El jardín del nuevo siglo
Mario Bellatin, El jardín de la señora Murakami, Tusquets, México, 2000, 109 pp.
Fabio Morábito, La vida ordenada, Tusquets, México, 2000, 195 pp.
Fabio Morábito (1955) nació en Alejandría, hijo de italianos, y llegó a México en la niñez, mientras que Mario Bellatin (1960), nacido en la Ciudad de México, creció en el Perú. Por razones formativas, respiraron otros aires, y esa admirable extranjería es notoria en su libertad como escritores. Si el jardín literario del nuevo siglo tiene una vegetación de crecimiento prometedor, se deberá, en buena medida, a esas extrañas plantas sembradas por Morábito y Bellatin entre nosotros.
Si hay un escritor que en México responde a la sentencia de Buffon, “el estilo es el hombre”, ese es Mario Bellatin. De sus novelas, siempre breves, Salón de belleza y Poeta ciego me parecen decisivas. A partir de ellas ni la enfermedad terminal ni el mundo de las sectas volverán a ser, durante mucho tiempo, motivos literarios ajenos a Bellatin, cuyo lujo es esencialmente estilístico, gracias al sonido adictivo y asonante de su prosa.
Enamorado de “lo bello y lo triste”, Bellatin es un devoto de la literatura japonesa. Era natural, casi necesario, que dedicase una obra exegética, a manera de escolio, a esas letras cuyo grandioso acto de fundación es El cuento de Genji (Genji monogatari), de Murasaki Shikibu, la mujer que hace mil años escribió la primera novela de la historia.
El jardín de la señora Murakami es un delicado homenaje a esa tradición milenaria, que Bellatin lleva, con toda naturalidad, hacia el Elogio de la sombra (1933), de Junichiro Tanizaki. Todo escritor dueño del oficio tiene el derecho y hasta el deber de renovar sus devociones. Pero dado que todos andamos en lo mismo, como decía un amigo, sucede que llevo muchos meses enfrentándome con The tale of Genji. Por ello, mis exigencias ante el escoliasta Bellatin son mayores, en este momento, de lo que hubiesen sido en otra oportunidad. En El jardín de la señora Murakami, Bellatin crea una atmósfera tan plácida como tenebrosa, juego de claroscuros donde una joven crítica de arte se lía con un equívoco coleccionista de arte en el Japón de la última mitad del siglo XX. Pero Bellatin apenas dibujó su anécdota, confundiendo la caligrafía con la mecanografía, a la palabra con el acento. El resultado es poca cosa, apenas un bocado, para lo que Bellatin pudo haber creado como exégeta de la señora Murasaki. Y así como Javier Marías cree que sólo él lee en inglés en todo el orbe hispanoamericano, Bellatin parece considerar que sus lecturas de Murasaki, Tanizaki o Kawabata lo autorizan a quedarse en el balbuceo. Lamentaría decir que El jardín de la señora Murakami es una invitación para leer a los maestros japoneses de Bellatin.
Mi problema no es con la intención del escoliasta, quien subtituló Oto no-Murakami monogatari su libro, sino con el resultado de esa empresa. La diferencia, por ejemplo, entre el artista de la prosa y el constructor de best-sellers cultos puede hallarse en La mano derecha (1993), de Pablo Soler Frost, quien fue, por cierto, el primer escritor de nuestra generación que se desentendió, sin tanta alharaca, de México. En esa “novela con fotografías” hay un momento en que los viajeros tocan Adén, Arabia, y a Soler Frost le basta con decir que allí embarcan a alguien llamado A. R. En cambio, el manufacturador de prestigio hubiera escrito un capítulo de treinta páginas para explicar quién fue Jean-Arthur Rimbaud y si traficó esclavos o armas una vez abandonada la literatura, etc, etc, etc. Bellatin pertenece, venturosamente, al universo de la alusión y mal hubiera hecho en novelar a la señora Murasaki, pero le pareció suficiente la referencia al Elogio de la sombra para ahorrarse una excursión novelesca más digna de su talento.
Fabio Morábito ha tomado una dirección inversa. La riqueza de su expresión como poeta, narrador y ensayista lo ha llevado a una depuración formidable, que en La vida ordenada supera los logros tan admirados en su anterior libro de cuentos, La lenta furia (1989). Enfrentando a esa muchedumbre de mediocridades que creen que la vida cotidiana de los hombres superfluos es, por principio de corrección política, lo indicado para allegarse lectores, Morábito, en al menos cuatro cuentos de La vida ordenada, da una lección magistral sobre las reglas internas del cuento. Para citar otra vez a Marías, el escritor español dijo con razón, hablando de Isaak Dinesen, que el cuento había desaparecido con ella, para ser sustituido por un cajón de sastre donde los fragmentos, la prosa poética o las ficciones, pasaban por “cuentos”, sin serlo.
Escritor con experiencia en varios géneros, decidió escribir los cuentos de La vida ordenada con toda premeditación retórica. Así, la vulgaridad de la clase media se convierte, gracias al arte de Morábito, en un auténtico misterio narrativo, ya sea a través de la extraña conducta de una sirvienta muda, en la invasión cortazariana de un espacio familiar o en la metamorfosis de una cita de arrendamiento en una orgía ocurrida, qué más da, en la realidad o en el sueño. Sólo le reprocharía a Morábito, en un cuento como “La caída del árbol”, haber confundido la piedad con el sentimentalismo.
Como resultado de otra lectura cruzada, cierro una reseña iniciada con Buffon con otro naturalista, Lamarck. Sainte-Beuve, en Voluptuosidad, su única novela, explicó así las teorías de Lamarck: “Su concepción del universo era sencilla, desnuda y triste. Construía el mundo con el menor número de elementos, de crisis y de duración posibles. Según él, las cosas se hacían por sí mismas, por continuidad y sin tránsitos ni transformaciones instantáneas. Su genio de la creación era una larga paciencia ciega”.
Eso creí ver en La vida ordenada, de Fabio Morábito. –
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile