En su libro más reciente, Piketty examina las ideologías que han dado pie a la expansión de la desigualdad, a la vez que propone una agenda renovadora para la socialdemocracia.
En un mundo donde las derechas populistas se extienden y fortalecen, pareciera que cada vez hay menos espacio para las corrientes políticas socialdemócratas. El socialismo democrático, acorralado entre los agresivos nacionalismos populistas y el neoliberalismo tradicional, es además víctima de sus propios errores e inconsistencias. El derrumbe de los sistemas soviético y maoísta afectó también a la socialdemocracia, no porque fuera culpable de las atrocidades y fracasos del socialismo en los países comunistas, sino porque la caída del modelo alternativo al capitalismo fortaleció las formas más predadoras de explotación y liberó los demonios de las expresiones más reaccionarias del populismo nacionalista.
Sin duda desde 1989 el mundo vive en una nueva época que ha significado un reto para la socialdemocracia, que no acaba de adaptarse a una globalización cuyos parámetros no comprende bien y que amenaza a la democracia. Además, desde los años ochenta del siglo XX comenzaron a derrumbarse muchos de los logros del Estado de bienestar que se habían alcanzado después de la Segunda Guerra Mundial. La socialdemocracia prosperó en gran medida porque era un modelo de izquierda alternativo al despotismo de los países del espacio soviético y maoísta. La decadencia del Estado de bienestar obedece a múltiples causas, desde las crisis económicas y las dificultades para financiar los sistemas de salud y pensiones hasta el debilitamiento de los sindicatos y el aburguesamiento de la clase obrera. Esta decadencia de los gobiernos benefactores ha corrido paralela a la derechización de la socialdemocracia, como muestra el emblemático ejemplo de la llamada “tercera vía” de Tony Blair.
Ante estas derivas conservadoras, han surgido propuestas brillantes que ayudan a entender las nuevas formas en que se desarrolla el capitalismo. Ha aparecido una tendencia a izquierdizar la socialdemocracia y a impulsar reflexiones racionales y bien informadas sobre el mundo que nos rodea. Los orígenes de estas nuevas ideas pueden observarse en los estudios de dos excelentes sociólogos, Ulrich Beck y Zygmunt Bauman, que analizaron creativamente las amenazas de la “sociedad del riesgo” y del carácter líquido y pantanoso del capitalismo actual. Pero acaso ha sido el economista francés Thomas Piketty quien ha recogido y canalizado con más fuerza las tendencias renovadoras y de izquierda del reformismo socialdemócrata. Su voluminoso libro El capital en el siglo XXI (2013) fue una aportación notable que estimuló la reflexión. Ahora, seis años después, agrega otro volumen masivo (unas mil doscientas páginas) a la crítica del capitalismo. Su libro sobre el capital y la ideología da un giro a su interpretación, con el objeto de abordar las diversas bases ideológicas que han sustentado la aparentemente inacabable expansión de las desigualdades sociales.
En este texto Piketty se aventura en nuevos terrenos y se enfrenta, como ya lo había hecho, a las concepciones tradicionales de la izquierda. La historia no está determinada por la lucha de clases ni por las estructuras económicas, dice. Por el contrario, cree que es la lucha de las ideas –o ideologías, Piketty usa ambas palabras de modo intercambiable– la que determina el desarrollo de la sociedad. No es el primero en invertir la noción marxista según la cual la historia de todas las sociedades ha sido en realidad la historia de la lucha de clases. Pero es significativo que un economista de izquierda llegue a la conclusión de que la historia económica está regida por las ideologías. Su nuevo libro es un estudio histórico de las formas en que estas han legitimado la propiedad privada, la desigualdad, las fronteras, el sistema fiscal, la justicia y la enseñanza. El eje de su reflexión es la desigualdad. Afirma con contundencia que la desigualdad reposa “sobre construcciones intelectuales e instituciones sofisticadas, que ciertamente no están siempre exentas de hipocresía y de voluntad de perpetuación por parte de los grupos dominantes, y que sin embargo merecen ser examinadas de cerca. A diferencia de la lucha de clases, la lucha de las ideologías reposa sobre el reparto de conocimientos y experiencias, el respeto por el otro, la deliberación y la democracia” (p. 1192).
