Subversión para todas las edades

Con motivo del centenario de Roald Dahl, dos escritoras de literatura infantil discuten el valor de una obra que, por igual, fascina a un gran número de niños y escandaliza a no pocos adultos. 
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En 1942, un reconocido novelista británico fue a visitar a un excombatiente, compatriota suyo, que en ese momento se encontraba en Washington desempeñando un cargo diplomático. El escritor andaba en busca de alguna “historia emocionante” que pudiera compartir con los lectores del Saturday Evening Post y pensaba que la experiencia de un piloto de guerra sería invaluable. El excombatiente estaba tan nervioso que no pudo hilar ningún suceso completo, entonces le propuso al novelista enviarle algunas notas por escrito y que este las reescribiera como era debido. Unas semanas después, el novelista le respondió con este mensaje:  “Estoy desconcertado. Su narración es maravillosa […] No he tocado ni una sola palabra […] ¿Sabía que era usted escritor?” Fue la primera vez que alguien le dijo “escritor” a Roald Dahl.

Aunque escribió guiones para cine (Solo se vive dos veces), novelas eróticas (Mi tío Oswald), páginas autobiográficas (Volando solo) y una cantidad considerable de cuentos (Relatos de lo inesperado, El gran cambiazo), Dahl es particularmente conocido por sus libros infantiles. Las brujas, Matilda, El superzorro, entre otros títulos, muestran una imaginación que echa mano del humor negro, los personajes grotescos y las tramas sorprendentes para crear sus historias. Con motivo del centenario de Dahl, dos escritoras de literatura infantil discuten el valor de una obra que, por igual, fascina a un gran número de niños y escandaliza a no pocos adultos. 

Elisa Corona Aguilar: Cada vez que releo a Roald Dahl me sorprende la ilusión de espontaneidad de su narrativa, una que parece tan súbita como el acontecer de la realidad, a pesar de ser producto de versiones y revisiones que el autor trabajaba en esa pequeña choza donde se aislaba del mundo para escribir. También regreso siempre a los temas que vuelven al autor incómodo para muchos: violencia, raza, género, casi siempre los mismos temas que provocan la exaltación de las buenas conciencias cuando se trata de literatura infantil. Los libros de Dahl han sido acusados de ser violentos, a pesar de que la violencia nunca ocurre a detalle ni de manera central; también ha sido acusado de racismo por crear a los oompa loompas inicialmente como una tribu africana que trabajaba en la fábrica de chocolates de Willy Wonka, a pesar de que estos seres son quizá de los más inteligentes; fue criticado también por escritoras feministas por crear a las brujas, a pesar de tener, a lo largo de toda su obra, a muchas protagonistas femeninas admirables. Pero el detonador que parece haber dado inicio a todas las quejas es el hecho de que Dahl es muy popular entre los niños, sobre todo los preadolescentes, aquellos que más preocupan a la sociedad por ser los depositarios de nuestros ideales de inocencia, pureza y dulzura. Las preguntas que surgen son, ¿quién se ofende y por qué ante los libros infantiles? ¿A quién se está protegiendo realmente? Creo que J. M. Coetzee da en el blanco al decir que la inocencia es una cualidad que reservamos para los niños, mientras que el respeto lo queremos para nosotros. ¿Se protege entonces al niño o al adulto? La mirada infantil ausculta, desnuda, ridiculiza, exagera: nos convertimos en víctimas simbólicas de los pequeños. Todo esto me hace recordar que mi primer contacto con Dahl no fue con sus cuentos, sino con una película que pocos recuerdan que él inspiró, Gremlins; me gustaba lo oscura que era, la sensación de entrar en un mundo un tanto prohibido y que algunos adultos pensaran que no debía verla porque los gremlins no eran ositos adorables sino monstruos. Curiosamente, de las cosas que más recuerdo es que uno de los personajes de la película no disfrutaba de la Navidad porque su padre había muerto ese día de una forma terrible; aunque nada parecido me hubiera pasado a esa edad, simpatizaba con la idea de no ser parte de la fiesta obligatoria; también me daba la sensación de aceptar que siempre puede ocurrir algo inesperado, espontáneo, que muchas personas no quieren que ocurra jamás a los niños, como si el orden fuera lo único posible en el mundo que queremos para ellos. Raquel, ¿cuál fue tu primer contacto con Roald Dahl y qué reacción provocó en ti?

Raquel Castro: Yo me encontré con Dahl en el cine, o más precisamente en video: vi Willy Wonka y la fábrica de chocolate, aquella versión con Gene Wilder, de la que me encantaron (me encantan todavía) el río de chocolate, el jardín subterráneo, entre otras cosas. Luego me encontré el libro en la escuela en la que trabajaba una tía… y la verdad es que me lo robé. Desde entonces he seguido leyendo a Dahl.

