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Cuando William Faulkner recibió las pruebas de galera de su novela El ruido y la furia, no le gustó nada descubrir algunas correcciones hechas por Ben Wasson, su agente literario, que además era su amigo. Las cursivas que había utilizado para señalar los saltos en el tiempo, hacia atrás y hacia delante, en la primera de las cuatro partes en que se divide el libro, habían sido reemplazadas por la inserción de espacios en blanco en los puntos en que se producían esas rupturas. Ese cambio fue el que más le molestó.
Wasson alegó que el uso de la cursiva diferenciaba solo dos planos de tiempo, mientras que en el relato había por lo menos cuatro. Faulkner le volvió a enviar el texto tal como lo había escrito originalmente, y lo acompañó de una airada carta en la que explicaba que en realidad los planos temporales no eran cuatro, sino muchos más. Solo “el día de la anécdota tiene 33”, enfatizaba Faulkner. Y de inmediato añadía que “estos son solo unos cuantos que recuerdo”. Pero el principal motivo de su rechazo a las modificaciones era otro.
“Un espacio indica un cambio objetivo de tempo —apuntó Faulkner en la misiva—, mientras que aquí la figura objetiva debe ser la de un todo continuo, ya que el cambio de pensamiento es subjetivo; es decir, ocurre en la mente de Ben y no en el ojo del lector. Creo que la cursiva es necesaria para explicar al lector la confusión de Benjy; esa continua confusión del idiota que hacia afuera se presenta con una coherencia dinámica y lógica”.
El escritor seguía diciendo que, para lograr eso mediante el uso de espacios en blanco, haría falta escribir “una introducción ante cada transferencia”. Y entonces explicaba: “Me gustaría que la impresión estuviera lo suficientemente avanzada como para utilizar tintas de colores para cada una de ellas, como discutí contigo y con Hal [Harrison Smith, uno de los editores] aquel día en la cantina”. Si el agente no aceptaba la versión original, “tendré que guardar la idea —escribió Faulkner— hasta que el mundo editorial esté a su altura”. Wasson, por supuesto, acató la voluntad del autor, y la novela se publicó poco después. Era el año 1929.
El texto completo de la carta —cuyo tono parece homenajear al título de la novela— aparece en el prólogo de Michael Millgate a El ruido y la furia, incluido en el tomo I de las Obras completas de Faulkner (Aguilar, 2004).
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El viernes 6 de julio de 2012, día en que se cumplían cincuenta años de la muerte de William Faulkner, la editorial británica The Folio Society puso a la venta una lujosa edición de El ruido y la furia que cumple el supuesto sueño del autor: el texto de la primera parte está impreso en catorce colores diferentes. El trabajo estuvo a cargo de Stephen Ross y Noel Polk, dos especialistas en la obra de Faulkner.
Uno de los responsables de la casa editorial dijo a la prensa que “la reacción inicial de Noel fue desconfiar de la imposición de una lectura o de lecturas que pudieran alejar de la experiencia original. Pero después de pensarlo —agregó— los editores decidieron que sería divertido, y que se abriría de nuevo el debate sobre el libro entre los faulknerianos”. Apuntó que se trata de una edición “aventurera”, pero también “respetuosa de los deseos expresados por el autor”.
Está claro que si Ross y Polk son especialistas en Faulkner sabían lo que hacían. Pero yo no puedo evitar la sospecha de que aquellos comentarios del autor acerca de las tintas de colores no eran más que una suposición, una forma de decir, una fantasía surgida precisamente a partir de su propia imposibilidad. Para estar seguros, habría que saber con exactitud cómo fue la charla entre Faulkner, Wasson y Smith “aquel día en la cantina” que el primero menciona en su carta.
Si el recurso de que el texto esté escrito con tintas de diferentes colores de verdad fuera deseable, los autores y editores de la actualidad lo podrían utilizar. La impresión ya está lo suficientemente avanzada, como pedía Faulkner, el mundo editorial está a la altura. Aunque habría que ver en qué medida la policromía elevaría los costos. Cada uno de los 1.480 ejemplares compuestos por The Folio Society salió a la venta con un precio original de 75 libras esterlinas, que en ese momento equivalían a unos 113 dólares. Hoy, agotada la edición, uno de esos ejemplares se ofrece, al momento de escribir este texto, a 1.600 dólares en Abebooks.
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¿Qué pasaría si se pretendiera usar tintas de distintos colores para indicar diferentes planos temporales en otras novelas? En Crónica de una muerte anunciada, por ejemplo. O para marcar otra clase de rupturas discursivas, no solo temporales, en Rayuela, por pensar otro ejemplo. O en el Ulises de Joyce, para hablar del ejemplo mayor.
Hace unos años circuló en la web una foto de un libro lleno de colores, subrayados, fechas y anotaciones, y se dijo que era un ejemplar del Ulises leído por David Foster Wallace. Pronto quedó claro que aquello fue un bulo: en la foto se aprecia que ni siquiera es un ejemplar del libro de Joyce, sino una biografía de Robert Mitchum escrita por Lee Server. (Como en internet los mitos se edifican enseguida y derribarlos nos cuesta la vida, cada tanto la foto vuelve a circular y con ella la historia de que es Joyce leído por Foster Wallace.) El caso es que así de multicolor, o más aún, podría ser un Ulises según el estilo de The Folio Society.
Pero esa sería, desde luego, una lectura. Es divertido —como les pareció a Ross y Polk— imaginar esas ediciones, e incluso hacerlas, y sin dudas pueden ser beneficiosas para reabrir los debates sobre un libro o un autor. Pero el hecho de que la versión de ellos incluya tipografía en catorce colores, cuando en su momento Faulkner habló de al menos 33 planos temporales, ya pone en tela de juicio aquello de que la edición respeta los deseos del autor. Ross y Polk, de hecho, quisieron seguir su aventura multicolor en las siguientes partes de El ruido y la furia y, al advertir que la dificultad aumentaba, se dieron por vencidos.
El camino de la escritura, me parece, va precisamente en sentido opuesto. Se trata de trabajar con los colores del mundo, con los infinitos matices que percibimos en eso que llamamos la realidad, y de convertirlos en palabras. Se puede romper las reglas y proponer acertijos y plantear toda clase de experimentos, sin duda, pero se me ocurre que, en el fondo, lo único importante serán siempre las palabras: palabras que valgan y se basten por sí mismas, sin necesidad de explicaciones cromáticas ni de ningún otro artilugio técnico.
Si Faulkner se ganó el lugar que ocupa en la historia de los libros, es porque supo cómo moldear sus textos, sus palabras. Por eso, no puedo evitar la desconfianza. Para mí que aquello de las tintas de colores no fue más que una forma de decir; para mí que aquello de que se iba a “guardar la idea hasta que el mundo editorial estuviese a la altura” no fue más que una pura bravuconada, el enojo con su amigo porque le había toqueteado sus cosas. Aunque, insisto, para estar seguros tendría que haber estado con ellos aquel día en la cantina.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.