Hasta los chamacos de quince años sabían dónde vivía, quién era.
Manuel Maquío Clouthier sobre Félix Gallardo.
¿Cómo se ven las narcoseries televisivas desde Culiacán, Sinaloa? Con cierta dosis de morbo pero, también, con el fastidioso ojo crítico del “conocedor”. Y es que al estar, por lo menos algunas de ellas, ubicadas en nuestra tierra y ser algunos de sus más famosos personajes los protagonistas, no se puede evitar gritar frente al televisor “¡ey, mentira, eso no es cierto!” cuando aparecen las inevitables “libertades artísticas”: que no, que Rodolfo Carrillo y su esposa no fueron asesinados en la plaza Fórum, sino en el estacionamiento de Cinépolis; que no, que Pedro Avilés no fue ejecutado por los federales a las afueras de Guadalajara sino cerca de la sindicatura de Tepuche, al norte de Culiacán; que no, que…
Ya lo sé: quejas infantiles. Estas “libertades” aparecieron de modo intermitente a lo largo de las tres temporadas de la popular serie El Chapo (Estados Unidos, 2017-2018), producida por Univisión y centrada en el célebre capo sinaloense Joaquín Guzmán Loera, y volvieron a aparecer, de nuevo, a lo largo de Narcos: México (Estados Unidos, 2018), serie televisiva de diez episodios producida por Netflix y estrenada a mediados de noviembre pasado en la plataforma de la misma compañía.
Creada por Carlo Bernard, Chris Brancato y Doug Miro, Narcos: México es la cuarta entrega de una saga centrada en los barones de la droga en América Latina. Inició en 2015 y 2016 siguiéndole los pasos al creador del cártel de Medellín, Pablo Escobar, y continuó en 2017 con la biografía de los hermanos Rodríguez Orejuela, fundadores del cártel de Cali. Después del éxito alcanzado, era lógico que Netflix y el citado trío de creadores/guionistas aterrizaran en México. En concreto, en la tierra de los once ríos, Sinaloa, y con Miguel Ángel Félix Gallardo, el fundador de “la Federación”, el primer grupo organizado de narcotraficantes mexicanos que, con el paso del tiempo, daría pie a la creación de los cárteles nacionales de la droga: el de Sinaloa, del “Chapo” Guzmán; el de Tijuana, de los Arellano Félix; el de Ciudad Juárez, de Amado Carrillo.
Narcos: México está planteada como una historia paralela de triunfo y fracaso. Por un lado, el encumbramiento del ambicioso Miguel Ángel Félix Gallardo (Diego Luna, con buen acento sinaloense); por el otro, los fallidos afanes para detener- lo de parte del agente mexicoamericano de la dea, Enrique Camarena Salazar (Michael Peña), quien fue asignado a Guadalajara en 1981, al mismo tiempo en que Félix Gallardo empezaba a construir su emporio desde esa misma ciudad del occidente mexicano.
Mejor producida, actuada (no hay colombianos tratando de hablar como sinaloenses) y dirigida que El Chapo –especialmente los episodios firmados por Amat Escalante y Alonso Ruizpalacios, impecables en su dinámica puesta en imágenes–, Narcos: México arrastra, de cualquier manera, una limitación inevitable: se trata de la visión estadounidense del narcotráfico, en la que hay, claramente, una división entre héroes (los agentes de la dea) y villanos (todos los demás). Más aún, el auge y la posterior caída de Félix Gallardo –que, es de suponerse, sucederá en la siguiente temporada de la serie– están calcados de El enemigo público (Wellman, 1931) y Cara Cortada: Vergüenza de una nación (Hawks, 1932), los dos filmes hollywoodenses que crearon las reglas del cine clásico de gánsteres: el joven marginado y ambicioso que proviene de las clases más bajas y que, a golpes de audacia, va conquistando poder hasta que termina derrota- do por las fuerzas del orden y/o sus rivales.
Narcos: México no se mueve un ápice de este planteamiento. Acaso, como sucede también en El Chapo, la única novedad es que al espectador le queda muy claro que ninguno de estos emporios criminales habría sido posible sin la participación del Estado mexicano (desde las más altas esferas de seguridad hasta el policía municipal de la esquina), sin el propio Estado estadounidense –que podía voltear hacia otro lado cuando le convenía y que podía dejar hacer y dejar pasar cuando los narcos le servían a sus intereses geopolíticos– y, por supuesto, sin “la mano invisible” del mercado, porque el narco nació, creció y sigue siendo un buen negocio –como lo es ahora y legalmente, por lo menos en lo que a la mariguana se refiere.
El retrato que ha realizado Narcos: México de la complicidad del Estado mexicano con el crimen organizado es abrumador. Por supuesto que Félix Gallardo y sus secuaces son unos criminales, pero también lo son (y hasta peores, como alguien dice por ahí) el oscuro político Zuno Arce (Milton Cortés), referencia directa al cuñado del expresidente Echeverría que terminaría muriendo en una cárcel estadounidense; el gobernador sinaloense Leopoldo Celis (Rodrigo Murray), que nos remite al auténtico Leopoldo Sánchez Celis y a varios de sus sucesores; la cabeza de la Dirección Federal de Seguridad (dfs) Salvador Osuna Nava (Ernesto Alterio), una suerte de fusión de los verdaderos mandones de la dfs de esa época; y, por supuesto, el comandante policial Juan José Esparragoza, “el Azul” (Fermín Martínez), transformado luego en uno de los capos más elusivos del cártel de Sinaloa.
Es decir, no hay diferencia alguna entre narcos y policías. Ni entre Félix Gallardo y sus contrapartes del gobierno –a no ser que el sinaloense tiende a ser más calculador y racional–. Esto podría parecer exagerado, pero de nuevo, para el fastidioso ojo crítico de este “conocedor”, creo que Bernard y compañía se quedaron cortos: faltó agregar la complicidad directa de la clase empresarial y de un sector de la sociedad, dispuestas a vender su alma al diablo por el dinero. O, de perdida, a voltear hacia otro lado, como dijera en su momento Manuel Clouthier. Pero esa es otra historia. Eso sí, un poco más desesperanzadora. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.