo, al mismo tiempo, altamente impersonal que no puede pertenecer a uno de nosotros”.
Aunque ajena a las seducciones de lo contemporáneo, la figura íntima e impersonal de Calasso es parte de una larga tradición intelectual que se rebela contra el mundo visible y sus demonios ocultos para proponernos un “conocimiento verdadero”. Que ese saber tome la forma de la literatura y no de la filosofía, por ejemplo, parece ser el primer síntoma de nuestra decadencia. Hilo revelador, del cual puede tirarse para llegar al centro del laberinto.
Ni dios, por supuesto, ni profeta: Calasso estaría más cerca de aquellos ṛṣis a los que alude en sus comentarios védicos: componedores, videntes, figuras energéticas y poderosas que a menudo se mueven como personas comunes entre la gente para transmitir ciertos conocimientos, y cuya principal característica es la incandescencia mental. Los ṛṣis descollaban porque ardían. El ardor es aquella voluntad de conocer previa al pensamiento.
Detrás de ese señor experto en negronis con modales de aristócrata florentino, y trajes impecables, cuya mirada desdeñosa y sonrisa irónica se hicieron proverbiales en la pasarela del mercado editorial, también podemos intuir la figura del mago. Es curioso cómo cambió físicamente con el paso del tiempo: el apuesto adonis veinteañero que conocemos por algunas fotos dejó paso a la estampa luciferina del dandy interesado en saberes iniciáticos y juegos psicológicos. El estilo, escribió su admirado René Daumal, es la huella de lo que se es sobre lo que se hace”, y Calasso fue adquiriendo con el tiempo un estilo inconfundible.
A mí me recordaba un poco al Maurice Conchis de The Magus, la novela de John Fowles que transcurre en una isla griega, empeñado en practicar el “juego de los dioses”, que no es otro que un ritual de conocimiento analógico, lleno de antiguas máscaras. O a aquel otro mago, Oliver Haddo, protagonista de la novela de Somerset Maugham que publicó en Adelphi. O a un metteur en scène de Klossowski. “El pérfido Calasso”, lo llamaba, en broma, Jorge Herralde.
Con el “personaje Calasso” no había puntos medios: la gente lo adoraba o lo odiaba de inmediato. En Italia fue materia más polémica que en el extranjero. Algunos se burlaban de sus diatribas contra el Occidente moderno o lo acusaban de contar fábulas de las que ya sabía la moraleja, y limitarse a glosar verdades establecidas en los mitos originales, como si no fuéramos todos, escritores y críticos, escoliastas de ese puñado de historias primordiales. Calasso, de conocida familia antifascista, fue también el blanco colateral de los reproches contra Adelphi y la llamada “cultura de derechas”, por su insistencia en el mito, lo irracional y la estética de lo sagrado. Desde la primera fila de mi soggiorno piamontés asistí a la tremenda polémica italiana de 1994 sobre los escritores de derechas, algunos de ellos antisemitas, que involucró a Adelphi y al propio Calasso tras la publicación del panfleto de Leon Bloy, Le Salut par les Juifs. Fueron años llenos de excesos retóricos. Recuerdo, por ejemplo, a un bilioso Berardinelli, quejándose en el periódico de que Adelphi había “colonizado culturalmente” a la izquierda italiana, que ahora se prodigaba en un entusiasmo ridículo por Heidegger, Jünger o Carl Schmitt. O a Cesare Segre respondiéndole a Calasso que sería más útil parándose en la puerta de alguna iglesia para explicar a las pías ancianitas qué era el Paráclito, en vez de publicar al “inmundo, fanático y delirante” Bloy.
Por supuesto, la poca gente que se atrevía a acercarse a Calasso lo hacía intimidada por su leyenda: aquello de que había leído la Recherche de Proust a los 13 años, y había sido celebrado nada menos que por Adorno, hombre parco en elogios. Pero Calasso también adoraba seducir y tenía un notable sentido del humor.
Creo que empecé a leerlo en el invierno de 1993. Por ese entonces, vivía yo en un pueblito entre Alessandria y el Monferrato llamado Cella Monte, y no me hubiese atrevido a hacer el peregrinaje hasta el número 14 de la Via San Giovanni sul Muro, en Milán. Compraba los libros de Adelphi en algunas librerías de Turín y luego trataba de llegar a fin de mes. La ruina de Kash y Las bodas… fueron, por supuesto, una revelación. Cuando leí Los cuarenta y nueve escalones, y se me ocurrió traducir, junto con mi novia italiana de entonces, “De la opinión”, un extenso y medular ensayo de Calasso que salió en Vuelta, en agosto de 1994. Fue, si no me equivoco, su primer ensayo publicado en español.
