Un vistazo rápido al currículum de Alejandro Rossi hace tambalear conceptos tan en boga como “globalización”, “multicultural” o “transnacionales”. ¿Cómo es posible que un autor tan reconocido y gravitante en la escena mexicana sea prácticamente un desconocido por estos lados? Negligencias del mundo interconectado, carencias de culturas que se jactan de haber superado las fronteras, políticas editoriales que desafían la lógica.
Rossi nació en Italia en 1932, pero llegó a América durante la Segunda Guerra Mundial. Primero a Venezuela, luego a Argentina y después a México, donde estudió filosofía. Los cursos de especialización los realizó en la Universidad de Oxford y en Friburgo, como miembro del cerrado círculo que rodeaba los seminarios de Heidegger. En una crónica de antología, relata cómo estudiaba en “las tardes nocturnas de aquellos inviernos profundos”, en una ascética habitación de pensión alemana, junto a un amigo peruano de origen chino, interrumpiendo la sesión sólo para tomar una taza de té y comer unas rebanadas de pan negro con miel.
De vuelta en México su prestigio como filósofo aumentaba en la misma proporción que su fama de eximio conversador y destacado jugador de ping pong. Con Juan José Arreola, su compañero de dobles, gestionó la llegada del primer entrenador japonés al D.F. Juan Villoro recuerda con precisión al Rossi de aquellos años: “Aunque daba clases con académico rigor, Alejandro pertenece al modo socrático en el que se enseña sin horario reconocido por el sindicato. No paraba de hablar a bordo de su coche y se irritaba cuando un vendedor interrumpía el relato de su infancia en Florencia, la relojería de Buenos Aires donde trabajaba un astro del River Plate, las fatigas del general Páez, su pariente que combatió junto a Bolívar”.
Cuando las experiencias decantaron, el filósofo dio paso al narrador. Octavio Paz lo había invitado a formar parte de la revista Plural, y Rossi, ya con cuarenta años, aprovechó la ocasión para debutar como columnista. En sus textos aborda con igual soltura la filosofía de Leibniz, la obra de Borges o sus peregrinajes por oficinas de migración. En 1978 fueron reunidos en Manual del distraído, volumen que se ha transformado en un clásico. Posteriormente vendrían otros libros, como Cartas credenciales, Sueños de Occam y Un café con Gorrondona, que confirman que por cada cien hombres ingeniosos hay uno inteligente.
En 1999 obtuvo el Premio Nacional de Literatura y hace unos meses recibió el Xavier Villaurrutia por Edén, mezcla de biografía y novela que recrea un momento crucial de su vida: en el umbral de la adolescencia, Alejandro, Alessandro, Alex o simplemente “el negro”, se enamora de una mujer que conoce en un lujoso hotel de las sierras de Córdoba. “La gorra de hule azul marino –comenta el narrador– la convertía en un afiche de los juegos olímpicos, las modernas diosas de Occidente. Alex descubrió unas pecas entre el pómulo y la nariz que la volvían divinamente mortal”. Como los recuerdos nunca vienen solos, el lector es testigo del itinerario de la familia Rossi por Florencia, Roma, París, Caracas, Montevideo y Buenos Aires. Alejandro comparte el impacto que le causó ver negros en Venezuela, la tortura de tener que memorizar largos poemas, el soterrado erotismo que sentía por una amiga de su padre, el cariño por la joven yugoslava que lo peinaba antes de irse al colegio… En Edén las historias se multiplican con generosidad y nitidez, como si la memoria no sufriera ningún tipo de erosión. O como si la única patria de Rossi fuera la infancia. ~
¿Se siente de algún país o lugar?
Le voy a contestar con una frase de Lin Yutang, un semifilósofo chino que dijo que la patria son “los olores y los sabores de la infancia”. Yo considero la patria en el sentido de los orígenes personales, no la patria legal o jurídica. Estoy hablando de esa patria personal que compone el alma profunda de una persona. Otro escritor, cuyo nombre se me escapa, decía: “El niño dicta y el hombre escribe”.
Considerando la imaginación del pequeño Alejandro para contar historias, uno se pregunta ¿qué es vida: lo que recuerda o lo que imagina?
Mire, a la frase de que “el niño dicta y el hombre escribe” habría que agregarle que el niño no siempre habla con claridad. A veces el niño es muy confuso, a veces el niño se enreda, a veces balbucea. Y la persona mayor, el viejo que lo escucha, tiene que traducirlo, arreglarle frases, interpretarlo, agregar fuentes, tal vez algún personaje, en fin, recomponer esa escena que el niño dicta no siempre en forma limpia o clara. Por eso, precisamente, Edén lleva el subtítulo Vida imaginada. No sólo hay que corregir al niño, sino que hay que agregarle cosas para que esa voz tenga sentido.
A pesar de que el telón de fondo es la Segunda Guerra Mundial, nunca se ve a los Rossi angustiados. Su familia vivía en hoteles, no se preocupaba por el dinero… ¿Fue así realmente?
Un poco, sí, era una familia que no tuvo dificultades económicas ni sufrió persecuciones. Lo más dramático fue quizá nuestro viaje en avión de Roma a Sevilla, donde pintaron de blanco las ventanillas en previsión de que nos atacaran cazas ingleses. También hubo cierta angustia en la navegación de Cádiz a Puerto Cabello, en Venezuela, cuando el barco en el que viajábamos tenía obligación de detenerse en Trinidad y Tobago, colonia inglesa y una base naval importante. Allí procedían a examinar uno a uno a los pasajeros, y todos los días bajaban a alguien a tierra. Recuerdo que con mi hermano nos asomábamos en la barandilla del puente viendo a estas personas a las que se llevaban en lancha, algunas de las cuales eran conocidas nuestras. Pero le repito, no puedo yo crear la mentira de que nosotros fuimos víctimas de esto o aquello, porque no fue así. Hay en el libro un aire despreocupado, no sólo porque son dos niños, sino porque no hubo situaciones apremiantes.
