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La vocación del crítico es misteriosa. Nadie, como bromeaba François Truffaut respecto a la crítica de cine, declara a los nueve años: “Papá, quiero ser crítico.” ¿Qué nos mueve a escribir sobre lo que leemos? ¿Por qué no, mejor, intentar ser un creador o ser, sencillamente, un lector? ¿Cuál es el sentido? ¿Para qué sirve la crítica? ¿Sirve la crítica? Las preguntas son ineludibles para quien hace de ella parte fundamental de su actividad literaria, y no se diga para el que esta representa su principal o única actividad.
Las confusiones y los malentendidos en torno a la crítica son variados y tenaces. Tal vez el más extendido sea que la crítica se ocupa, fundamentalmente, de censurar, en el sentido de señalar defectos y errores, de desaprobar; que es o tiene que ser negativa. El crítico como el resentido aguafiestas de la literatura. Claro está que la crítica debe indicar los aspectos débiles de una obra cuando sinceramente los encuentre y razonarlos, pero es una muy pobre y mezquina concepción de la misma pensar que se ocupa solo o principalmente de eso. La mejor crítica está para otra cosa, no para el elogio infundado e hiperbólico, que sería el defecto contrario al anterior, sino para la interpretación y el comentario de una obra compleja, de preferencia una gran obra, que verdaderamente amerite el esfuerzo crítico. Si esto se cumple, lo más probable es que el crítico sienta una genuina admiración por dicha obra y desee compartirla con otros. Pero no solo eso, sino que, poniéndose al servicio del texto (y el mejor crítico, en mi opinión, es siempre un servidor y un mensajero), utilizará todos los recursos a su alcance para hacer que se comprenda mejor, para aclararla e iluminarla. El crítico es un compañero de lectura que, en el mejor de los casos, se transforma en maestro.
Mi idea de la crítica quedó marcada de manera definitiva cuando leí la famosa primera línea del Tolstoi o Dostoievski de George Steiner, traducido por Agustí Bartra y publicado por Era (México, 1968): “la crítica literaria debería surgir de una deuda de amor”. La acepté de inmediato y prácticamente desde ese momento supe que, en cuanto crítico, me dedicaría principalmente a escribir sobre obras y autores que me entusiasmaran, que admirara, para intentar entenderlos mejor yo mismo y para compartirlos con otros, y que no perdería el tiempo leyendo mala literatura para después perder más tiempo escribiendo que es mala, tarea seguramente necesaria, pero ingrata, que con gusto dejo a otros críticos.
El libro en cuestión lo compró mi padre y tiene su nombre escrito en diagonal en una esquina de la primera página: “Manuel Sol T.” Actualmente ya no tiene portada ni contraportada, solo le queda el lomo, arrugado y descolorido, y un día de estos debería hacerlo empastar. Recuerdo que la primera vez que intenté leerlo, a los diecisiete o dieciocho años, tuve que parar a los primeros capítulos. La razón era muy sencilla: Steiner, con toda naturalidad, citaba o aludía a decenas de autores y obras que yo no había leído, sobre todo los principales novelistas y novelas del siglo XIX. No eran referencias casuales, sino indispensables para ir siguiendo la argumentación. Paré y me dije que leería todos esos libros o la mayoría, al menos, para después poder leer como era debido aquel. En cierta forma puedo decir que leí buena parte de las grandes novelas decimonónicas para poder leer Tolstoi o Dostoievski.
George Steiner siempre me pareció un modelo de crítica. Perteneció, me temo, a una especie en vías de extinción y ahora que ha muerto el mundo de la lectura se ha hecho más pobre. Nacido en París en 1929 en el seno de una familia judío-vienesa, Steiner tuvo una educación políglota en francés, alemán e inglés, lenguas a la que luego agregaría el italiano (y el griego y el latín clásicos, que estudiaría en el liceo y en la universidad). Esa, sin duda, es la llave que le ha permitido el dominio de prácticamente toda la gran literatura occidental (la única de las principales lenguas europeas que no conocía era, de hecho, el español). Fue alumno y después profesor en las principales universidades norteamericanas y europeas –Harvard, Chicago, Princeton, Oxford, Cambridge– para luego asentarse en la Universidad de Ginebra, donde enseñó literatura comparada. Esta es otra de las facetas que me hace especialmente entrañable a Steiner, la de profesor, no menos importante que la de crítico. Pocos como él han reflexionado tan lúcidamente sobre lo que significa dar clases, en particular clases de literatura, como muestra en Lecciones de los maestros, libro en el que reúne las conferencias Norton que impartió en la Universidad de Harvard sobre el acto de enseñar. Entre sus otras obras, destacaría La muerte de la tragedia, ensayo sobre por qué la tragedia como género parece imposible en nuestra época; Antígonas, un recorrido del mito desde Sófocles hasta nuestros días; Presencias reales, que postula que solo desde el reconocimiento de lo trascendente puede alcanzarse ciertas cimas artísticas; Pasión intacta, recopilación de ensayos; Errata, su autobiografía, y sus libros de entrevistas, en especial sus diálogos con Ramin Jahanbegloo (la sabiduría y el carácter de Steiner encuentran en la conversación un medio ideal para desplegarse).
Tolstoi o Dostoievski fue el primer libro de Steiner, escrito antes de cumplir los treinta, lo que causa cierto escalofrío si consideramos no ya la agudeza crítica que revela, sino tan solo la abundancia de lecturas. Las primeras páginas son una declaración de principios, casi un manifiesto crítico. Además de defender el entusiasmo y la admiración como puntos de partida de la crítica, advierte sobre un fenómeno que en la fecha en que fue publicado el libro apenas comenzaba y que no ha hecho sino agudizarse: la relativización de los valores estéticos y literarios, la puesta en duda de que realmente existan grandes autores y grandes obras, la rebelión contra toda idea de jerarquía literaria, la tentación populista y políticamente correcta de pretender que todas las obras y todos los autores son igualmente dignos de atención y estudio. En la actualidad, en ciertos medios académicos (sobre todo norteamericanos, cuya influencia se deja sentir en el resto), el joven que quiere dedicarse a Shakespeare, Dante o Cervantes tiene poco menos que disculparse. Steiner reivindica lo que denomina la antigua crítica, la que nace de la admiración, la que se rige por criterios estéticos, la que siempre considera a la literatura en un contexto histórico, la que posee alcances filosóficos.
La tesis principal del libro es que Tolstoi y Dostoievsky, en última instancia, representan dos visiones enfrentadas del mundo –sobre todo, dos acercamientos radicalmente opuestos a lo divino– y que, aunque naturalmente puede admirarse a los dos, no se puede estar con ambos por igual. Se trataría de una de esas disyuntivas kierkegardianas: o lo uno o lo otro. De un lado el poeta épico, el racionalista, el hombre de la salud olímpica; del otro, el poeta trágico, el visionario, el enfermo atormentado. El contraste cabe porque su estatura artística es equiparable.
Sin embargo, lo que se propone como un estudio de dos autores es realmente un estudio completo de la novela realista del siglo XIX y, más allá, de la tradición literaria occidental desde Homero y los trágicos griegos hasta sus herederos rusos. Esto es posible gracias a la vasta cultura literaria de Steiner, pero, sobre todo, a su inteligencia crítica, a su capacidad de establecer relaciones, de observar afinidades y diferencias, y de leer escrupulosamente un texto. No precisa, para analizar una obra literaria, de una “teoría” que “aplicar”, triste confusión que ha hecho estragos en la crítica literaria académica y que lo que descubre, con frecuencia, es la incapacidad de pensar por cuenta propia y decir algo relevante sobre la obra en cuestión, algo que verdaderamente nos haga comprenderla mejor. Steiner estudia la literatura desde la literatura y, de hecho, mediante su esmerado cultivo de la prosa, logra que la crítica se vuelva parte de ella, así sea ancilar.
Cuando uno completa ese tour de force que es la lectura de Tolstoi o Dostoievski, termina con la impresión –que debería ser la piedra de toque de todo texto crítico– de que ha ampliado su comprensión de las obras, que ha enriquecido su entendimiento, que se han revelado aún más complejas y profundas de lo que pensaba. La gran obra crítica es aquella que nos muestra cosas que nosotros no habíamos visto, verdades que nosotros no habíamos pensado, y que potencia el significado de una obra literaria.
Tolstoi o Dostoievski fue una de las obras que definió mi vocación de crítico. Desde entonces, prácticamente cada texto crítico que escribo intenta pagar una deuda de amor y de admiración.
(Xalapa, 1976) es crítico literario.