Memoria y delirio. Shirley Jackson (San Francisco, 1916 – Bennington, 1965) explica en “Memoria y delirio. Una conferencia”: “Soy una escritora que, por una serie de errores de juicio propios de la ingenuidad y la ignorancia, se ve sumida en una familia con cuatro hijos y un marido, en una casa de dieciocho habitaciones, sin tener ninguna ayuda, con dos gran daneses y cuatro gatos y –si ha sobrevivido hasta hoy– un hámster. También puede que haya un pez de colores en algún sitio. En cualquier caso, esto significa que como mucho dispongo de unas pocas horas al día para sentarme frente a la máquina de escribir, y alrededor de dieciséis –suponiendo que me conceda algunas horas de sueño– para preguntarme qué puedo preparar para cenar que no hayamos comido la noche anterior, hacer entrar a los perros, hacer salir a los perros, procurar que el salón tenga un aspecto decente sin limpiarlo a fondo, y grabar bailes y películas y películas y lecciones de equitación y luego ir a la ciudad a comprar un disco de Ricky Nelson, y después volver a la ciudad para cambiarlo por uno de Fats Domino, y luego ir a casa de una amiga para escuchar el disco, y después volver a salir para comprar unos zapatos de baile…” La conferencia aparece recogida en Deja que te cuente, publicado en Minúscula y traducido por Paula Kuffer. La edición la hacen dos de los hijos de Jackson y lleva un prefacio de Ruth Franklin, biógrafa de la escritora. El libro reúne un gran número de cuentos, además de reflexiones sobre el oficio de escribir, textos sobre la escritura y otros sobre la vida doméstica en tono de humor. Jackson prosigue: “En realidad, si eres escritor, lo único bueno de tener hijos adolescentes es que se ofenden con mucha facilidad. Puedes hacer que se vayan del salón con una simple palabra o una frase –del estilo ‘¿Por qué no vas a ordenar tu habitación?’– y conseguir así un poco de paz para escribir. Ellos van arriba echando pestes y no bajan hasta la hora de la cena, lo cual suele proporcionarme mucho tiempo para escribir un cuento.”
Cuándo se escriben los relatos. “No soporto a la gente que cree que empiezas a escribir en el momento en que te sientas en el escritorio y coges la pluma y terminas de escribir cuando la dejas; un escritor siempre está escribiendo”, escribe un poco más adelante. En otra conferencia, “Cómo escribo”, explica: “La mayor parte de mi tiempo, en realidad, se pierde en cosas que no requieren una gran capacidad imaginativa, y la única manera de hacer que estas tareas mecánicas sean más agradables es pensar en otra cosa mientras las hago. Me cuento historias todo el día.” Así es como encontró, por ejemplo, el germen de su cuento más famoso, “La lotería”: “Recuerdo que una mañana de primavera estaba yendo a la tienda con mi hija en su cochecito y mientras bajaba la colina pensaba en mis vecinos, como hace todo el mundo que vive en un pueblo pequeño. La noche anterior había estado leyendo un libro sobre la elección de la víctima en un sacrificio, y me preguntaba quién podía ser una buena opción en nuestra comunidad.” También cuenta que una tarde, desesperada porque no conseguía abrir la puerta de la nevera después de que esta se rompiera, se sentó y escribió un relato en el que se abría con magia –era lo que le había sugerido su hija en la vida real–: “Tuvimos que ir a cenar fuera, pero está claro, eso a mí siempre me viene bien. Con el cuento, por cierto, pagué una nevera nueva.”
La vida doméstica. Las vicisitudes de la vida cotidiana fueron una fuente inagotable de historias para Jackson. No solo en su versión paródica, también como un objeto de análisis al que al mirarlo muy de cerca y el tiempo suficiente se le descubren puntos oscuros. En esa línea tiene cuentos en los que lo anormal aparece mezclado con lo cotidiano, o al revés: en la normalidad más anodina se esconde algo raro y perturbador. Pero una de sus principales virtudes como escritora es la comprensión: no juzga a sus personajes, ni siquiera en las parodias. Los trata con humanidad. Por ejemplo, en “Sobre las chicas de trece años”, después de algunas páginas ridiculizando el comportamiento gregario de su hija adolescente, cierra con este párrafo: “Todo esto es una especie de mecanismo de seguridad, por supuesto, y es comprensible aunque sea exasperante. Están levantando un puente sólido entre la niñez y la vida adulta, para poder cruzarlo juntas, cogidas de la mano, sin miedo. No hay nada más aterrador que esa primera mirada nítida al mundo más allá de los trece años, con sus responsabilidades y decisiones y su individualidad, y tarde o temprano va a llegar el momento en que lo hace todo el mundo ya no servirá de protección ni excusa.”
Nunca más podré escribir. En “Mi oficio”, recogido en Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg escribe: “Después nacieron mis hijos, y yo, al principio, cuando eran muy pequeños, no lograba entender cómo se podía escribir teniendo hijos. No entendía cómo conseguiría separarme de ellos para seguir al personaje de un cuento. Había empezado a despreciar mi oficio. […] Porque lo que yo sentía por mis hijos era un sentimiento que todavía no había aprendido a dominar. Después lo fui aprendiendo poco a poco. Ni siquiera tardé mucho. Todavía preparaba salsa de tomate y sopa de sémola, pero iba pensando en lo que iba a escribir.”
Bonus track: Un hilo de la escritora argentina Cecilia Fanti, autora de La chica del milagro, sobre la relación entre productividad y número de hijos. Correlación no es causalidad. Aparece Shirley Jackson (4 hijos, 6 novelas, 2 recopilaciones de textos sobre la vida familiar, muchísimos cuentos). Pero no Natalia Ginzburg (5 hijos, más de 20 libros).
(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).