Le escribí más tarde una larga y ceremoniosa carta para proponerle que incluyera una selección de ensayos de Lezama Lima en Adelphi, pero nunca me respondió. Muchos años después, en Frankfurt, me atreví a recordarle el asunto. Acompañaba yo a Jaume Vallcorba, editor de Acantilado, al selecto cóctel que celebraba Suhrkamp en la hermosa casa con jardín de Siegfried Unseld. Vallcorba, recuerdo, estaba exultante: daba saltitos de entusiasmo al saberse entre la crème de la edición mundial. En una esquina, Calasso conversaba con Andrew Wylie y Martin Amis. Me acerqué envalentonado por varias copas de Riesling y le recordé aquella propuesta de diez años atrás. Me dijo que lo tendría en cuenta, que creía que Lezama ya estaba editado en Italia, pero que no lo había leído. Luego, educadamente, volvió a su Olimpo.
Mi propuesta no era descabellada: hay muchas afinidades entre el proyecto intelectual de Calasso y la visión lezamiana de la historia inseparable del mito. El llamado sistema poético de Lezama y su noción de la imago como fuente de conocimiento hubieran encantado a Calasso, igual que su Introducción a los vasos órficos. Ambos comparten lecturas esenciales: Platon, Frazer, Spengler, Daumal, Weil, y aquella traducción de un pasaje de la Epístola a los Hebreos que aparece en el Paraíso de Dante: “Fe es la certeza de lo que se espera/ y la convicción de lo que no se ve”.
Antimodernos esenciales, Lezama y Calasso comparten también la ambición de la summa y el sueño de un Curso délfico que tiene la forma de una biblioteca. Puede decirse que Calasso novela “eras imaginarias” o que la lucha entre causalidad/incondicionado es la verdadera materia de la oposición calassiana entre el pensamiento analógico y el digital en nuestras sociedades seculares. Con diferentes retóricas y modos intelectuales, ambos apuntaron al viaje perpetuamente renovado de lo visible a lo invisible.
Me quedan por leer sus últimos cuatro libros (las dos memoirs ya mencionadas que acaban de salir; Allucinazioni americane, el librito que dedica a Hitchcock, y su volumen sobre la Biblia: Il libro di tutti i libri). Pero en el penúltimo periodo del pensamiento de Calasso descollan El ardor y El Cazador Celeste, proyecto de una suerte de antropología filosófica, que vendría a sustituir a la agotada metafísica del siglo XX.
Repasé con cuidado esos libros, porque tienen numerosas intuiciones sobre el tema del sacrificio animal, que me interesaba particularmente. No son fáciles de leer, pero en ellos arde la misma inteligencia deslumbrante que fue el sello distintivo del “estilo Calasso”. El ardor, que gira sobre los Vedas (uno de los textos más aburridos que han llegado hasta nosotros, todo hay que decirlo) tiene también pasajes que ayudan a entender su vocación de mitógrafo y a superar muchos de los callejones sin salida que encontramos en Durkheim, Mauss o Girard.
De ese libro se desprende, como una enorme nota al pie, las 500 páginas de El Cazador Celeste, un libro retóricamente menos logrado (conversando hace poco con Edgardo Dobry, traductor habitual de Calasso al español, ambos constatábamos que últimamente il Maestro parecía necesitar algún editor que le ayudara a evitar desvíos y, sobre todo, las numerosas repeticiones que exhibe su argumentación). Pero las tres o cuatro ideas básicas de ese tratado sobre el homo necans, que es también un compendio de los comienzos de la poiesis para explorar la manera en que el hombre se convirtió en “animal metafísico”, son cautivadoras y merecerían ser más debatidas en el mundo contemporáneo.
En esos libros recientes, Calasso parece ensombrecido, dueño de una sabiduría terrible sobre un mundo asolado desde los comienzos por la violencia; un escenario donde existir es destruir, sacrificar y expiar una culpa. No hay –no puede haber– en ese vasto territorio de lo humano nada parecido a la neutralidad pues somos un fuego que devora y una sustancia que es devorada.
Son proyectos que solo Calasso podía llevar a feliz término. En ese sentido, fue también un cazador, un ser resistente y obstinado, capaz de moverse por diferentes lenguas, eras y territorios inhóspitos siguiendo el rastro de sus historias. Su amigo y traductor Tim Parks hacía notar hace poco ese paralelismo entre el escritor y el montero. “Un libro se escribe cuando hay algo específico que debe descubrirse”, escribió Calasso. “El escritor no sabe qué es ni dónde está, pero sabe que hay que encontrarlo. Entonces comienza la caza. Empieza la escritura”.
Calasso fue velado este lunes en Santa Maria presso San Satiro, una de las iglesias más antiguas de Milán. Al comienzo de este obituario demasiado largo hice notar una paradoja: aquel que creemos excepcional demuestra, al ser rememorado, su común condición de mortal. Incluso quien se ha asomado a lo invisible para traernos de “la otra parte” sus candentes prendas de sabiduría, habrá de apagarse, entrar en lo desconocido. En “El regreso a Eleusis”, capítulo final de El Cazador Celeste, Calasso parece ripostar con una sonrisa a esa objeción: “No se puede vivir sin lo invisible, aunque lo invisible encierre en sí a la muerte”.
(La Habana, 1968) es poeta, ensayista y traductor. Sus libros más recientes son Jardín de grava (Cuadrivio, 2017; Godall Edicions, 2018) y Hoguera y abanico. Versiones de Bashô (Pre-textos, 2018).