a Armando Pinto
No sé si sea una paradoja que el polígrafo argentino Oscar del Barco (Bell Ville, Córdoba, Argentina, 1928), poeta y pintor, narrador y tratadista, editor y militante, sea más célebre por una carta de algunas páginas que por cualquiera de sus más de veinte libros publicados en la Argentina y en México entre 1968 y 2015. Esa carta, conocida desde entonces como “No matarás”, apareció en La Intemperie, revista cordobesa, en diciembre de 2004 y estaba dirigida a amigos y excamaradas, pero sobre todo a Juan Gelman (1930-2014), que estaba en el culmen de su gloria, como poeta y militante. Gelman había logrado recuperar a su nieta, Macarena Gelman García, nacida en cautiverio en noviembre de 1976, en Uruguay. Los militares golpistas argentinos, que habían secuestrado y posteriormente asesinado a su madre, habían dado clandestinamente en adopción a Macarena. Así les ocurrió a tantos niños, víctimas, con sus familias, de la más atroz de las dictaduras latinoamericanas.
Después de leer en La Intemperie la crónica de cómo dos jóvenes militantes revolucionarios fueron ajusticiados por sus propios compañeros, Del Barco, ya entonces de regreso en la Argentina tras un exilio transcurrido en Puebla durante la dictadura, se dirige al director de la revista y le dice: “Al leer la entrevista con Héctor Jouvet, cuya transcripción ustedes publican en los dos últimos números de La Intemperie, sentí algo que me conmovió, como si no hubiera transcurrido el tiempo, haciéndome tomar conciencia (muy tarde, es cierto) de la gravedad trágica de lo ocurrido durante la breve experiencia del movimiento que se autodenominó ‘ejército guerrillero del pueblo’. Al leer cómo Jouvet relata suscinta y claramente el asesinato de Adolfo Rotblat (al que llamaban Pupi) y de Bernardo Groswald, tuve la sensación de que habían matado a mi hijo y que quien lloraba preguntando por qué, cómo y dónde lo habían matado, era yo mismo. En ese momento me di cuenta clara de que yo, por haber apoyado las actividades de ese grupo, era tan responsable como los que lo habían asesinado. Pero no se trata sólo de asumirme como responsable en general sino de asumirme como responsable de un asesinato de dos seres humanos que tienen nombre y apellido: todo ese grupo y todos los que de alguna manera lo apoyamos, ya sea desde dentro o desde fuera, somos responsables del asesinato del Pupi y de Bernardo.”[1]
“Ningun justificativo nos vuelve inocentes”, proseguía Del Barco. “No hay ‘causas’ ni ‘ideales’ que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata, por lo tanto, de asumir ese acto esencialmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano. Responsabilidad ante los seres queridos, responsabilidad ante los otros hombres, responsabilidad sin sentido y sin concepto ante lo que titubeantes podríamos llamar ‘absolutamente otro’. Más allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios, hay el no matarás”.[2]
Aunque la carta podía leerse (e inclusive ser rechazada con violencia por ello) solo como un gesto de contrición cristiana, el mea culpa de Del Barco fue el corolario de una de las aventuras intelectuales más representativas que haya protagonizado un escritor latinoamericano durante el último cuarto del siglo pasado y la primera dé- cada del nuestro. De Antonio Gramsci a Paul Celan, de Karl Marx a Martin Heidegger, de Lenin a Maurice Blanchot, de Friedrich Nietzsche a Georges Bataille, Del Barco –uno de los protagonistas de la influyente Pasado y Presente. Revista de ideología y cultura, publicada en Córdoba entre 1963 y 1965–[3] no ha hecho sino seguir un camino de heterodoxia que se ha caracterizado por mostrarnos la profundidad del lector, la oscuridad del polígrafo y su creencia –que puede o no compartirse y que de hecho yo no comparto– de que más allá del marxismo, que pasó de la crisis al derrumbe, vivimos en tiempos apocalípticos, propiamente “posthumanos” en los cuales quizá solo podamos contentarnos con la estricta suficiencia testamentaria del “No matarás”.
