Valeria Luiselli
Desierto sonoro
Ciudad de México, Sexto Piso, 2019, 458 pp.
Desierto sonoro, la quinta entrega de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983) es una obra con la cual se consolida una trayectoria literaria –consistentemente– brillante. Un talento que generó incomodidad en un medio todavía reticente frente a la recepción favorable (nacional) y el éxito rotundo (internacional) de una escritora mexicana que no fuera sor Juana. El malestar se tradujo en críticas enfocadas en la persona, más que en su obra.
Su primer libro, Papeles falsos (2010), ya presentaba una poética balanceada entre lo híbrido –abierta hacia otros textos y lenguas– y lo íntimo –representando al cuerpo en movimiento, libre–. Revelaba una gran capacidad de análisis y una manera muy particular de retratar y contextualizar a sus autores de cabecera. Su bagaje cultural y perspectiva de la literatura, abriría el camino a las pequeñas historias cotidianas con h minúscula, a las narrativas en primera persona escritas por mujeres, a los personajes secundarios e invisibles, a los niños, a las voces de los que migran.
Muchas preguntas guiaron mi lectura de su más reciente novela. La primera tenía que ver con la dificultad de traducir una obra tan polifónica y poética como Pedro Páramo de Juan Rulfo, y tan intertextual como La muerte me da de Cristina Rivera Garza. Publicada originalmente en inglés, Desierto sonoro es una obra de madurez que deslumbra por la belleza y la complejidad de la narración fragmentaria, a dos voces, que va componiendo la(s) historia(s) en el vértigo de lo que se va perdiendo. El primer acierto de la autora consistió en la elección del traductor: un escritor y poeta de su misma generación de una sensibilidad artística y formación literaria muy semejante, Daniel Saldaña París (1984). La traducción, lejos de neutralizar el texto, emula el tono y léxico del exiliado, que se contagia de las distintas versiones del español latinoamericano. Reproduce la “rareza” o extrañamiento frente al propio lenguaje que se conserva a la distancia, como una forma de resistencia y de apego. Ya entrados en la lectura, nos perdemos en la extranjería y en el universo luiselliano sin pensar que leemos Lost children archive en otro idioma.
En sentido opuesto al recorrido de los migrantes que llegan a la frontera, sin brújula o gps, una familia mexicana emprende un road trip por los Estados Unidos: del Norte liberal al Wild West. Es el inicio –para los medios– de la llamada “crisis migratoria” declarada en el 2014. Una crisis que se replica en una pareja de documentalistas sonoros; en un nudo que se desteje exponiendo los distintos mapas afectivos y el distanciamiento con sus propias conjugaciones, gramáticas y pronombres: “La hija es mía y el niño es de mi marido. Soy la madre biológica de una, madre de facto de los dos. Mi esposo es padre y padrastro de cada uno respectivamente, pero también padre de ambos […]” El destierro precipita la disgregación de la tribu que, lejos de sus ritos cotidianos, pierde el sentido de ser núcleo.
Rumbo al suroeste, la documentarista y el documentólogo van persiguiendo las huellas y los sonidos de personajes –ahora fantasmas– que alguna vez transitaron por esos enormes “valles de polvo”. El amplio archivo de textos y de música que acompaña sus procesos de documentación borra las fronteras entre realidad y ficción. A pesar de entrecruzarse, los respectivos archivos se construyen como proyectos paralelos. Para la narradora, “Flecha suertuda”: “documentar cosas […] solo es una forma de añadir una capa más […] a todas las cosas que ya están sedimentadas en una comprensión colectiva del mundo”. Para el esposo, “Papá Cochise”, el propósito es hacer “un inventario de ecos” de los últimos apaches libres. “Pluma Ligera”, el hijo, además de narrar la segunda parte de la novela, funciona como el guardián del mundo imaginario que comparte con su hermana. La pequeña “Memphis”, como se autobautiza, hace preguntas, cuenta chistes, se chupa el dedo.
El viaje delata el hondo aburrimiento de los adultos –o su incapacidad para conectarse– en contraste con el juego y la vitalidad de una infancia protegida, a punto de ser vulnerada. El espejo de esa imagen familiar, llevada al extremo dentro de la ficción en una serie de elegías –pero brutalmente real–, es la desprotección de los niños que viajan solos, “los niños que no llegan, aquellos cuyas voces han dejado de oírse porque están, irremediablemente, perdidas”. La vulnerabilidad hiere por igual a todos los sujetos: padre, madre, niño, niña, a pesar del olor familiar que los acompaña en el trayecto, las piernas que se entrecruzan en alguna cama de motel, los ronquidos estruendosos de los niños dormidos, la narración de las memorias colectivas como refugio para el desamparo afectivo. “La infelicidad crece lentamente” dentro de cada personaje.
¿Cómo leer un libro que se presenta en cuatro partes (“Sonidos familiares”, “Archivo de ecos”, “Apachería”, “Huellas”) y se organiza en siete “cajas” o archivos? La multiplicidad de intertextualidades no permite una sola respuesta, cada caja contiene sus propias lecturas que a su vez corresponden a otro archivo. “Creadora de cajas”, como la definió acertadamente Christopher Domínguez Michael, Luiselli disocia el texto de su formato tradicional –el libro– para en su interior, desde la ficción, representar la complejidad de los afectos, de las familias, de un país que no termina de entender, del mundo. Su manera de trabajar, como lo explica en muchas de las entrevistas, refleja su relación orgánica con la escritura. Cuando empezó a retacar Lost children archive de cuestionamientos políticos, detuvo su escritura e hizo Tell me how it ends. An essay in forty questions (publicado en español como Los niños perdidos), un texto hecho de testimonios en el que podía dirigir, de manera más directa, sus preocupaciones políticas y evitar convertir la novela en un panfleto. Lo que había comenzado como un intenso ejercicio intertextual en su obra temprana, constituye en Desierto sonoro el eje de la obra de arte literaria.
Los libros de Luiselli no dan respuestas, generan más diálogos con la literatura (Los ingrávidos), con el arte contemporáneo (La historia de mis dientes) y con la política (Los niños perdidos). Son textos que hacen una relectura sistemática de textos canónicos y crean algo distinto. Respiran. Hierven frente al mundo que se desmorona. Es una escritura donde están presentes todos los sentidos, sin por ello perder claridad sobre los objetos representados y las experiencias de la condición humana: la maternidad, el matrimonio, la soledad, el desamor. Movidos por la rabia de denunciar la injusticia, nunca caen en los clichés de la literatura comprometida. Resplandecen. Su obra se planta de manera contundente frente a un canon patriarcal –insostenible– que necesita con urgencia ser dinamitado. En una reseña de 2015, Luiselli cuestionó la práctica –condescendiente y misógina– de singularizar a las escritoras para minimizarlas y asegurar que otras queden excluidas: “a Tina Modotti le decían ‘La Perlotti’, a Josefina Vicens ‘La Peque’ […] Elena Poniatowska es ‘La Poni’. Qué tiernas, qué lindas: qué incómodas son nuestras intelectuales”. Cinco años más tarde, “La Luiselli”, cresta de la ola, ha logrado la prestigiosa beca MacArthur, pero mejor aún: ha publicado la que es, sin duda, la nueva gran novela latinoamericana. ~
es académica y crítica literaria, autora de Les émigrants / Los emigrantes (UAM-Écrits des Forges, 2015).