Después de leer el libro de Piketty, me quedo con la impresión de que su noción de ideología es demasiado estrecha para entender las diversas formas en que se legitima la desigualdad. Me parece que es necesario insertar la ideología en la esfera más amplia de la cultura, tal como la entendemos los antropólogos, es decir, como un conjunto articulado de símbolos, ideas, instituciones, hábitos, instrumentos y valores. Pero comprendo que Piketty desea que se aprecie su contribución a un debate ideológico que influya decisivamente en el desarrollo económico. Es bien cierto que las sociedades, para evitar el derrumbe, deben justificar las desigualdades. Pero esta justificación, más o menos razonada e inscrita en los discursos dominantes, no es suficiente para comprender la legitimidad que han gozado diferentes sistemas económicos. Además, hay que comprender la importancia de las costumbres y los hábitos, a la que se agrega, sin duda, el uso de la fuerza.
Piketty, al comienzo de su obra, pone el ejemplo de la ideología que en los países occidentales establece una distinción entre, por un lado, los oligarcas rusos, los petromillonarios del Cercano Oriente y los otros millonarios chinos, mexicanos, guineanos, indios o indonesios –que no “ameritan” sus fortunas pues las han adquirido gracias a los poderes estatales– y, por otro lado, los buenos empresarios europeos y estadounidenses que son alabados por sus grandes contribuciones al bienestar mundial (p. 45). Por un lado, tendríamos a personajes como Román Abramóvich o Carlos Slim y, por otro lado, a gente como Bill Gates o Bernard Arnault. Este tipo de discurso, que destaca la bondad emprendedora que ha llevado a acumular grandes fortunas para justificar la extrema desigualdad, se complementa con la idea de que sería peligroso para la estabilidad sociopolítica el aniquilamiento de las desigualdades. No dudo de que este tipo de expresiones ideológicas, fundadas en una peculiar noción del mérito y de la tranquilidad social como motores del progreso, jueguen un papel en la justificación de las desigualdades. Pero la legitimidad que han alcanzado las sociedades democráticas y capitalistas obedece a causas mucho más complejas que no se pueden reducir a la manipulación ideológica.
El valor del libro de Piketty no radica en el estudio de las bases ideológicas de la desigualdad. Lo más valioso es su extensa y bien documentada historia de cómo ha sido posible que decisiones políticas produzcan enormes efectos económicos. No explora la raíz y el contexto de esas decisiones, pero sí analiza con cuidado sus consecuencias.
En primer lugar, aborda lo que –inspirado en Georges Dumézil– llama “sociedades ternarias” o trifuncionales formadas por tres grupos sociales: los clérigos, los nobles y el tercer estado. Los primeros son la clase religiosa e intelectual que ejerce la hegemonía espiritual. Los nobles son la clase guerrera y militar que ejerce el poder de muy diversas maneras. Por último, se encuentra la clase trabajadora compuesta de campesinos, artesanos y comerciantes. Se trata de sociedades trifuncionales en las cuales la gran desigualdad se justifica por el hecho de que cada grupo social tiene un papel, que para los otros dos grupos es indispensable, y cumple funciones vitales de la misma forma en que lo hacen los diversos órganos del cuerpo humano. Lo más importante para Piketty es mostrar las muy diversas vías en que se transforman estas sociedades trifuncionales y destacar que han dejado huellas profundas en el mundo contemporáneo. La estructura ternaria de desigualdades no está tan alejada de las formas que adquieren en las sociedades modernas. Sin embargo, me llama la atención que Piketty, que se interesa mucho en los pagos de impuestos, no se refiera a las sociedades tributarias en China, Mesopotamia, Egipto o México, en las que la nobleza no basaba su poder en la propiedad privada (se trata de lo que Marx llamó “modo de producción asiático”). Concentra su atención en las sociedades europeas.
Las sociedades ternarias evolucionan hacia sociedades de propietarios. Esta transición implica un importante cambio: se gesta una ideología “propietarista” que sacraliza la propiedad privada para lograr estabilidad institucional. Para ello se derogan los privilegios de los clérigos y los nobles. El capitalismo, según Piketty, es la forma que adopta el “propietarismo” en la época de la gran industria y de las inversiones financieras internacionales, a partir de mediados del siglo xix. Lo que más le interesa a Piketty es observar dos etapas durante las cuales hubo importantes decisiones político-ideológicas que determinaron el curso de la historia, especialmente en Europa y Estados Unidos. La primera es la que Karl Polanyi llamó la “gran transformación”, ocurrida entre 1914 y 1945. Es la época en que las tensiones en algunas sociedades de propietarios con profundas desigualdades propician la implantación de regímenes comunistas o socialdemócratas. Además, comienzan a desmoronarse los sistemas coloniales y, sobre todo, los nacionalismos llevan a una autodestrucción militar y genocida. Ese periodo desastroso incubó un hundimiento del valor total de la propiedad privada como efecto de las destrucciones, las expropiaciones y la inflación. Al mismo tiempo, comenzó a implementarse la progresividad fiscal. Para Piketty este periodo contempló la manera en que la ideología del mercado autorregulado condujo a la terrible destrucción de las sociedades europeas a partir de 1914 y a la muerte del liberalismo económico. Para Polanyi se trató de una crisis de la civilización, algo mucho más vasto que un fenómeno ideológico. Piketty, que prefiere hablar de propietarismo para referirse al liberalismo, observa con razón que esa muerte solo fue temporal.
Pero este derrumbe del liberalismo económico (del propietarismo) es posiblemente la clave más importante del razonamiento de Piketty. Las sociedades de propietarios, tan ricas y prósperas antes de 1914, se hundieron y abrieron paso a sociedades que, aunque nominalmente capitalistas, “en realidad se convirtieron en sociedades socialdemócratas, con mezclas variables de nacionalización, de sistemas públicos de educación, salud y retiro, y de impuestos progresivos sobre los ingresos y los patrimonios más altos” (p. 567). En estas sociedades hubo un importante descenso de la desigualdad y una gran alza de la productividad. La llegada de las sociedades socialdemócratas fue impulsada por grandes procesos ideológicos que legitimaron y orientaron el nuevo curso de la economía. Si ello fue posible en el siglo XX, piensa Piketty, también ha de ser factible en el siglo XXI. Pero para ello son necesarios un examen cuidadoso y una crítica aguda de los treinta gloriosos años ilustrados por las ideas socialdemócratas.
La construcción de un Estado social y fiscal ocurrió en el marco estrecho de las fronteras nacionales, lo que impidió que se desarrollaran políticas posnacionales y trasnacionales democráticas. Ello contribuyó a erosionar las bases del Estado social y a dejar inacabado el proyecto de transformación. Acerca de este, Piketty presenta un análisis muy detallado de los sistemas fiscales progresivos, los impuestos a la propiedad, la cogestión en las empresas, la desigualdad en la educación, las formas sociales y públicas de propiedad y, desde luego, la evolución de las desigualdades en el ingreso.
Es evidente que la expansión de los sistemas socialdemócratas tuvo como uno de sus detonadores principales dos sanguinarias guerras mundiales y dos grandes revoluciones socialistas, la rusa (1917) y la china (1949). El Estado social de bienestar nació como un efecto de gigantescas conmociones y catástrofes, muchos millones de muertos y vastas destrucciones. El Estado socialdemócrata nació bañado en sangre. Las bases “ideológicas” para el cambio fueron siniestras y no es deseable que se vuelvan a repetir. Quedan unas preguntas en el aire: ¿Cómo se podrían alcanzar nuevas formas sociales basadas en el bienestar? ¿Cuáles podrían ser sus detonadores?
El problema es que los treinta gloriosos años del bienestar, durante los cuales hubo mayor igualdad, desembocaron en el periodo neoliberal. A partir de los años ochenta del siglo XX se desencadena una fuerte regresión y el mundo se adentra en un hipercapitalismo que derrumba lo que las socialdemocracias habían logrado. La desaparición del bloque socialista expandió un fuerte sentimiento de desilusión, que ya había surgido cuando fue evidente que las sociedades regidas por partidos comunistas no solo habían fracasado económicamente, sino que desarrollaron formas inéditas de represión y despotismo.
En el seno del hipercapitalismo los partidos de centro-izquierda sufrieron una peculiar evolución. Según Piketty ha surgido una “izquierda brahmán” formada por partidos cuya base electoral ya no son los desposeídos y menos educados. Ahora los partidos socialdemócratas y similares tienen como sustento electoral a los más educados. El término “brahmán” que usa para señalar a la izquierda actual alude a la casta más alta, los sacerdotes, en el sistema hindú antiguo. Cree que esta situación es “una especie de retorno a la lógica profunda de las sociedades trifuncionales antiguas, basadas en el reparto de roles entre élites intelectuales y élites guerreras, con la diferencia [de] que estas últimas han sido reemplazadas por élites mercantiles” (p. 897). Esta lógica se ha apoderado de la política en Francia, Estados Unidos y el Reino Unido, los ejemplos que Piketty explora detenidamente. El escenario electoral enfrenta a una izquierda brahmán con una derecha mercantil, que comparten un respeto por las reglas del nuevo capitalismo. Esta situación puede verse también en Alemania, Suecia y en casi todas las democracias occidentales. Ha surgido un sistema de élites múltiples compuesto por dos sectores que se alternan en el poder: el partido de los más educados y el de los más ricos.
Las masas de población menos favorecidas, que se sienten abandonadas, son atraídas por corrientes nacionalistas que se oponen a la entrada de emigrantes procedentes de zonas más pobres. Las frustraciones sociales, que ya no son canalizadas a través del antiguo sistema clasista, ahora tienden a expresarse como movimientos y partidos nativistas y nacionalistas que apelan a los sentimientos identitarios. El ejemplo más emblemático es quizás el apoyo masivo de los estratos sociales más modestos que votaron “Leave” en el Reino Unido y desencadenaron el Brexit en 2016.
Piketty no entiende la fuerza que está adquiriendo el populismo ante la clausura de las disyuntivas clasistas tradicionales. Debido a que tiene una visión estrecha de la ideología, el uso del concepto de populismo –que tiene sustento en muchos estudios históricos y sociológicos– le parece una manera de negar la importancia de la ideología. Creo que Piketty sufre una ceguera frente a los muy complejos procesos culturales que enmarcan las discusiones ideológicas. No entiende que la legitimidad de un sistema que fomenta las desigualdades radica fundamentalmente en la evolución de las estructuras culturales, en las costumbres y los hábitos. Como el populismo es un fenómeno esencialmente cultural, que adquiere tonalidades ideológicas, a Piketty se le escapa la comprensión de los nuevos fenómenos de legitimación de las desigualdades crecientes. Tampoco se refiere a la disminución a escala mundial de la pobreza y la ampliación de las clases medias (aunque con la probabilidad de caer en la pobreza), dos fenómenos que coexisten con el aumento de la desigualdad y que modelan las nuevas formas de cultura y los hábitos colectivos. Otro fenómeno al que no le presta atención, extrañamente, es la gran revolución tecnológica que estamos viviendo y que inunda de inteligencia artificial la vida cotidiana y las formas de trabajo.
Piketty propone una alternativa para superar los males que ha examinado y que lleva un nombre poco feliz: el socialismo participativo. Yo prefiero seguirlo llamando socialismo democrático. En este punto se muestran tanto las fortalezas como las debilidades de su libro. Frente a los formidables obstáculos tanto ideológicos como políticos que significan la izquierda brahmán, la derecha mercantil y las corrientes nacionalistas, ¿cómo es posible avanzar en la instauración de un socialismo participativo? Piketty parece creer en el poder de convencimiento de las ideas, especialmente de las suyas, aunque reconoce que no cree poseer la verdad definitiva y que solo se podrá avanzar mediante la deliberación colectiva. Sostiene con una encantadora ingenuidad su ideal: “Supongamos que disponemos de un tiempo infinito para debatir en el seno de una inmensa ágora mundial y para convencer a los ciudadanos del mundo de la mejor manera de organizar el régimen de propiedad, los sistemas fiscal y educativo, el sistema de fronteras y el mismo sistema democrático” (p. 1116).
Lo que propondría Piketty en ese gran foro mundial no carece de interés y se basa en las experiencias históricas que ha examinado. Si yo estuviese en esa gigantesca ágora votaría por la mayoría de sus propuestas. Pero a lo largo de mil doscientas páginas no dice nada sobre la manera de llegar a ese idílico socialismo participativo, salvo la breve indicación sobre esa imaginaria ágora democrática. Se entiende que no desea ni propone una vía revolucionaria. Pero no hay ninguna reflexión sobre cómo las ideas podrían llegar a materializarse. No obstante, cree que es posible dejar atrás el capitalismo en el que vivimos para alcanzar un socialismo basado en la propiedad social y en un sistema de reparto democrático de saberes y poderes. La propiedad privada sería sustituida por la propiedad temporal, habría impuestos fuertemente progresivos que permitirían una dotación universal de capital a todos y una circulación permanente de las fortunas (los impuestos a la propiedad privada deberían permitir un sistema de dotación de capital entregado a cada joven adulto al cumplir los veinticinco años). Cada generación podrá acumular bienes considerables a condición de que regrese a la colectividad una gran parte de la riqueza al pasar a la generación siguiente (mediante importantes impuestos a las herencias). En las empresas habría una cogestión gracias a que en sus consejos de administración los asalariados contarían con la mitad de los votos. Habría dispositivos institucionales para limitar la concentración de propiedades. Advierte que, aunque sus propuestas pueden parecer radicales, en realidad serían la continuación de un proceso que inició a fines del siglo xix y evolucionó a lo largo del siglo XX pero que se interrumpió en los años ochenta.
El socialismo participativo también deberá evitar el desgaste y la corrupción que significa el financiamiento privado de los partidos políticos. Para dotarlos de recursos, cada año los ciudadanos podrían dar un bono (unos cinco euros) al partido de su preferencia. Mucho más difícil es el problema de las fronteras nacionales, que ponen límites a la circulación de personas mientras los capitales circulan más libremente. Piketty propone, aunque reconoce que se trata de una alternativa idílica, una democracia y una justicia trasnacionales inspiradas en los procesos que han desembocado en la Unión Europea.
La lógica de sus propuestas parte de un hecho discutible: la quiebra de las ideologías basadas en el liberalismo y el nacionalismo, que están plagadas de contradicciones. Por ello concluye que “solo el desarrollo de un verdadero socialismo participativo e internacionalista, apoyado en el social-federalismo y en una nueva organización cooperativa de la economía-mundo, podría permitir resolver estas contradicciones” (p. 1190). ¿Cuántas veces la izquierda ha anunciado la quiebra del capitalismo y ha señalado que hay solo una alternativa a la solución de los problemas?
El libro de Piketty es una señal de que el socialismo democrático no ha muerto: aún respira. Es una brillante y audaz exploración histórica del potencial que se acumula en las ideas socialistas. La izquierda poco a poco está saliendo del estupor ocasionado por la caída del Muro de Berlín y el derrumbe de los países socialistas. La desigualdad creciente está lastimando a muchos; en los países más ricos cada vez hay más conciencia de que es urgente reformar al sistema capitalista, no porque funcione mal, sino porque funciona demasiado bien en su injusta actividad predadora. En los países menos desarrollados el gran problema es la inmensa proporción de pobres en la sociedad: allí el capitalismo además de injusto funciona mal. Acaso estamos ante una crisis de civilización. ~
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.