No estamos hablando de la “autocrítica” exigida en las organizaciones revolucionarias que con frecuencia terminaba en el paredón para los “desviacionistas” de toda clase o bajo cualquier sospecha, sino de arrepentimiento, porque, como lo dijo alguna vez Octavio Paz, no es lo mismo una cosa que la otra.[4] El derecho a matar envenenó el alma de los militantes revolucionarios. En su carta, Del Barco asumió el deber de “reconocer que todos los que de alguna manera simpatizamos o participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montonero, en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) o en cualquier otra organización armada, somos responsables de sus acciones. Repito, no existe ningún ‘ideal’ que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía. El principio que funda toda comunidad es el no matarás. No matarás al hombre porque todo hombre es sagrado y cada hombre es sagrado y cada hombre es todos los hombres. La maldad, como dice Lévinas, consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos, el decir una cosa y hacer otra, el apoyar la muerte de los hijos de los otros y levantar el no matarás cuando se trata de nuestros propios hijos”.[5]
¿Cómo llegó Del Barco a esta religiosidad, que él quisiera imaginar “atea” como la de Ludwig Wittgenstein, otro de sus temas de trabajo y cátedra? Como el resto de sus amigos de Pasado y Presente, Del Barco fue expulsado del Partido Comunista Argentino (PCA) supongo que debido a su tentativa de acomodar al peronismo, ese misterio impenetrable, en el esquema de lo “nacional-popular”. El concepto tomado de Gramsci explicaría un movimiento de masas, con fuerte implantación obrera y sindical, encabezado por Perón, a la vez distinguido prosélito de los jefes fascistas. Visto desde afuera, el antipático peronismo solo suscita paradojas: por su antiperonismo, el PCA ofreció “apoyo crítico” al golpe militar de marzo de 1976 contra el régimen de Isabel Martínez de Perón y, también por su antiperonismo, Borges fue obsequioso en un principio con la dictadura de Videla. Dado que toda su formación intelectual proviene de Nietzsche y Marx, y continúa en la sustanciosa tradición antiliberal del siglo xx, no me sorprendió enterarme de que el propio Del Barco haya visto con simpatía los recientes gobiernos peronistas de Néstor y Cristina Kirchner.
Tras introducir a Gramsci en el debate argentino y ya exiliado en México, Del Barco se instaló en la Universidad Autónoma de Puebla, acaso su verdadera alma mater. En aquellos tiempos, esa universidad estaba dominada por los comunistas mexicanos en pleno aggiornamento, lo que permitió a Del Barco presidir un legendario seminario sobre El capital, clásico ante el cual empieza propiamente su camino heterodoxo. Del Barco virtualmente escapa de Marx o lo convierte en otro Nietzsche (“por supuesto que aquel otro de Marx es esencialmente Nietzsche”),[6] apoyándose en la teoría de los dos Marx, que en este caso no es aquella que contraponía al joven hegeliano de izquierda con el cientificista de la madurez. En su lugar, Del Barco se inventa un Marx secreto o alternativo, que en su vejez –inconcluso El capital, póstumamente editado en su versión extensa por Engels– empieza a escribir en el orden de la “escritura fragmentaria” mediante un “denominar metafísico”. En resumidas cuentas, eso convertía a Marx en un oráculo que, ante el fracaso de las sociedades construidas en su nombre y frente a la salud cabal del capitalismo, podíamos visitar en busca de enigmas a resolver para sobrevivir en una desamparada isla desierta.
Ese Marx imaginario es impensable tanto para sus actuales biógrafos –que ven en él a un respetable caballero victoriano– como para los neocomunistas –que insisten en la potencia actual de su mensaje revolucionario, olvidada la toma del Palacio de Invierno en favor de un acontecimiento cuya irregularidad sísmica acabará por resquebrajar al Sistema–. Pero ese Marx no es una invención original de Del Barco sino de los llamados “nietzscheanos de izquierda”, dos de los cuales, Bataille y Blanchot, fueron descritos por el liberal J. G. Merquior como “pirómanos en pantuflas” y son todavía víctimas de los leninistas impenitentes, como puede leerse en el panfleto Misère du nietzschéisme de gauche. De Georges Bataille à Michel Onfray (2007) de Aymeric Monville. El nietzscheanismo de izquierda, como bien señalan sus críticos de ambos extremos del arco ideológico, tiene la ventaja de ser eternamente chic, pues se opone de manera radical al Sistema burgués sin ensuciarse las manos en la política revolucionaria, vista no sin razón (no tienen nada de tontos sus estilistas tan ilustres, ávidos de épater le gauchiste) como la inversión alienada del Poder. El gran nietzscheano de izquierda fue desde luego Michel Foucault, para que se me entienda.
