Reflexiones desde una ventana en Barcelona
Tomo una silla del comedor y la coloco frente a la ventana de mi habitación. En mi departamento en la calle Lepant, a dos cuadras de la Sagrada Familia, el sol entra por mi ventana un par de horas al día, más o menos de 3 a 5. Me pongo shorts, me quito la playera y me siento a tomar un baño de sol. Algunos días está nublado y el sol no atraviesa las nubes; otros, como hoy, resplandece.
Estoy muy al pendiente de eso, ya que desde hace seis días, y por tiempo indefinido, todos los que residimos en España debemos de mantenernos en cuarentena para protegernos a nosotros y a los demás del Covid-19, la estrella mundial más inesperada. Me tomo muy en serio el asolearme diariamente. El sol calienta el alma, da un color lindo a la piel y evita que la cuarentena sea peor de lo que podría ser. Soy uno de los pocos afortunados estudiantes en Barcelona que tienen una habitación que da a la calle y recibe luz solar diariamente. La mayoría están confinados a diminutos cuartos cuya única ventana da al cubo de iluminación del centro de los edificios, propio de la arquitectura del Ensanche. Todos aquellos que vivan en esos cuartos tienen que estar constantemente en la penumbra, con luz eléctrica todo el día y una corriente de aire fresco casi inexistente.
Desde la ventana miro las calles vacías que hasta hace muy poco eran pisadas por millares de turistas y residentes. Miro a la gente en sus departamentos: fumando, viendo tele, trabajando, ejercitándose con videos de YouTube y mirando por la ventana. A veces cruzo miradas con ellos, me pregunto si piensan lo mismo que yo. Si hay una comunicación silenciosa y poética, como dos animales encerrados en un zoológico mirándose frente a frente. La cuarentena en España se define así: quedarte en casa todo el tiempo y solo salir si tienes que comprar víveres, medicinas o, en pocos casos, trabajar. Las consecuencias de no cumplir esas órdenes son multas económicas o incluso prisión. Por lo que veo desde mi ventana, una gran mayoría de la población está siguiendo las instrucciones del gobierno.
A la hora de ir al supermercado, observo a la concurrencia en la calle. Están los que trabajan: empleados públicos, dueños de tiendas de alimentos y en la inmensa mayoría, mensajeros. En medio de esta crisis, la empresa repartidora de alimentos Glovo no ha parado de repartir comida, ante la creciente demanda de los ciudadanos enclaustrados. Muchos restaurantes trabajan a puerta cerrada, y solo abren para entregarle un paquete al repartidor de la empresa.
En la calle noto otro segmento de la población muy presente: la gente de la tercera edad. Los que más están en riesgo por el Covid-19 son los que menos preocupados se ven por la calle. Ya no están los padres paseando con carriolas y niños, ni los jóvenes ejercitándose en la calle, pero los viejos mantienen su presencia y sus tradiciones. Debido a mi inocencia juvenil, no entiendo muy bien por qué no se cuidan apropiadamente, pero lo puedo imaginar. Estos señores y señoras han vivido mucho: la represión franquista y algunos hasta la guerra civil. Si durante todos esos años turbulentos mantuvieron sus tradiciones sin miedo a la represión, ¿por qué pararán ante un nuevo virus que no pueden ver ni escuchar? ¿Por qué abandonarán sus costumbres ante una amenaza que para muchos sigue siendo fantasma? Imagino las conversaciones que tienen entre sí –“Ya estoy harto de esto”, “¿Qué le vamos a hacer?”– y las que tienen con sus hijos, que ven cómo sus padres ignoran neciamente sus pedidos de cautela y hacen uso de su libre voluntad para hacer lo que les da la gana.
Sigo caminando hasta el supermercado. Las compras de pánico han estado bien presentes en el mundo de las redes sociales y los memes, y sí, al pasar por el pasillo del papel de baño veo que está agotado. En medio del pasillo hay un contenedor con más rollos, desgarrado por clientes que aprovechan para reclamar su parte del botín. Este fenómeno es sin duda el que me ha resultado más extraño de toda la compleja dinámica social alrededor del virus. Creo que las compras de pánico son solo una reacción en cadena dominada por el miedo a lo desconocido, la avaricia y, sin querer faltarle el respeto a ningún lector, una gota muy amarga de estupidez. Está claro que si se acabó el papel de baño o el jabón, uno debe de tener en casa. O es más, comprar el doble de lo que comprarías por el mes para no tener que salir más de la cuenta y así respetar la cuarentena. Pero a acaparar y comprar más de lo necesario no le encuentro ningún sentido racional y, sobre todo, empático hacia los demás.
