Los señores del narco, de Anabel Hernández. El cártel incómodo / El fin de los Beltrán Leyva y la hegemonía del Chapo Guzmán, de José Reveles. Marca de sangre / Los años de la delincuencia organizada, de Héctor de Mauleón

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Definitivamente no. La estrategia actual contra el narcotráfico es la del combate frontal del Ejército y las policías. Participan en esta lucha 50 mil soldados, 30 mil policías federales y miles de policías locales. Cada uno de los cuatro años que lleva este enfrentamiento ha costado 120 mil millones de pesos. Tantas personas, tanto dinero y los resultados son aterradores: más de 30 mil muertos, sin contar los miles de “levantados”, de secuestrados. En un solo día, el 9 de enero de 2010, se registraron 69 asesinatos ligados al crimen organizado. Como las policías (municipales, estatales y federales) estaban corrompidas, infiltradas, sobornadas, se echó mano del Ejército. Con muy dudosos saldos. En 2002 los 600 soldados del batallón 65 asentado en Sinaloa fueron, todos, arrestados por complicidad. A Ciudad Juárez arribaron 8 mil soldados. Resultado: la violencia se multiplicó por diez. Las violaciones del Ejército a la población civil se suceden cada vez con mayor frecuencia. Ya no se le tiene confianza plena al Ejército, según lo han revelado los cables de WikiLeaks. Con personal entrenado en Estados Unidos y con equipo bélico de ese país, ahora se privilegia a la Marina (responsable, por ejemplo, de dar caza y muerte al capo Arturo Beltrán Leyva). Rebasada la policía, quedaba el Ejército. Rebasado el Ejército, queda entonces la Marina. Rebasada la Marina, ¿qué?

En 2007 se dieron 10 asesinatos por cada 100 mil personas, en 2010 fueron 20: 100 por ciento de incremento. La violencia no va disminuyendo, al contrario, va creciendo a gran velocidad. El narco no parece estar a la defensiva. El narco reta, confronta, controla territorios, mata policías; asesinó a un general del Ejército en Cancún, atentó contra la comitiva de un gobernador, ya asesinó a un candidato a gobernador. Se sabe que en 2008 un comando detuvo, desarmó y amordazó a la escolta del secretario de Seguridad Pública Genaro García Luna (86 de los elementos sometidos firmaron una carta de denuncia) y que se llevaron al secretario por cuatro horas para “platicar”. Hay serias dudas respecto a que las muertes de Juan Camilo Mouriño y José Luis Santiago Vasconcelos fueran ocasionadas por un accidente. No cumplieron con un pacto que desconocemos (se sabe que previamente Mouriño envió al general Acosta Chaparro a dialogar con varios de los principales cárteles).

Vuelvo a mi pregunta: Si la Marina queda rebasada, ¿entonces qué? El abismo. ¿Qué quiere decir esto? Un Estado fallido, un narcoestado. Todavía no estamos ahí, pero vamos volando. ¿Cómo llegamos a esta situación? Para intentar responder a esta pregunta leí (entre el abundante material bibliográfico que circula en librerías) El cártel incómodo, de José Reveles; Marca de sangre, de Héctor de Mauleón; y Los señores del narco, de Anabel Hernández. El de esta última, sin duda el más documentado de los tres, ofrece una muy interesante versión del desarrollo del poderío del narcotráfico en México. En los siguientes párrafos ofreceré un resumen de lo que ella, minuciosamente, cuenta en su libro, de lectura imprescindible para todo aquel que quiera entender el origen de la violencia que actualmente nos azota.

Durante los años setenta y ochenta, bajo los gobiernos de Echeverría y López Portillo, no existían los cárteles de la droga: había pequeños grupos que se dedicaban a sembrar, transportar y cruzar a Estados Unidos mariguana y heroína. Para el Estado representaban entonces mayor peligro los grupos guerrilleros que los narcotraficantes, con los que se tenía un acuerdo: el gobierno regulaba la producción y supervisaba el traslado hasta la frontera a cambio de una especie de impuesto y del cumplimiento de ciertas reglas: no se permitía que los traficantes anduvieran armados ni que vendieran droga en el país. Ese “impuesto” se empleaba, en parte, para financiar el combate a los grupos subversivos, y para lograr la buena voluntad de Los Pinos. En el sexenio de De la Madrid empezó a cambiar todo. Según un informante de Anabel Hernández, “el pago de impuestos por parte de los narcotraficantes comenzó a transformarse en dinero directo para los policías y funcionarios”. Nació entonces la organización de los hermanos Arellano Félix (que controlaba el paso de Tijuana), se fortaleció la organización de Juan García Ábrego (suyo era el paso de Nuevo Laredo) y comenzó a despuntar el cártel de Juárez.

Un nuevo elemento intervino entonces, que llevó el negocio a otra escala. En Nicaragua se habían hecho del poder los sandinistas, luego de la revolución que derrocó a Somoza. El gobierno de Reagan ideó una fórmula (conocida luego como Irán-Contras) que consistía en la venta de armas a Irán para, con los recursos, financiar a la contra antisandinista. Menos conocida es, hasta ahora que Anabel Hernández reconstruye minuciosamente la historia, la conexión México-Contras: la CIA llegó a un acuerdo con grupos de narcotraficantes mexicanos –con la tolerancia del gobierno de De la Madrid– para que se transportara cocaína de Colombia a México y de aquí se llevara hasta Estados Unidos. Parte del dinero de esa operación se destinaría a financiar a los contras.

El negocio, con el transporte de cocaína, creció exponencialmente.
El asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena es solo una muestra del poder que comenzaron a tener los grupos delictivos, tanto como para retar a Estados Unidos. Para 1989 la DEA calculó que el 60 por ciento de la cocaína consumida en Estados Unidos venía de Colombia vía México. Se consolidó entonces el gran cártel mexicano –el del Pacífico, con Amado Carrillo, el Señor de los Cielos, a la cabeza–, por sus conexiones con los cárteles de Cali y Medellín y por su habilidad para corromper a los políticos y a los policías encargados de combatirlos. La situación no varió con la llegada al poder de Carlos Salinas de Gortari: aunque existen señalamientos de que Raúl, el “hermano incómodo” del presidente, cobraba “derecho de piso” a todos los grupos, se privilegió en los hechos al cártel del Golfo, tal vez por la vieja amistad de Raúl Salinas Lozano con Juan García Ábrego. Con el arribo de Ernesto Zedillo a la presidencia cambió la correlación de fuerzas. Quizá como reacción al favoritismo salinista al cártel del Golfo, se privilegió desde el poder al cártel rival, el del Pacífico. (Puede parecer que estoy hablando con ligereza, pero los tres libros, sobre todo el de Anabel Hernández, ofrecen muchos detalles de la complicidad de las policías federales con este o aquel cártel.) En 1995, para poner un ejemplo significativo, se permitió el traslado de Joaquín el Chapo Guzmán, recluido en Almoloya desde 1993, al penal de Puente Grande, en Jalisco, donde al poco tiempo de llegar se relajaron todos los controles penitenciarios propios de una prisión de alta seguridad. El Chapo convirtió su estancia en el penal en una fiesta: drogas, alcohol, mujeres. La fuga del Chapo Guzmán, ocurrida en 2001, es un hecho que los tres autores reseñados abordan minuciosamente. Al comparar los tres relatos se advierte más claramente la distancia que va del libro de Anabel Hernández –en cinco años de investigación cotejó actas, fatigó fuentes, se entrevistó con multitud de testigos– al de Reveles y al de De Mauleón, que no son propiamente trabajos de investigación a fondo sino, casi, de mera consulta hemerográfica. Así, Reveles y De Mauleón dan por buena la versión oficial de que el Chapo se fugó en un carrito de lavandería del penal. Anabel Hernández echa abajo esa versión, con múltiples pruebas y testimonios. La teoría de Anabel Hernández es que el Chapo se había ocultado en la sección de enfermería y que, al darse la alarma de que se había fugado y arribar al penal la policía para buscarlo, cambió su uniforme de preso por el de policía y salió por la puerta grande de Puente Grande, con la complicidad de los directivos y custodios del penal. Desde su fuga, el Chapo Guzmán se convirtió en el capo consentido de los gobiernos del PAN (que se han dedicado a eliminar a sus rivales, a proteger a sus líderes, a solapar el uso criminal que durante estos años se le ha dado al aeropuerto de la ciudad de México), hecho que le permitió en muy pocos años expandir su negocio y convertir su organización en una empresa multinacional del crimen, con presencia en 43 países, y a él en uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo, según la revista Forbes.

Los tres autores reseñados coinciden en un hecho esencial para entender la situación actual de la lucha contra el narco: la complicidad de las autoridades al más alto nivel con el “cártel incómodo”, como lo llama José Reveles: el del Pacífico.

En este enredado juego de complicidades, la desaparecida AFI, dirigida por Genaro García Luna, jugó un papel relevante, al convertirse en muchas ocasiones en el brazo armado del cártel del Pacífico (la AFI era la encargada de eliminar o secuestrar a los miembros de cárteles rivales; hoy la AFI se ha convertido en la SSP, pero sus prácticas poco han cambiado). Así, las fuerzas federales se han dedicado a combatir al cártel del Golfo, a los Arellano Félix, luego a los Zetas, recientemente a la Familia michoacana, a los Beltrán Leyva, y en muy contadas ocasiones a los miembros del cártel del Pacífico. Además de proteger y brindar salidas para los capos más conspicuos. Anabel Hernández ofrece testimonios que ponen en entredicho las supuestas muertes de Amado Carrillo e Ignacio Coronel, capos que habrían simulado su muerte a cambio de una discreta “jubilación” y retiro del negocio. Esta complicidad es absolutamente determinante en la actual guerra contra el narco, de antemano perdida si se toma en cuenta que importantes segmentos del gobierno que combate están al servicio de uno de los cárteles combatidos.

Señala Anabel Hernández que si apiláramos los cuerpos de los 30 mil muertos en esta “guerra” podrían erguirse 28 torres similares en altura a la Torre de Dubái, la más alta del mundo: las Torres del Terror. Según el secretario de Defensa, hay 500 mil personas involucradas en la producción y tráfico de drogas (campesinos, distribuidores, traficantes), y 100 mil personas dedicadas a combatir a los primeros. Sin embargo, señala José Reveles, los delitos del narco solo representan el 0.5 por ciento del total de delitos ocurridos en un año en nuestro país. Es difícil entender por qué, si la cifra que representan esos crímenes es relativamente baja, se ha convertido en el eje de la política de seguridad de este sexenio. A menos que se concluya que la guerra contra el narco tiene una finalidad meramente política, de control social, de uso indiscriminado e intimidatorio de la fuerza. Al respecto es alarmante la hipótesis –mencionada por José Reveles y Anabel Hernández– en el sentido de que grupos paramilitares, financiados por grupos empresariales, están detrás de las masacres ocurridas en centros de rehabilitación. A río revuelto, esos grupos paramilitares se encargan de eliminar a los “desechos sociales”. Los expertos citados por estos dos autores coinciden en dos aspectos centrales: no se está afectando la estructura financiera del narco (¿para qué sirve la Unidad de Inteligencia Financiera?) y el combate al narco no se va a ganar empleando solo la fuerza.

¿Era necesario el combate al narcotráfico? Sí, pero se hizo de una forma desatinada. Tanto que en 2010 el presidente Calderón ha señalado la necesidad de cambiar la estrategia. WikiLeaks ha revelado que Calderón, en correspondencia con Aznar, confesó que subestimó la fuerza de los cárteles mexicanos. Todo apunta a que la violencia va a cobrar un impulso mayor en los próximos años. Algo debemos hacer, Estado y sociedad. Terminar con la complicidad entre los políticos y el narco (en Colombia se llegó a encausar y juzgar al 30 por ciento de los congresistas), depurar los cuerpos policiacos, golpear a los narcos en sus finanzas, ofreciendo alternativas de empleo a los jóvenes, legalizando el consumo de drogas blandas.

Por momentos parece que el país se va a desbaratar. Estos libros ofrecen un panorama triste e irritante. Pero hay salidas, sin duda. Lo primero es comprender, reunir información, querer ver. En este sentido estos libros son una magnífica introducción a un mundo complejo y siniestro. Sobre todo Los señores del narco, obra de una de las mejores periodistas mexicanas de la actualidad: Anabel Hernández; un libro extraordinario para emprender el necesario viaje de conocimiento a nuestro corazón de las tinieblas. ~

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