Según la fantasía de Del Barco, Marx deja incompleto El capital porque detrás del sentido exotérico, capaz de retratar a la economía capitalista, hay un otro sentido, esotérico, donde a sus virtudes mesiánicas se agrega la deconstrucción nietzscheana de la sociedad burguesa, asumida como más radical que la marxista. Esta duplicación de la potencia de Marx implica injertar en su discurso la retórica de Blanchot y leer a Marx como se lee a Heidegger, es decir, de forma alegórica, en el entendido además de que Del Barco no leía entonces alemán. El resultado es, como lo serán las siguientes aventuras teoréticas del cordobés, singularmente abstruso pero vale por el fastidio que a Del Barco le producía la ortodoxia (empezando por la expuesta por su otro yo-profesor universitario) y porque le permite dar un paso mucho más grave y decisivo: el abandono y la denuncia de Lenin, que marcará el escándalo previo a su regreso a Argentina. A principios de los ochenta, Del Barco declaró su antileninismo en la efímera El Machete, revista del Partido Comunista Mexicano, dirigida por Roger Bartra, quien se atrevió a ilustrar el artículo con un par de Lénines, uno con cuernitos de diablo y otro con tridente. La blasfemia enfureció a los ortodoxos a los cuales El Machete les parecía inaceptable y fue de uno de los pretextos para cerrar la publicación meses después.[7]
Hoy en día es inimaginable la histeria que causó en la izquierda latinoamericana Esbozo de una crítica a la teoría y práctica leninistas (1980) de Del Barco. Citando a Solzhenitsyn y apoyándose en los críticos marxistas del “despotismo” de Lenin, el argentino llegó lejos: la opresión forjada por Lenin desde su partido, afirmaba, había construido una contrasociedad que reproducía a la inversa la opresión y la alienación del sistema capitalista a vencer. De raíz quedaban descalificados todos los santos y santones que se presentaban como alternativas o sucesores de Lenin. Ya en 1963 el historiador liberal Tulio Halperin Donghi le había advertido a Del Barco que los marxistas no podían ser historiadores de las ideas dada su condición de evangelizadores. Del Barco le respondió en ese entonces con la consigna sobre la naturaleza insuperable del marxismo.[8]
Nicolás Casullo, camarada suyo en ese entonces, afirmó que en ese clima de derrota Del Barco hacía algo “similar a cuando el realizador Lars Von Trier en el film Europa recoge un tiempo sin tiempo. Un tiempo de postguerra berlinés que se desentiende de cierres. ¿Qué son esas visiones que indagan seres de un final? Y que sin embargo persistirán más allá de su muerte. Algo de eso hace Oscar Del Barco con el leninismo en su libro; como Von Trier nos abre la mirada hacia una iglesia sin techo en la nocturnidad devastada, donde, todavía en ese 1980, estamos (aunque críticamente) en la revolución. En un tiempo histórico ya inexistente”.[9]
Su crítica devastadora del leninismo no lo llevó hacia la tradición liberal o a replegarse a la socialdemocracia, sino a insistir como un filósofo apocalíptico y religioso. Le ocurrió lo que a muchos en su siglo: interpretó la derrota de su mundo ideológico como la muerte de una civilización y actuó en consecuencia. Ese actuar en consecuencia (en ambos sentidos de la palabra: fidelidad a una idea y su demostración sucesiva en la práctica) puede encontrarse tanto en el adversario de Lenin como en el autor de “No matarás”.
