Aridez y literatura

Cuentos completos

Jesús Gardea

Sexto Piso/UNAM

Ciudad de México, 2022, 616 pp.

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Leer a Jesús Gardea es una de las experiencias más áridas que pueda deparar la literatura mexicana. No solo por la previsible razón de que se trata de un “narrador del desierto” (etiqueta que no hacía feliz al autor, por cierto, pero que no es del todo falsa, aunque en sus cuentos también llueva o nieve), sino por la desolación de su mundo narrativo y su prosa, su inmaculada falta de amenidad, pero entiendo que ir a buscar amenidad, en sentido estricto, al desierto ya es ir medio errado.

Nacido en Delicias, Chihuahua, en 1939, y fallecido en la Ciudad de México, en el 2000, Gardea es uno de los indiscutibles pioneros de una narrativa, la norteña, que luego ocuparía un lugar sobresaliente en la literatura mexicana. Leída retrospectivamente, su obra se sitúa en una especie de Edad de Oro de dicha narrativa: prístina, arcaica, inocente (no porque no ocurran cosas terribles, sino porque aun estas ocurren en un fondo de inocencia, sobre todo en comparación con lo que vino después). En vano buscaría aquí el lector los que luego se volverían los clichés de la narrativa del norte, trillados hasta la caricatura: la violencia del narcotráfico, el sufrimiento de los migrantes, la desaparición de mujeres, etc. Por lo mismo, tampoco hay, lo que a estas alturas se agradece, el afán del escritor de erigirse en campeón moral (miren qué ético y solidario soy: prémienme), con frecuencia sin importar la calidad literaria. Gardea entendía que la literatura no es una rama de la ética ni de la santidad. Ajeno, por otro lado, a la búsqueda de éxito comercial, se empeñó toda su vida en la construcción de un mundo propio y personalísimo.

Resulta evidente que la mayor influencia del primer Gardea, el de Los viernes de Lautaro y parte de Septiembre y los otros días, es el Juan Rulfo de El llano en llamas, como observaron algunos de sus críticos, José María Espinasa o Christopher Domínguez Michael. Gardea tuvo el tino, que no tuvo una legión de imitadores, de no intentar reproducir tal cual el inimitable mundo rulfiano, sino el de trasladar y adaptar algunos de sus principales rasgos a un ámbito propio, en su caso el del norte de México. No lo tuvo, en cambio, también hay que decirlo, para asimilar algunas de las principales lecciones del maestro: la amenidad narrativa, la concisión, la economía. Esto aplica no únicamente para sus libros más rulfianos, sino para toda su obra. Estos Cuentos completos tienen seiscientas doce páginas; Gardea podría haber escrito –o, en todo caso, publicado– la mitad o menos, y esto no solamente no habría ido en menoscabo de su obra: la habría hecho mejor.

Gardea es un escritor, específicamente un cuentista, que pide a gritos ser antologado, es decir, que alguien se tome la molestia de separar la paja del trigo –porque aquí hay mucha, mucha paja– y presentar solo lo mejor o más representativo. Sobra decirlo, no todo cuentista amerita una edición de cuentos completos y en el caso que nos ocupa esta parece más destinada al estudioso o al muy devoto que al lector común. Con los mejores relatos de Gardea se podría armar un libro inobjetable, legible y económico, que de hecho tendría mayores posibilidades de acercar su ardua obra a más lectores, lo que entiendo es uno de los propósitos de reeditarlo; unos ambiciosos, pero ladrillescos Cuentos completos como estos difuminan su innegable calidad y, pese a su vistosidad, no sé si necesariamente van a ganarle más lectores, que con facilidad podrán desorientarse y cansarse entre las muchas repeticiones y altibajos, y no ubicar las pequeñas joyas, por ejemplo, ese cuento memorable, “Todos los años de nieve”, en uno de sus volúmenes menos conocidos, De alba sombría. En sus últimos libros (Difícil de atrapar, Donde el gimnasta), los menos frecuentados, Gardea, al límite de la legibilidad, se entregó a la creación de atmósferas e historias cuasi kafkianas, como esa inquietante alegoría del escritor, “Los visitantes”.

Críticos y admiradores de Gardea suelen argumentar que sus principales virtudes son formales, lingüísticas o estilísticas. Ciertamente nadie podría acusarlo de ser un apasionado de la trama; sin embargo, subordinar el argumento y privilegiar el lenguaje y la forma no te convierte, en automático, en Góngora. He aquí un párrafo representativo de la prosa gardeana: “Tendidos los rayos del sol, nos bañan a todos; no declinan; están sumamente quietos. Su persistencia ahonda, en el aire, en la luz, el silencio; la soledad en la que, como animadas imágenes de polvo, nos encontramos envueltos. Miro a los del auto; ni los trepados en él, ni los sentados en el estribo y el suelo parecen gente viva; los rayos del sol, a los que forman el copete del auto, les desprenden, de la cabeza y de los hombros, pequeñas plumas de ceniza. Por los abiertos caminos del aire llegan a mí y luego, en mí, se desbaratan…” (“El vendedor”, Donde el gimnasta). Nada para experimentar un arrebato lírico, de acuerdo, pero en principio no hay problema: se plasma una imagen y se crea una atmósfera. El problema empieza cuando ese párrafo o ligeras variantes se repiten una y otra vez, ad nauseam, y son fascinantes descripciones como esta las que llenan literalmente cientos de páginas de estos Cuentos completos que con frecuencia cuentan muy poco o nada. Dicho sea de paso, uno entiende que notas de contraportada, solapas y demás paratextos sean básicamente formas de la publicidad, pero afirmar, como se lee en la cuarta de forros de este volumen, que a Gardea le corresponde “la primera fila de los grandes escritores de nuestro idioma” es un despropósito que en nada ayuda a entender mejor la obra de un escritor decoroso y con innegables méritos. Rescatar o reivindicar la obra estimable de un autor olvidado o relegado está muy bien; no hay por qué pretender que sea Borges o Quevedo.

En fin, que la lectura de Gardea no es precisamente una fiesta; la literatura no tiene que serlo siempre, desde luego. Quizás esa aridez sea su inevitable marca de origen y destino, y todo este tiempo lo hayamos pensado al revés. Él no era el “narrador del desierto”, sino su criatura. ~

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(Xalapa, 1976) es crítico literario.


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