para Antonio León
No recuerdo cuándo conocí personalmente a Ángel Ortuño (1969-2021), pero sí el impacto que me produjeron sus poemas, que de entrada me dejaron una insólita sensación de vértigo y extrañamiento. Eran piezas raras tanto por su tono como por su brevedad, como si la concisión y el laconismo contribuyeran a concentrar todavía más una ironía que no acababa de serlo porque le torcía el cuello al cisne de todo aquello que pudiera encasillar aquella voz que parecía aspirar a destantear al lector y, por ende, resultar inclasificable.
Y es que había algo inasible en los poemas de Ángel, artefactos afilados y acerados que si bien podían antojarse un sucedáneo del heavy metal que amó hasta la extenuación, nos exigían completar un movimiento. Habituados a la regularidad de una poesía donde el texto propone su contexto, las composiciones de Ángel Ortuño respondían a un sobrentendido que cualquier desengañado podría tener presente y son ahora, caigo en cuenta, un digno ejemplo de lo que Gracián denominó agudeza y arte de ingenio.
Los poemas de Ángel –y creo que en el fondo siempre dudó en llamarlos así– rezumaban una inquietante explicitud que mantenía a raya la ambigüedad del lenguaje figurado, sí, pero a la par incitaban la coyuntura de la astucia, el doble sentido, la sagacidad, para alcanzar la asunción plena, a la manera de la cinta autodestructiva de las películas de James Bond. La sintaxis de Ángel Ortuño, a un tiempo seca y contundente, ponía en tela de juicio las volatilidades de la claridad y a la vez combatía el metaforismo gratuito del lirismo.
Así, el rasgo que mejor retrata la poética de Ángel es la anomalía, y no solo por el sarcasmo, la causticidad o el ánimo paródico que permea su escritura –señas por lo demás infrecuentes en la poesía hispanoparlante–, sino igual por el hecho de representar precisamente de un modo corrosivo y radical un programa que propende, a través del ejercicio creador y el conocimiento de causa, a la demolición del concepto mismo de poesía, nimbado de toda gama de aureolas postizas, enigmas innecesarios y raptos sobreactuados.
Por lo anterior, me gusta observar en Ángel Ortuño a un lúcido histrión de la poesía, alguien que desde la erudición o la cultura libresca emprendió con seriedad cómica –valga el oxímoron– un examen de los artilugios del decir poético y la comunicación contemporánea, fijando el vértigo de potenciales entrecruzamientos que pongan cada cosa en su lugar. Más cerca en ocasiones de la simulación actoral que de la literatura, los poemas de Ángel conforman un caleidoscopio de procedimientos enunciativos que sugieren cuadros teatrales, sketches.
Entre la poética del ventrílocuo y el desenfado de múltiples planteamientos que remiten a la antipoesía de Nicanor Parra, el legado de Ángel Ortuño merece sin embargo una matización. No fue por entero ni lo uno ni lo otro. El carácter descoyuntado y por momentos acezante de su forma y su expresión hacen pensar en Paul Celan y en san Juan de la Cruz. Mística y deconstrucción. Su noción del mundo aureosecular llevará también a Ángel, poeta minimalista, a nombrar muchos poemas suyos con títulos largos, a la usanza de la pintura barroca.
El contraste tajante se convirtió, pues, en uno de los efectos de la poesía de Ángel Ortuño, donde coexiste la transpiración de la tradición poética del idioma, incluso la más acendrada, con la voluntad de riesgo, la constante tentativa de fatigar los ángulos de la singularidad, anidado en una retórica hiperconsciente de sus medios y, por lo tanto, crítica de los recursos que esgrime. Por ello, Ángel es quizás el poeta más inconfundible de la actualidad nacional cuyas peculiares conquistas lograron cuajar un decisivo consenso en torno a la nueva poesía mexicana.
De Las bodas químicas (1994) a Gas lacrimógeno y otras cosas que no son poemas (2018), pasando por Siam (2001), Aleta dorsal (2003), Boa (2009), Mecanismos discretos (2011), Perlesía (2013), 1331 (2013), Poemas swinger y otros malentendidos (2014), Turbo Girl (2015), El amor a los santos (2015), Muñecos infernales (2016) y Tu conducta infantil ya comienza a cansarnos (2017), Ángel Ortuño desplegó un cosmos de alucinantes registros, por numerosos y cambiantes, en los que colindaban el hermetismo y la coloquialidad, lo kitsch y lo refinado, intercalando distintas vetas de elaboración y de ahondamiento en lo poético, a semejanza de Gonzalo Rojas y Gerardo Deniz.
No recuerdo exactamente la última ocasión que vi y conviví con Ángel Ortuño. Si no me equivoco, fue en Guadalajara en una lectura de poesía a la que se nos convocó en 2017 o 2018 durante los frenéticos días de la célebre Feria del Libro. En 2020 la pandemia canceló la vida y nos condenó al encierro. No volvimos a encontrarnos. Lo evoco hoy aquí con la admiración y el fervor hacia un poeta de culto que posee en su obra su verdadero mausoleo, presidido por la palabra tenaz, el rojizo carbón que orienta toda búsqueda en la noche total.