A George Steiner lo conocí gracias a David Huerta en 1974. Me mostró una antología de poemas traducidos que había editado en Penguin el critico literario nacido en París, en 1929. Poco después, en el Fondo de Cultura Económica de Parroquia y Universidad, llegó ahí, gracias a don Jaime García Terrés, la flamante primera edición de After Babel, que traduciría yo con el título de Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción en 1980. Me marcó definitivamente el traslado de esa obra única del hombre de letras que era capaz de moverse entre varias lenguas (inglés, francés, alemán, latín, griego, hebreo, yiddish, portugués y algo de ruso) y de dominar varios saberes (la poesía y la literatura en varias lenguas, la filosofía, la lingüística, la economía –había sido redactor en su juventud de The Economist–, el psicoanálisis, la antropología, la biología, la crítica de arte, la teología, y la música, entre otras disciplinas), y que estaba marcado además por un sentido crítico, humano y sobre todo poético y trágico. Desde luego, entre tanto, leí y releí sus libros hasta entonces publicados (Extraterritorial, Lenguaje y silencio), y traté de leer en el original lo que él citaba tanto como de buscar las versiones al español.
Años más tarde, en 1997, poco antes de que falleciera Octavio Paz, el autor de Tolstoi o Dostoievsky, Antígonas, La muerte de la tragedia, Gramáticas de la creación, Proofs and three parables, vino a México a dar unas conferencias y a visitar al amigo que conociera en Cambridge antes de que éste regresara a México. Si bien Steiner citó a Paz junto a Borges, en Después de Babel, no pudo verlo.
Tuve la fortuna de poder acompañarlo varios días antes, durante y después de su viaje a Monterrey. Era capaz Steiner de llenar auditorios como los de Bellas Artes o los de la biblioteca de la Universidad de Monterrey y de mantener al público en silencio, fascinado con su palabra magnética, hablando de las paradojas morales de la literatura y del arte. Profesor de literatura comparada, Steiner acuñó la expresión del escritor extraterritorial para referirse a Kafka, Nabokov, Joyce y Borges, y abrió las puertas para la comprensión de la poesía y la literatura desarraigada y sin fronteras. Su libro sobre Heidegger, traducido al español en 1983 por Jorge Aguilar Mora, y publicado también por el FCE, muestra la probidad y honradez critica de su pensamiento.
Pocos años después de su visita a México, Steiner recibiría el Premio Internacional Alfonso Reyes. Ya no pudo venir a recibir ese galardón y recibió el premio en su casa en Cambridge, Inglaterra. Gracias a la gentileza del embajador Juan José Bremer, pude rescatar las palabras que dijo y publicarlas en México y en uno de mis libros. El infatigable ensayista y crítico –no le gustaba que le dijeran filólogo, aunque lo merecía– exploró en sus libros las fronteras y los horizontes que rodean y estrechan a la cultura contemporánea, la barbarie y el analfabetismo funcional. El tema o motivo de la transmisión del conocimiento y de la relación entre maestros y discípulos lo fascinaba y dejó un tríptico de breves libros inagotables: Errata. El examen de una vida, Lecciones de los maestros, y Diez (posibles) razones posibles para la tristeza del pensamiento. Lector de Platón, la Biblia, la Torá, Hegel, Schelling, Wittgenstein, Thomas Mann, Nietzsche y Marx, la figura de Steiner es a la vez imprescindible y polémica.
Durante aquellos días de su viaje a México y Monterrey comprobé que me unía a él una profunda simpatía intelectual. Hablamos mucho más. En algún momento, Steiner se desató hablando mal de Colombia y de ciudades como Medellín, cimbradas por el espectro de la guerra desencadenada por el narcotráfico. Le aclaré al prestigioso ensayista que precisamente en una ciudad como Medellín había un público fervoroso para la poesía, y gente educada que estaba dispuesta a sacrificarse por el arte y por la poesía. Guardó silencio y se me quedó viendo. Luego, con una sonrisa y un fulgor fáustico en los ojos, me dijo: “Es usted un personaje, ya lo verá algún día”. Lo acompañé luego al aeropuerto y en el camino me hizo advertir cierto pertinaz mal olor que despedía el viaducto Río Piedad… No se le escapaba nada.
Pasó el tiempo. Un par de años después, me encontré con la edición de su libro Les logocrates, publicado en París en 2003 por el sello L’Herne (que por cierto le dedicó uno de sus Cahiers). Cuál no sería mi sorpresa al encontrarme en las páginas finales una ficción, “A cinq heures de l’après midi”, donde aparecía un maestro de poesía y de literatura, discípulo y lector de Octavio Paz, llamado Roberto Casteñón, que convencía a un puñado de jóvenes de hacer un improbable viaje a Colombia para luchar con las armas de la poesía contra la violencia desatada por el narcotráfico. Cuando le hablé por teléfono para agradecerle el guiño y pedirle permiso para traducirlo, se rio y me dijo que podía yo hacer con el texto lo que quisiera, pues era mío. Lo publicaría finalmente, gracias a la generosidad de Enrique Krauze, en Letras Libres.
Guardo una cuarentena de libros de Steiner en mi biblioteca. Los leo y releo. Tengo alguno dedicado. El último libro que he puesto en las estanterías, junto a La barbarie de la ignorancia y La idea de Europa, es la antología que hizo Rafael Vargas de sus escritos sobre música, editada por el sello Grano de Sal de Tomás Granados Salinas. Cuando Rafael me dio el libro Necesidad de música, le dije a Rafael, pensando en el autor de En el castillo de Barba Azul y Sobre la dificultad, que tal vez sólo faltaban los ensayos sobre el silencio y el abandono de la palabra. Steiner es uno de los raros escritores que con la música del pensamiento han sabido dar voz al silencio después del Holocausto.
Coyoacán, 3 de febrero de 2020
(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.