Dice Del Barco en “No matarás”: “Siempre los asesinos, tanto de un lado como del otro, se declaran justos, buenos y salvadores. Pero si no se debe matar y se mata, el que mata es un asesino, el que participa es un asesino, el que apoya aunque solo sea con su simpatía, es un asesino. Y mientras no asumamos la responsabilidad de reconocer el crimen, el crimen sigue vigente. Más aún. Creo que parte del fracaso de los movimientos ‘revolucionarios’ que produjeron cientos de millones de muertos en Rusia, Rumania, Yugoslavia, China, Corea, Cuba, etc., se debió principalmente al crimen. Los llamados revolucionarios se convirtieron en asesinos seriales, desde Lenin, Trotski, Stalin y Mao, hasta Fidel Castro y Ernesto Guevara. No sé si es posible construir una nueva sociedad, pero sé que no es posible construirla sobre el crimen y los campos de exterminio. Por eso las ‘revoluciones’ fracasaron y al ideal de una sociedad libre lo ahogaron en sangre. Es cierto que el capitalismo, como dijo Marx, desde su nacimiento chorrea sangre por todos los poros. Lo que ahora sabemos es que también al menos ese ‘comunismo’ nació y se hundió chorreando sangre por todos sus poros.”[10]
Si “No matarás” es una pieza decisiva en la historia intelectual de América Latina y debe leerse como una hipotética respuesta –como las que en su momento escribieron Victor Serge y John Dewey– a la defensa que Trotski hizo del terrorismo revolucionario en Su moral y la nuestra (1939), su fuerza moral proviene no tanto de la filosofía –como acaso quisiera Del Barco– o de la religión –según condenan sus críticos– sino de la literatura. El nietzscheano de izquierda condena al Sistema desde la desesperanza (bebida en Blanchot) y la muerte del Logos (que se anuncia en el curioso hegelianismo de Bataille, para quien es posible la historia sin dialéctica). Tiene además como figura tutelar a Antonin Artaud.
En 1972, siendo todavía leninista, Del Barco ve en Artaud al verdadero revolucionario capaz de enfrentar al Sistema (y al sistema de la literatura incluido en este) de la manera más radical posible. El argentino “seguirá” a Artaud no solo a través de la lectura sino de la búsqueda eleusina en Huautla, lo cual pinta de cuerpo entero al radical latinoamericano de los setenta: infatigable en la revolución permanente y decidido además a cruzar las puertas de la percepción. “Nunca en la historia del hombre existió una época menos resignada que la nuestra”, se pavoneaba entonces Del Barco.[11]
Artaud, cuyo lenguaje revolucionario lo deleita, le permite a Del Barco alejarse de la ortodoxia leninista y acercarse a los numerosos “nietzcheanos de izquierda” (generalizo) enamorados de la indecibilidad de un lenguaje que, tras murmurar y enunciar con la boca chiquita, grita que toda verdad está sujeta a interpretación y que el lenguaje mismo es fascista. A Del Barco lo salva la literatura y es curiosa la semejanza entre el mejor de sus ensayos, el dedicado al luto de Stéphane Mallarmé por la muerte de su hijo, y “No matarás”: “Es una operación difícil, cómplice en un sentido de la muerte: privar al hijo de su propia muerte como un medio para su resurrección: pero ¿sin muerte puede haber resurrección o se trata de la privación temporal que concluye en la eternidad? La muerte se produjo y es a ese hecho mortal al que se enfrenta Mallarmé.”[12]
De Mallarmé a Artaud hay una negación, aunque el paralelo sea de mal gusto. La contrición que Del Barco comparte con el simbolista francés no es un elogio del Teatro de la Crueldad de Artaud (que siempre me ha parecido un tanto obsceno, una reiteración alucinada en un momento en que Europa salía de la Segunda Gran Guerra). Del Barco terminará por rechazar ese teatro. Al elogio de Artaud en 1972, le sigue “No matarás” en 2004 y la empatía con Mallarmé de 2008. En el Teatro de la Crueldad del terrorismo y del comunismo y sus feroces perseguidores, dice el argentino, ya no hay máscaras ni actores, solo hijos de Abraham: los muchachos asesinados por sus camaradas, Gelman y sus hijos desaparecidos, la guerrilla y sus muertos.