Regreso a mi departamento, sano y salvo de los estragos de la pandemia. ¿Pero qué tan a salvo? Yo, al igual que la inmensa mayoría de estudiantes en Barcelona, vivo con compañeros de piso. De los cinco que somos en el apartamento, dos han mostrado síntomas de resfriado. De vez en cuando sale alguna broma: mis compañeros de piso argentinos, una de los cuales está resfriada, bromean: “ten cuidado porque la boluda esta tiene el corona”. Ni uno de los dos se ha hecho la prueba del Covid-19, en parte porque las autoridades españolas se niegan a realizar la prueba a alguien que no muestre el cuadro sintomático completo, mucho menos si esta persona es joven. Así, vivo con personas que pueden estar infectadas y con las que comparto el baño y la cocina. Yo mismo me he sentido algunos días con síntomas, unos cuantos estornudos y aquella sensación etérea del inicio de una fiebre. Para mi fortuna, y la de mis compañeros de piso, estos síntomas no se han materializado en una enfermedad, solo se han mantenido en el reino claroscuro de la hipocondría y paranoia.
Después de exponerme a la supuesta presencia del virus en el baño o la cocina, entro de nuevo a mi habitación, refugio sagrado en el que paso más tiempo del que quisiera. Por suerte, las bondades del internet, sobretodo de YouTube, son muy grandes. Tenemos toda la cultura y las grandes obras de la humanidad a unos clics de distancia. Así, paso mi tiempo consumiendo arte que considero exquisito. Conciertos increíbles, en alta definición y buen sonido, de Bill Evans, Frank Zappa y Miles Davis. Discusiones y entrevistas a grandes pensadores y filósofos, cine de los más grandes directores de la historia. Además, cuento con todo lo necesario para trabajar y hacer lo que más me gusta. Tengo mi guitarra y un recién comprado clarinete, con el cual agracio (o agrío) las veladas en cuarentena de mis pobres vecinos. Tengo colores y lápices con los que refino lentamente mi torpe técnica para dibujar, y una fiel computadora con la que puedo escribir este texto. Considerando esto, esta cuarenta no es tan mala. Sobre todo si se compara con las cuarentenas tan aburridas que debían de tener en el pasado. Es más, incluso me doy cuenta que tal vez siempre viva más o menos en cuarentena, ya que siempre he disfrutado mucho del estilo de vida hogareño y a veces salgo tan poco, con o sin pandemia mundial, que mis amigos se preguntan si me he mudado o simplemente me caen mal.
Desde mi ventana y el monitor de la computadora, veo el mundo que me rodea y cómo manejan la crisis provocada por el virus. Veo al fenómeno del Covid-19 como una especie de máquina del tiempo. En China y en Corea del Sur viven en el futuro, uno donde el virus se está erradicando y las cosas lentamente vuelven a la normalidad. El presente es España o peor, Italia, en donde nos encontramos en medio de una tormenta que vimos venir pero no supimos cómo evitar. El pasado está en América, donde muchos países probablemente se encontrarán, tarde o temprano, en la situación europea.
Este punto me hace reflexionar en el modo en que algunos gobiernos han gestionado, para bien o para mal, la crisis del Covid-19. Creo que entre los jóvenes gobiernos anti establishment, como el del Reino Unido, Estados Unidos de América, Brasil o México, hay elementos comunes. Se muestran escépticos, con un cierto aire de presunción y sobre todo, dan mensajes poco claros. Creo que la política de la ambigüedad y del escepticismo no es nunca una buena solución, mucho menos contra un enemigo tan imparcial como un virus. Solo espero que las acciones del gobierno mexicano sean contundentes y apropiadas.
De regreso a Barcelona, los ánimos son variados. Dependen mucho de la situación económica y claro, de salud. Todos los días, a las doce del día y nueve de la noche, hay un aplauso masivo. En toda España se agradece la valentía y dedicación de los trabajadores de salud y del sector público con un rotundo aplauso, junto a silbidos, gritos, coches tocando el claxon y ladridos de perros. Es un evento lindo de empatía masiva que ocurre dos veces al día, y estoy seguro que a todos los que lo escuchan les saca una sonrisa.
Desde mi ventana veo el mundo mientras paso los días cómodamente y sin presiones económicas. Envuelto en la suavidad y protección de mi estatus económico, pienso en los jóvenes que no corren con la misma fortuna. Muchos tienen la posibilidad de trabajar desde casa. Otros como yo, pueden tomarse la cuarentena para trabajar y estudiar. Pero otros se encuentran sin trabajo. El pago del alquiler y los víveres queda como una probable deuda que solo va a incrementar. Uno de mis compañeros de piso argentino tuvo que salir esta semana del piso, porque se quedó sin trabajo y sabe que no logrará pagar el alquiler el mes que viene. Todos ellos no se preocupan mucho por el virus, muchos no tienen ningún conocido que haya sido siquiera diagnosticado, pero sí que les preocupa la falta de salario y la incertidumbre en cuanto al retorno a la normalidad.
Yo mismo me encuentro en esa situación: no se cuándo regresaré a clases, si en este año escolar o en el que viene, y temo que cuando el gobierno español lo decida, las fronteras mexicanas habrán cerrado y me estaré atrapado en esta bella, pero vacía y cerrada, Ciudad Condal.
es compositor y productor audiovisual.