¿Por qué? Porque me gusta. Como adulta puedo disfrutarlo igual que cuando era pequeña porque su obra, me parece, tiene una cualidad muy rara: sobre todas las etiquetas es, en realidad, inmune a la edad de sus lectores. No es que sus historias tengan varias “capas” de significado dirigidas a públicos diferentes, como las que (por mencionar un lugar común) buscan colocar los realizadores de Pixar, supuestamente, en cada película, de modo que los papás se queden con la historia sentimental, los niños más pequeños con el muñeco chistoso, etcétera. No: lo que pasa con Dahl es que los temas que elige para contar no están limitados a una sola etapa de la vida humana. Siempre estamos enfrentados a la violencia, la incomprensión, la crueldad, la estupidez. Si sus personajes son niños, esto no quiere decir que como adultos no padezcamos lo que Matilda, o no busquemos, como Charlie, la oportunidad de un cambio. Casi nunca podemos encontrar un final feliz como el de muchos personajes de Dahl, pero podemos reconocer nuestros deseos y nuestras frustraciones en los de ellos.

Esto tiene que ver con el asunto de los temas “impropios” porque en muchos casos lo que intentan hacer los censores no es proponer alternativas para seguirlos tratando: es negar de plano que deban mencionarse, y aplazar “para luego” (para cuando crezcan, se dice, para cuando estén más informados, para cuando tengan más conciencia y otras cosas parecidas) el hablar con los niños de las cosas “delicadas”. En el fondo lo que quisieran es que no se hablara nunca del asunto y, sospecho, que los niños mismos no estuvieran ahí haciendo preguntas y molestando al progenitor o progenitora ocupado en sus cosas “serias”.

Recuerdo el ensayo que escribiste acerca de la censura (Niños, niggers, muggles) y me gustaría que lo retomáramos: ¿por qué hay temas y autores que los adultos (algunos adultos, quiero pensar) deciden calificar como “impropios”? ¿Por qué cae Dahl con tanta frecuencia en esta etiqueta?

Elisa Corona Aguilar: En Aprendiendo a leer, Bruno Bettelheim recuerda que tres de las quejas más recurrentes de los niños respecto a los libros “autorizados” por las escuelas es que entre los personajes solo hay niños y adultos, todos son buenos y nada ocurre, en realidad. Esto nos muestra lo simplistas que podemos ser cuando nos referimos a los niños, creemos que su mundo es mucho más reducido de lo que en realidad es. Creo que Dahl, como lo mencionas, escapa del molde al incluir en sus cuentos todo tipo de personajes, niños de distintas edades, adultos de distintas edades, ancianos, y esto es parte de lo que lo vuelve tan popular entre los lectores infantiles; hay personajes en verdad horrorosos y tanto a los buenos como a los malos les ocurren cosas inesperadas que cambian su destino. La muerte es un tema recurrente, así como la injusticia y la soledad. Y los niños, queramos o no, piensan en todas estas cosas. Las tías malvadas de James son aplastadas por el durazno gigante y quedan como calcomanías; los padres de James también murieron, de una forma extraña que simplemente se menciona como una más de las cosas que ocurren en su mundo. Pero Dahl también explora de otras maneras esa dimensión de la muerte. El final de Las brujas es de lo más bello jamás escrito, pues el personaje permanece para siempre como ratón y esto lo vuelve feliz a él y a su abuela por una razón sencilla: hacen la cuenta de los años que les quedan de vida y se percatan de que ambos van a morir al mismo tiempo, y no tendrán que estar nunca el uno sin el otro.

También creo que algo que molesta profundamente es que los cuentos de Dahl no tengan moraleja, no pretenden educar sobre el buen comportamiento. Esto es algo que me molestó de la versión de Tim Burton de Charlie y la fábrica de chocolate, ¡el cuento original era, en verdad, sobre el chocolate! Algo tan maravilloso para niños y adultos, una exaltación del placer más puro. Y Burton hacia el final de la película, en un ataque de ridiculez, lo vuelve todo sobre la familia, transforma irremediablemente a Willy Wonka en un personaje insulso en vez del maravilloso y admirable inventor que era. De inmediato percibí el sello del moralismo en esa versión; “¡Démosle una lección a los niños!”, grita la última mitad de la película. Creo que hay gente que piensa que el arte está para educar y para mí esto es absurdo. Por supuesto que los niños tienen que ser educados, tienen que aprender normas para formar parte de la sociedad, tienen que controlar sus deseos, pero el arte está para liberarnos, para ir más allá de las normas, incluso para expresar nuestros impulsos más incivilizados.

