Me cuenta R que una noche de hace muchos años, volviendo a casa a lo largo de un oscuro muelle de París, donde vivía sin por eso hablar todavía bien francés, lo abordó un hombre muy insistente que le preguntaba la hora una y otra vez. Caminaron juntos un buen rato, y mientras el tipo insistía cada vez más frenético, R le repetía con paciencia y quizá lamentando su mal acento que eran las once y media y hasta le enseñaba el reloj de pulsera con una torsión de la muñeca para que la leyese por sí mismo, si es que las mortecinas farolas daban para tanto, hasta que al llegar a una zona más iluminada el desconocido se largó sin darle las gracias, furibundo. No fue hasta que estuvo en casa cuando entendió de pronto que lo que aquel tipo le pedía no era l’heure sino l’or, y que lo que había querido era atracarle. Y que él se había salvado gracias a su escaso control del idioma. ¿Qué pensaría el atracador frustrado? ¡No se puede desplumar a quien está tan obcecado en su inocencia! A veces las cosas salen a nuestro favor porque se nos da por imposibles, aunque nosotros no nos demos cuenta.
¿Cuántas veces nos habremos librado de algo que nunca sabremos por no conocer un código, por inocencia, por ignorancia, por despiste? El daño acecha pero nosotros vamos pensando en otra cosa, por los senderos silbando (silbar es ir pensando en otra cosa; silbar, voluta perdida). Es como una distinta formulación del refrán “quien canta su mal espanta”. No operan aquí solamente las facultades de repelencia de una mágica canción, sino su capacidad de trasladarnos a otro orden del mundo, donde en ese momento afortunado no hay salteadores.
Como si el no reconocer al adversario lo desarmase. Como si las armas fuesen el consenso sobre el sentido de la situación compartida, que se ha establecido entre los dos.
Pero ahora pienso en un caso de hace unos años. Una mujer joven, recuerdo no sé por qué que era italiana, se lanzó a la carretera con el plan de demostrar que una actitud abierta solo podía atraer la bonhomía ajena y general. Iba a hacer autostop por el mundo vestida de novia. Apareció muerta al cabo de unas semanas. No puedo evitar pensar que el vestido blanco le trajo mala suerte, o si no mala suerte sencillamente atrajo hacia ella las miradas, también y especialmente las torvas. Ahora busco las noticias de entonces y leo que era sobrina de Piero Manzoni, claro que era italiana entre las italianas, el de la mierda de artista en lata, aunque si se puede deducir algo de eso a mí no me sale. También que iban dos chicas juntas, las dos de novia, y que salieron de Milán para llegar a Jerusalén, y que una vez cruzados a dedo los Balcanes, y cuando estaban en Turquía, se separaron unos días, y que fue entonces cuando la asesinaron, a sesenta kilómetros de Estambul, dice la noticia donde lo leo, y dicho así parece que llegar a Estambul la habría salvado, porque a menudo condena y salvación quedan muy cerca, y si hay una ciudad señalada es Constantinopla y si no la hay es Bizancio. Nathalie Léger escribió un libro sobre ella, El vestido blanco. No es que quiera evocar a esa mujer como demostración de nada, solo un recuerdo aquí para ella, y siento que durante un tiempo cada vez será más difícil tratar de sacar ejemplos o conclusiones de cada vida humana, y quizá ya solo valga enumerarlas y con suerte rescatar un par de datos circunstanciales sobre su peripecia, apilarlas con la esperanza de que se defiendan por sí mismas, y la confusión es tal que hasta me parece asqueroso en retrospectiva siquiera insinuar que una vida humana puede ser un ejemplo de algo, pueda reducirse a una abstracción.
No sé muy bien cómo seguir. Ahora querría volver a la idea mariposeante del principio, a cómo vamos por ahí a cuerpo gentil y entonces se cierne sobre nosotros algo que no podemos detectar salvo que efectivamente nos clave los colmillos, o bien que nos esforzamos en protegernos mucho y que eso hace que descuidemos el flanco por el que van a entrar las huestes, o que tanto nos preciamos de que lo aceptaríamos todo tal y como viniera que entonces no nos pasa absolutamente nada, y en esta tesitura para elegir la forma más verdadera, el molde más fiel que podríamos enseñar a quien nos preguntase tu vida cómo fue, no se me ocurriría nada mejor que echar a correr, eso es la huida hacia adelante, echar el brazo hacia atrás para coger la primera mano que estuviese suelta y despistada, también cálida y blanda, y al cabo de la gran carrera, cuando quedase claro que ya no acechaba el peligro que probablemente nunca hubo, ser capaz de encontrar una manera, una frase, una melodía silbada que le dé encanto a esta gran chapuza, bajo una constelación futura que ya estamos formando.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).