Del Barco pide enfrentarnos al hecho mortal en plural, algo que Gelman de alguna manera oculta: “Aunque pueda sonar a extemporáneo corresponde hacer un acto de contrición y pedir perdón. El camino no es el de ‘tapar’ como dice Juan Gelman, porque eso –agreda– ‘es un cáncer que late constantemente debajo de la memoria cívica e impide construir de modo sano’. Es cierto. Pero para comenzar él mismo (que padece el dolor insondable de tener un hijo muerto, el cual, debemos reconocerlo, también se preparaba para matar) tiene que abandonar su postura de poeta-mártir y asumir su responsabilidad como uno de los principales dirigentes de la dirección del movimiento armado Montoneros. Su responsabilidad fue directa en el asesinato de policías y militares, a veces de algunos familiares de los militares, e incluso de algunos militantes Montoneros que fueron ‘condenados’ a muerte. Debe confesar esos crímenes y pedir perdón por lo menos a la sociedad. No un perdón verbal sino el perdón real que implica la supresión de uno mismo. Es hora, como él dice, de que digamos la verdad. Pero no solo la verdad de los otros sino ante todo la verdad ‘nuestra’. Según él pareciera que los únicos asesinos fueron los militares, y no el EGP, el ER y los Montoneros. ¿Por qué se excluye y nos excluye, no se da cuenta de que así ‘tapa’ la realidad? Gelman y yo fuimos partidarios del comunismo ruso, después del chino, después del cubano, y como tal callamos el exterminio de millones de seres humanos que murieron en los diversos gulags del mal llamado ‘socialismo real’. ¿No sabíamos? El no saber, el hecho de creer, de tener una presunta buena fe o buena conciencia, no es un argumento, o es un argumento bastardo. No sabíamos porque de alguna manera no queríamos saber. Los informes eran públicos. ¿O no existió Gide, Koestler, Victor Serge e incluso Trotski, entre tantos otros? Nosotros seguimos en el partido comunista hasta muchos años después que el Informe Khrushchev denunciara los ‘crímenes de Stalin’. Esto implica responsabilidades. También implica responsabilidad haber estado en la dirección de Montoneros […] Los otros mataban, pero los ‘nuestros’ también mataban. Hay que denunciar con todas nuestras fuerzas el terrorismo de Estado, pero sin callar nuestro propio terrorismo. Así de dolorosa es lo que Gelman llama la ‘verdad’ y la ‘justicia’. Pero la verdad y la justicia deben ser para todos. Habrá quienes digan que mi razonamiento, pero este no es un razonamiento sino una contrición, es el mismo que el de la derecha […] No creo que ese sea un argumento. Es otra manera de ‘tapar’ lo que pasó. Muchas veces nos callamos para no decir lo mismo que el ‘imperialismo’. Ahora se trata, y es lo único en que coincido con Gelman, de la verdad, la diga quien la diga. Yo parto del principio del ‘no matar’ y trato de sacar las conclusiones que ese principio implica. No puedo ponerme al margen y ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, o a la inversa. Yo culpo a los militares y los acuso porque secuestraron, torturaron y mataron. Pero también los ‘nuestros’ secuestraron y mataron.”[13]
Aunque no de las dimensiones de Gelman, Del Barco ha sido también poeta y su poesía, viniendo del Vallejo de Poemas humanos, cambia al encontrar en Paul Celan a un interlocutor. Lo mismo, creo, le ocurrió a Gelman. Contra lo dicho por Adorno, Celan sostenía que sí se podía escribir poesía después de Auschwitz. El horror argentino también podía ser musitado. Del estilo plural, versicular, al estilo de las conversaciones de “los intelectuales en torno a un asado argentino”,[14] o imitando ciertos ejercicios espirituales, Del Barco se aleja de su maestro Juan L. Ortiz, a quien le dedicó un libro (Juan L. Ortiz. Poesía y ética, 1996). Con títulos publicados a lo largo de nuestro siglo –tú-él, dijo i y ii, poco pobre nada, diario, espera la piedra, etc.– sostiene que la única explicación fiable no está en la “ateología” de sus tratados (Exceso y donación. La búsqueda del dios sin dios, 2003) sino en una poesía que asume pobre (“uno espera / uno que habla / aprende a morir todo el tiempo / sin párpados”) o invoca a Jesús (“el cordero cerró los ojos para no ver / la correa manchada de sangre / la hoguera del habla”).[15]