Recordemos también que Dahl simpatizó con uno de los intentos de censura: cuando la Asociación Nacional por el Avance de la Gente de Color (naacp) le reclamó el que los oompa loompas fueran africanos, Dahl explicó que él los consideraba personajes adorables, inteligentes, críticos y un tanto maliciosos, pero al final accedió a cambiarles el color y la nacionalidad, si esto hacía más feliz a la naacp. Dahl sabía que esto no cambiaba en nada el cuento y sí mostraba que él simpatizaba con los problemas de la naacp. Pero respecto a las quejas de que en sus cuentos se castigaba a los adultos o había maltrato hacia niños o solo las mujeres eran brujas, él solo insistió en que también había adultos buenos, mujeres buenas, niños magníficos. Y volvemos a las preguntas, ¿quién se ofende y por qué? ¿Quién se identifica con uno u otro personaje? Creo que estas son las preguntas que debemos hacernos cuando nos descubrimos censurando. Y a todo esto, como escritora de libros infantiles, ¿alguna vez te han censurado al escribir libros para niños?

Raquel Castro: Dos veces me ha pasado tener discusiones con editores que implicaron intentos de censura. En ambos (toda proporción guardada) me pasó lo que a Roald Dahl, es decir, fue posible llegar a un compromiso que no perjudicara al texto. En un caso, un personaje –una niña– se robaba algo y se lo guardaba en los calzones, y al editor no le gustó que se mencionara la prenda, por lo que quedamos en que ella se guardaría el objeto en una calceta. En el otro caso, en una novela para niños que tiene que ver con el terremoto de 1985, me pidieron que quitara una descripción de a qué olían las ruinas de unos edificios, bajo las cuales había cadáveres. Podía lograr la atmósfera sin hacer mención al olor de los cuerpos y quité esa referencia.

Como verás, tuve suerte, en el sentido de que las modificaciones que se me propusieron no alteraban ni mucho menos contravenían lo que más me importaba decir en los textos. Espero poder ser firme cuando eso me llegue a suceder, en especial porque me interesa ir metiendo en todo lo que escribo, aunque sea de refilón, ideas en las que creo, como por ejemplo cuestiones de género, y en eso no quiero transigir. Pensando en los prejuicios que tenemos como adultos, me parece que en muchos casos de censura se puede ver un proceso de pensamiento retorcido: se habla todo el tiempo del “bienestar” o la “pureza” de los niños, pero en realidad estos son el pretexto para que los padres puedan reprimir ideas que los hacen sentir incómodos a ellos. Creo que algo así pasa, por ejemplo, en el caso reciente de linchamiento mediático contra la escritora española María Frisa. En los comentarios contra su libro 75 consejos para sobrevivir en el colegio, noto tres cosas que aparecen con mucha frecuencia y resultan preocupantes: 1) que quien comenta no ha leído el libro completo y no lo quiere leer; 2) que interpreta literalmente el título y cree de verdad que es un libro de consejos (lo que hace preguntarse por la relación que tendrán muchos adultos con la lectura), y 3) que juzga lo poco que conoce del contenido sin ninguna imaginación ni sentido del humor y se enoja ante lo que percibe como un llamamiento a la insubordinación contra los padres.

Varios colegas han escrito alrededor del escándalo de Frisa y de quienes la atacan. Algunos entre ellos, por ejemplo Martha Riva Palacio y Santiago Roncagliolo, han criticado la pobreza de los textos sanitizados y censurados, que por una parte no cambian una realidad más compleja y violenta y por la otra no dejan espacio alguno a la imaginación ni a enriquecer la experiencia subjetiva de quienes leen. En especial esto me parece un problema grave del presente.

Elisa Corona Aguilar: Es muy importante esto que mencionas sobre los censores que en realidad no han leído las obras que pretenden descalificar. Es de lo más común, así son los detractores afroamericanos de Huck Finn, que se sientan a contar las veces en que aparece la palabra nigger sin leer la obra. También es cierto que a muchos adultos los enfurecen los llamados a la insubordinación. Recuerdo haber escuchado a una escritora feminista hablar indignada sobre el maltrato a la mujer, pero cuando se habló del maltrato a los niños defendió la “tradición” de golpearlos como si fuera una cosa muy normal, una costumbre de la buena educación. También pienso en aquel incidente de Dahl con los judíos llamándolo antisemita, que tumbaron el doodle de aniversario de su cumpleaños solo porque dijo que el Estado de Israel se merecía haber perdido simpatía tan rápidamente como la había ganado. Entiendo que todos estos grupos han padecido profunda injusticia, afroamericanos, judíos, feministas, buscan un futuro mejor, pero creo que las mejores causas se vuelven sospechosas, prepotentes, si no hay autocrítica y, también, si no hay humor, algo que Dahl sabía que era clave para sobrellevar el mundo y transformarlo. Por esto el personaje de Matilda critica duramente los libros de C. S. Lewis y Tolkien, donde no hay partes graciosas.