¿Recuerda algo que podría llamarse “episodio de iniciación literaria”?
Sí, pero un poco más tarde. Cuando tenía como catorce o quince años, supongo, empecé a escribir narraciones, que le dejaba a mi madre en su cama. Ella, que era una mujer de amplia vida social, regresaba cuando yo ya estaba dormido, pero leía ese cuaderno y, según su parecer, me colocaba una calificación y me daba un premio en dinero. Para mí era muy excitante y me levantaba con gran curiosidad para ver cuál era la nota y cuánto dinero había yo ganado con ello. Fue la primera que me pagó derechos de autor.
¿Lo enorgullece que en su familia haya un “héroe de la patria”?
No le digo que fuéramos unos devotos del general Páez o que tuviéramos un retrato en la casa, pero es evidente que era una presencia fuerte en el discurso familiar materno. Ahora, a mí me agrada ser descendiente del general Páez. ¿Por qué? No lo sé. Supongo que a todos nos agrada tener un personaje de dimensión histórica, que construyó un país, que fue el primer presidente, que fue un guerrero notable. ¿Cómo no voy a apreciarlo? Siempre me hago la ilusión de que algún gen del general me ha tocado a mí también, así que no seré tan malo cuando llegue la batalla. Usted sabe que ahora tenemos un presidente grotesco en Venezuela que ha convertido al general José Antonio Páez en su bête noir, hasta dice que lo va a sacar del panteón nacional. ¡Pues ya haremos un escándalo!
¿Qué escritores sirvieron de modelo a esa escritura del Manual del distraído?
Hay una tradición hispanoamericana y curiosamente también hay una tradición italiana de este tipo de escritura que intentaba hacer en el Manual. Pero si usted busca una influencia mayor, creo que deberíamos hablar de Borges, que es una figura muy presente como ideal estilístico y como maestro del idioma. También está allí cierto tipo de prosa que me gusta pensar que viene de los filósofos ingleses, que en ocasiones suelen ser maravillosos escritores. Pienso por ejemplo en el tipo de filosofía de Gilbert Ryle, que fue un profesor muy famoso de Oxford a finales de los cuarenta. Es posible que estuviera cerca de mí la prosa de Austin o ciertos aspectos de Bertrand Russell. Entonces ahí hay un puente estilístico entre una vertiente del Río de la Plata, lo relacionado con la revista Sur, cuya cabeza máxima era Borges, y cierta prosa inglesa que, siendo muy elásticos, veo en algunos filósofos ingleses.
Villoro escribió que cuando Octavio Paz lo llevó a Plural “no pensaba en el experto en temas de filosofía sino en el conversador genial”.
Es verdad, he perdido mucho tiempo conversando. Espero que éste no sea el caso, ¿verdad? Uno de mis placeres es discutir y hacer filosofía charlando con los amigos. ¿Qué es un seminario de filosofía? Es eso: una discusión viva y permanente. Una clase es lo mismo. Pero eso no quiere decir que haya sido muy bohemio. No fui un tipo deschavetado. Mi vida era bastante disciplinada en una época. La conversación sí ha sido una nota dominante, pero cuando digo conversación no sólo me refiero a la reunión en el café, donde por cierto pasé mucho tiempo, sino en un sentido más amplio, yo digo conversación en un seminario, en una clase, en una caminata. Nada me gusta más que charlar libre y gratuitamente. Ahora lo hago menos porque estoy viejo, estoy cansado, tengo problemas respiratorios y estoy a veces un poco aburrido.
A propósito: ¿fuma todavía?
No soy un suicida, hombre. Ya no puedo, pero sí fumé mucho y ahora tengo un enfisema mayor.
¿Octavio Paz era uno de esos amigos con los que conversaba regularmente?
Sí, yo conocí a Paz cuando volvió de Europa en los cincuenta. Después nos dejamos de ver porque volvió a la carrera diplomática, se fue a la India, etcétera, y nos volvimos a ver cuando regresó a México a finales de los sesenta y después cuando se inician Plural y Vuelta. Yo quisiera subrayar la inmensa importancia que tuvieron para mí esas dos revistas. En ellas comencé a escribir literatura y han sido mis grandes estímulos y mis grandes vehículos.
¿Cree que la libertad de pensamiento es indispensable para un escritor?
Ése sería el ideal, pero la literatura es un extraño animal. A veces se da en las condiciones más ingratas. A veces hay buena literatura en escritores infames políticamente, a veces hay buena literatura en situaciones políticas nacionales pésimas, a veces la literatura surge donde menos lo espera. Es muy difícil dar recetas sobre eso. La literatura se adapta casi a todo y come carne blanca y carne negra. Yo lo que diría es que el escritor debe ser fiel a su propia voz. Se dice fácil, pero es difícil. ¿Por qué es un gran escritor Céline, no obstante su infame carrera política? Nadie tiene una respuesta. No hay escritor que haya dicho cosas más atroces que Céline, ni que haya estado en compañía peor que la de Céline, y sin embargo es un extraordinario escritor. ¿Por qué? No tengo la respuesta. Sólo veo el talento innato y la fidelidad de Céline a su voz profunda, tal vez a ese niño que dictaba las cosas. ~
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