Si Del Barco es fiel al poeta como guardián del silencio, en el sentido de Heidegger y del filósofo judío Emmanuel Lévinas, se agradece que su vivacidad intelectual le haya impedido estancarse en la contrición, cristiana o no. En cambio, ofrece como filósofo una respuesta a esa derrota personal que él interpreta como eco de la huida de los dioses anunciada por Hölderlin o la muerte de Dios que Nietzsche propaló. Como remedio se acoge al concepto de “donación”, según creo, para hacer de ese vínculo primario y desinteresado una cuerda de solidaridad que nos permita salvarnos del Sistema, no en su contra sino fuera de él, mediante la práctica de un “ateísmo teológico”. Debo decir que, como les ocurre con frecuencia a los profesores de filosofía, libros como Exceso y donación son en realidad apuntes, a menudo ilegibles, en los que la confusión del autor aparece revestida con el garbo de la dificultad. Si Del Barco, como su maestro Ortiz, es un poeta pobre, el Del Barco filósofo es ampuloso y pedante, ubicado entre el balbuceo y el fárrago. El poeta ha destilado su dolor a través de Celan, quien es claro en su hermetismo, mientras el filósofo redacta ideas en el teclado fragmentario de Blanchot y Bataille, donde todo se complica, a veces inútilmente. Si a menudo los franceses pretenden darnos gato por liebre, sus imitadores tan solo nos matan de hambre. La dificultad solo se justifica –recordemos a George Steiner– cuando nos impulsa a saber más, a vencerla mediante la transparencia.
Si algo entiendo (y entiendo poco), Del Barco toma de Lévinas la necesidad de pensar a Dios fuera del ser, lo cual se asemeja a la vieja esperanza antileninista de liberar a la humanidad sin pasar por el despotismo del partido. No sé si estamos ante otro cristiano sin Iglesia, justamente porque se crio en una de ellas, la comunista, pero Del Barco se ha creado un gigantesco enemigo a modo, indestructible: el Sistema. No pudo acabar con él como marxista revolucionario, no puede hacerlo como lector de Heidegger, no debe pretender la osadía como nietzscheano de izquierda, por definición alérgico a todo poder. Ese poder que fue ejercido contra los desaparecidos por la dictadura argentina, aquel que se arrogaron los terroristas de izquierda para destruirla y aquel que el Sistema (pergeñado como tal al principio por la Escuela de Fráncfort) ejerce contra todos, haciéndonos creer que somos libres cuando apenas vivimos en Auschwitz, más allá de Auschwitz (y todo por culpa de una Ilustración a la cual la racionalidad técnica tornó esclavista).
Ante ese Leviatán invencible, a Del Barco parecen quedarle solo dos alternativas y ninguna de ellas aparece, me temo, en su obra. Una es el humor. ¿No será el Sistema otro de los complots que recorren la historia de la literatura argentina y Del Barco, devoto de Macedonio Fernández y su Museo de la Novela de la Eterna, no debería combatirlo desde la negación de la muerte, contra Mallarmé, contra Gelman, contra él mismo? De se modo podría definirse como “el imaginador de una cosa: la no muerte: y la trabajo artísticamente por la trocación del yo, la derrota de la estabilidad de cada uno en su yo” porque soy “capaz de fijar el tiempo. De compensar la muerte. De cambiar el pasado”.[16] La otra sería la humildad. La que tuvo Lévinas cuando reconoció que la democracia liberal tiene al menos dos inmensos méritos: la nobleza del remordimiento (vivida por Del Barco) y la reparación mediante la justicia,[17] “donación” que bien podría haberles ofrecido Gelman a todos los argentinos.