La literatura infantil que rompe las convenciones nos recuerda que los adultos están en una posición de mucho poder respecto a los niños, siempre, y el poder es algo a lo que no queremos renunciar, queremos ejercerlo, entonces lo disfrazamos de buena voluntad, de cariño, de “es por tu bien”, en vez de confrontar los verdaderos demonios. ¿Cuándo es por tu bien y cuándo es una arbitrariedad, una injusticia o un abuso? Y volvemos a Roald Dahl: él decía que todos los adultos deberían de ser forzados a caminar de rodillas durante una semana para recordar lo que se siente ser niño y mirar el mundo desde abajo, lleno de rostros poco amigables, lleno de reglas y más reglas que debemos respetar.

Mi libro favorito de Dahl siempre será Las brujas, me fascina que tenga pequeñas historias dentro de la historia. Cuando lo leí de niña sentí deseos de escribir más historias de niños encontrándose con brujas, y así lo hice. Uno de los primeros cuentos que escribí fue sobre mis amigas de la primaria y cómo una bruja transformaba a una de ellas en un perro, todas teníamos que averiguar cómo romper el hechizo. Ese año decidí que quería ser escritora. Recuerdo que también me encantaba desde entonces que en estos cuentos no hubiera historia romántica, algo que a las mujeres se les impone demasiado pronto y a lo que yo era misteriosamente inmune: nunca me identifiqué con las princesas de Disney, yo lo que quería era convertirme en un ratón y luchar contra la Gran Bruja.

Raquel Castro: Creo que hasta hoy mi libro favorito de Dahl sigue siendo Charlie y la fábrica de chocolate. Es un libro encantador porque en el fondo es una parodia de todas aquellas novelas “de formación” o “de crecimiento” que a lo mejor no conocemos en la infancia pero cuyo argumento se nos receta, tarde o temprano, como un modelo de historias apropiado para los niños. Un argumento con mensaje aleccionador, agradable y en el fondo muy conformista. Si hacemos todo bien y obedecemos a nuestros padres o a figuras de autoridad, se nos dice, superaremos cualquier adversidad, revelaremos lo especial que hay en nosotros y en nuestro destino y nuestra recompensa será convertirnos… en nuestros padres, o al menos en una figura de autoridad, y vivir la vida exactamente igual que como lo hacen ellos, dejando de lado aquellos rasgos especiales que supuestamente eran tan importantes.

(Es un poco lo que ocurre al final del séptimo libro de la serie de Harry Potter, cuando vemos a los personajes adultos, casados y haciendo una vida normal y rutinaria. Todo iba muy bien hasta aquel momento. ¿Habían hecho tantas cosas y su recompensa era esa?)

En Charlie y la fábrica de chocolate pasa todo lo contrario que en las historias conformistas: aunque empieza con un ambiente que parece más lóbrego y sentimental y patético que los de Dickens, poco a poco lo fantástico va conquistando lo cotidiano, lo costumbrista, y al final lo borra por completo. No hay un retorno a la “normalidad” después de que el protagonista haya “aprendido” alguna lección. Y ese no es el único modo en que la novela les da la vuelta a las clásicas historias “formativas”. Por ejemplo, Violet y Veruca y todos los que lo merecen reciben su castigo, sí; pero no hay una moraleja implícita, y no parece que Willy Wonka, que en la mayoría de los casos es quien aplica o propicia el castigo, esté muy interesado en educar, en “edificar”, a nadie. Estoy de acuerdo contigo en que la versión de la película de Tim Burton –con todo lo que me gusta Johnny Depp haciendo una especie de imitación neurótica de Michael Jackson– reduce un poco el poder del personaje al subordinarlo a un padre. Willy Wonka es como una fuerza de la naturaleza: el dios del chocolate, de las sorpresas, o algo así podría decir ahora, de adulta, pero los niños ni siquiera necesitan articularlo de esa forma.

Decía antes que Roald Dahl puede hablarles a personas de cualquier edad porque trasciende esas diferencias, y sigo creyéndolo, pero también tengo que agregar que es especialmente atractivo para los niños porque es subversivo de una manera distinta: no escribe pensando en encauzar a sus lectores a los moldes que los adultos ya hemos aceptado para las historias y para la vida. Imagina de otro modo, crea sus tramas de otro modo. Abre posibilidades que los adultos, en general, ni siquiera recordamos que se podían abrir.

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Es traductora, guitarrista de Doble vida y autora de los libros Amigo o enemigo y Fábulas del edificio de enfrente.


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