La noche es quizás el escenario más fácilmente reconocible de los libros de Edgardo Cozarinsky, poblados de adultos y niños insomnes (los segundos no menos aventureros que los primeros). Pero hay en ellos una obsesión igual de constante, aunque más sutil, por una hora indefinida y pasajera que Cozarinsky registra una y otra vez. Cito del comienzo de su novela Maniobras nocturnas (2007): “Allá en Europa a fines de abril, aquí a mitad de septiembre, hay una tarde, siempre, en que me encuentro en la calle a una hora que se me ocurre más temprana, y me dejo sorprender por el día que se ha prolongado…”. Y de su libro más famoso, Vudú urbano (1985): “En Buenos Aires los días se hacen más largos cuando llega septiembre. Nunca lo pensaste, ¿verdad? No importa: de pronto, una tarde, estás en la calle a eso de las siete y adviertes que aún hay un poco de luz en el cielo…”.
Cozarinsky murió en Buenos Aires el pasado 2 de junio, lejos de la temporada porteña de milagros lumínicos que estos pasajes celebran y que quedarán, así, resguardados, asociados a su vida y a su obra, y no a un accidente tan absurdo como su desaparición física. En esos momentos en que los días demoran y a la vez prometen la llegada de la noche, están los rasgos más salientes del estilo de Cozarinsky: una sintaxis compleja que nunca llega a ser barroca, el escenario urbano, la vida simultánea en varios lugares, la oscilación entre varias personas gramaticales, la superposición del tiempo que es de todos (la Historia) y el de cada uno (la literatura), el gusto por registrar lo efímero y la melancolía que proviene de ese intento.
Había nacido en Buenos Aires hace 85 años, de los cuales pasó muchos en París. Llegó allí en 1974, asediado por los horrores políticos de derecha e izquierda en la Argentina, y se convirtió en un cineasta clave de su generación con films como La guerra de un solo hombre (1982), sobre Ernst Jünger,y Autorretrato de un desconocido (1985), sobre Jean Cocteau. También en París escribió Vudú urbano (1985), un “álbum de tarjetas postales”, como las titula su autor, precedidas por la mejor nouvelle de la literatura argentina: “El viaje sentimental”. En ella, durante una noche de verano parisina, la ciudad se transforma para dar paso a una Buenos Aires alucinada donde el narrador se reencuentra con los amigos que dejó atrás, reflexiona sobre la vida del artista en el extranjero y ofrece una mirada de la historia política argentina que hoy, cuatro décadas más tarde, no es actual sino novedosa.
A Vudú urbano le siguió un silencio de décadas, hasta que un cáncer lo llevó a publicar, con una urgencia que nunca se traduce en descuido, más de veinte libros, y a volver cada vez más seguido a Buenos Aires hasta regresar del todo. Sus ensayos son los más celebrados, desde El pase del testigo (2001)y Blues (2010) hasta los más tardíos Los libros y la calle (2019) y Variaciones Joseph Roth (2022). En todos ellos combina la anécdota personal con agudas lecturas de sus obsesiones literarias (Roth, la mayor de ellas), de la política y la cultura de su época, y las ciudades por las que pasó. En Museo del chisme (2005), un ensayo sobre la función del chisme como motor literario en las obras de Henry James y Proust se combina con una colección de –justamente– chismes tomados de fuentes orales y literarias que componen uno de los retratos más cómicos de la vida de los intelectuales de los que tengamos noticia. El chisme saca lo mejor de la prosa de Cozarinsky: la anécdota puede ser fácil o difícil de seguir, pero su sintaxis siempre es clara y anticipatoria, sin abusar del clímax del remate. La uniformidad del estilo permite que una pelea entre dos escritores españoles, de los que el autor se entera por un amigo, tenga el mismo tono que una anécdota sobre la monarquía francesa registrada en un volumen del siglo XVIII. El chisme se vuelve leyenda gracias a este truco literario, que persiste hasta Variaciones Joseph Roth.
De estos libros de Cozarinsky se dice, en general, que son “híbridos” o “inclasificables”. El mismo Cozarinsky dice de Vudú urbano que “no pertenecía a una categoría literaria reconocible”. Lo hace en un ensayo titulado “Tarjeta postal” (2006), especie de ars poetica que empieza: “Soy un escritor y soy argentino. No sé si soy un escritor argentino”. Me atrevería ahora a contradecirlo en algo. Creo que, al margen de Vudú urbano, la tentación por llamar a su obra en general inclasificable se debe, primero, al dominio de Cozarinsky de un género por naturaleza difícil de definir (el ensayo) y, segundo, al hecho de que haya manejado con igual destreza la ficción.
Si sus libros de ensayo han sido celebrados por la crítica, sus cuentos y novelas han pasado un poco más desapercibidos. Pero en libros como Maniobras nocturnas (2007), Cozarinsky demuestra que es, además de un ensayista increíblemente agudo y sensible, un gran narrador. Sus novelas no son las narraciones más experimentales de otros ensayistas argentinos notables de su generación (Ricardo Piglia o Sylvia Molloy), sino relatos clásicos, llenos de peripecias y suspenso, donde no faltan plot twists eficaces (incluido el asesinato). Lo mismo puede decirse de sus últimas ficciones, en las que además se interesó por paisajes y personajes ajenos a su patria declarada –Buenos Aires–, especialmente el norte de la Argentina en Turno noche (2020) y Cielo sucio (2022).
Algunos de los rasgos de estilo que señalé más arriba llevaron a Alan Pauls, en la introducción de los Cuentos reunidos (2019) de Cozarinsky, a emparentarlo con Walter Benjamin. Otros llevan a Mariano Siskind, en un ensayo de próxima aparición en A history of Argentine literature (Cambridge University Press, 2024), a ubicar a Cozarinsky en una serie de herederos de Borges que incluye a Sylvia Molloy y Juan Rodolfo Wilcock, entre otros escritores que abjuraron de ser escritores argentinos.
Las dos son observaciones certeras a las que me gustaría agregar un matiz. Es verdad que, como Benjamin, Cozarinsky construye sus libros a partir de citas heterogénas que a menudo reutiliza (del tango a Joseph Roth y de Proust a sí mismo); también que la Europa de entreguerras, con sus sueños cosmopolitas destruidos y judíos errantes, vuelve a menudo en su obra. Pero la prosa de Cozarinsky, a diferencia de la de Benjamin, siempre es cristalina y no participa del aforismo, contra el que incluso se rebela. De la frase de Adorno sobre que no se puede escribir poesía después de Auschwitz dice, por ejemplo, que es “un arrebato tan banal” que, por la inteligencia de quien viene, “debería llamar a prudencia a todo intelectual” (Niño enterrado, 2016).
Y si bien es cierto que, como la de Molloy o Wilcock, la literatura de Cozarinsky no se explica sin el contacto del castellano con otras lenguas y culturas –en el epílogo de Vudú urbano dice haber escrito el libro primero en un inglés imperfecto, para luego traducirse–, a diferencia de ellos, Cozarinsky sí volvió a Buenos Aires, y esto no es solo una anécdota biográfica, creo, sino un rasgo clave de su literatura: hay en ella una sensación definitiva de hogar. Por más pasajeros que sean sus cielos de primavera y por más cosmopolita que sea su imaginación, Buenos Aires es la patria ineludible de la obra de Cozarinsky, y cada vez más a medida que se suceden sus libros. Su pertenencia a la ciudad no es ajena a la melancolía, pero jamás la pone en duda; más bien la confirma: ¿cómo no querer que permanezca siempre idéntico el lugar que más amamos? ¿Cómo no querer que dure un poco más un incipiente día de primavera, aun si la noche encierra mil promesas?
A esas preguntas universales que nos hace la obra de Cozarinsky se enfrentan, ahora que su mundo no será el mismo, quienes lo frecuentaron en los bares de Buenos Aires a esa hora mágica en que la luz se estira. ~
es director del Humanities Institute en el New York Botanical Garden, donde investiga y promueve conversaciones sobre el cruce de plantas y cultura. Recibió su doctorado en Lenguas y Literaturas Romances de Harvard University y completó su postdoctorado en Dumbarton Oaks Research Library.