A sus noventa años, Oscar del Barco es el hombre indefenso que escribió contra sus excamaradas párrafos cuyo valor moral y hasta religioso lo salvan y ante quien no podemos sino inclinarnos, como maestro de verdad en el antiguo sentido presocrático de la palabra: “Frente a una sociedad que asesina a millones de seres humanos mediante guerras, genocidios, hambrunas, enfermedades y toda clase de suplicios, en el fondo de cada uno se oye débil o imperioso el no matarás. Un mandato que no puede fundarse o explicarse y que, sin embargo está aquí, en mí y en todos, como presencia sin presencia, como fuerza sin fuerza, como ser sin ser. No un mandato que viene de afuera, desde otra parte, sino que constituye nuestra inconcebible e inaudita inmanencia. Este reconocimiento me lleva a plantear otras consecuencias que no son menos graves: a principio que funda toda comunidad es el no matarás. No matarás al hombre porque todo hombre es sagrado y cada hombre es todos los hombres. […] Al decir esto no pretendo justificar nada ni decir que todo es lo mismo. El asesinato, lo haga quien lo haga, es siempre lo mismo. Lo que no es lo mismo es la muerte ocasionada por la tortura, el dolor intencional, la sevicia. Estas son formas de maldad suprema e incomparable. Sé, por otra parte, que el principio de no matar, así como el de amar al prójimo, son principios imposibles. Sé que la historia es en gran parte historia de dolor y muerte. Pero también sé que sostener ese principio imposible es lo único posible. Sin él no podría existir la sociedad humana. Asumir lo imposible como posible es sostener lo absoluto de cada hombre, desde el primero al último.”[18] ~
[1] La carta, como la polémica que suscitó, es de fácil consulta en la red y puede leerse impresa en No matar. Sobre la responsabilidad, Córdoba, Del Cíclope y Universidad Nacional de Córdoba, 2007.
[2] Ibid.
[3] Carlos Altamirano (director), Historia de los intelectuales en América Latina, II. Los avatares de la ciudad letrada, Buenos Aires, Katz, 2010, pp. 404-405.
[4] Christopher Domínguez Michael, Octavio Paz en su siglo, Ciudad de México, Aguilar, 2014, p. 43.
[5] “No matarás”, Ibid.
[6] Oscar del Barco “Hacia el otro Marx” en Alternativas de lo posthumano. Textos reunidos, edición de Pablo Gallardo y Gabriel Livov, Buenos Aires, Caja Negra, 2010, p. 26.
[7] Oscar del Barco, “¿Era Lenin un perverso?” en El Machete. Revista Mensual de Cultura Política, núm. 3, julio de 1980, p. 23-26.
[8] Oscar Terán, Nuestros años setenta. La formación de la nueva izquierda intelectual argentina, edición definitiva, Buenos Aires, Siglo XXI, 2013, p. 233.
[9] Nicolás Casullo, “Recuerdo de un libro, un tiempo y una fragua. Sobre Esbozo de una crítica a la teoría y práctica leninista” en Varios autores, El fragor del mundo. Escritos para Oscar del Barco, Córdoba , Alción, 2008, p. 105.
[10] “No matarás”, Ibid.
[11] Citado en Noé Jitrik (director), Historia crítica de la literatura argentina, 8. Macedonio, Buenos Aires, 2007, p. 509.
[12] Del Barco, “VI. Observaciones al libro de Stéphane Mallarmé Para una tumba de Anatole” en En busca de las palabras. Textos sobre literatura y arte, 1972–2014, selección y prólogo de Carlos Riccardo, Buenos Aires, FCE, 2017, p. 117.
[13] “No matarás”, Ibid.
[14] Jitrik, Historia crítica de la literatura argentina. 10. La irrupción de la crítica, Buenos Aires, Emecé, 1999, p. 347.
[15] Citado en Carlos Riccardo, “Variaciones sobre un viejo poeta” en Varios autores, El fragor del mundo. Escritos para Oscar del Barco, op.cit., p. 47.
[16] Citado por Pablo Besarón, La conspiración. Ensayos sobre el complot en la literatura argentina, Simurg, Buenos Aires, 2009, p. 119.
[17] Pierre Bouretz, Témoins du futur. Philosophie et messianisme, París, Gallimard, 2oo3, p. 899.
“No matarás”, Ibid. [18]
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile