Hace ya casi seis décadas que mis compañeros y yo asistíamos, aturdidos y no poco intimidados, pero desbordantes de ilusión juvenil, a las demostraciones que médicos experimentados ofrecían para edificación de nosotros los humildes, oscuros y casi diría insignificantes aprendices del arte de curar. Las sesiones tenían lugar en las salas de un antiguo hospital de la Ciudad de México, bella muestra de arquitectura novohispana que ya no existe: el desastre sísmico de 1985 se encargó de allanar, con espantoso igualitarismo, gruesas paredes, umbráticas arcadas, venerables corredores y solo Dios sabe cuántas vidas humanas.
Las salas de enfermos recordaban las descripciones de hospitales salidas de la pluma de Zola, de Pirandello, de Pérez Galdós, y quizá con más estrecha semejanza (por venir del siglo XX temprano) de George Orwell. Eran largos aposentos rectangulares a los que se accedía por los extremos, y donde numerosos pacientes yacían en camas adosadas contra las paredes a un lado y otro, dejando un espacio central a modo de pasillo por donde circulaban los miembros del personal hospitalario. Las camas estaban separadas entre sí por tenues cortinajes (verdes, creo recordar), suspendidos de argollas que podían deslizarse sobre un armazón que rodeaba cada cama individual. Es así que cuando algún paciente requería un momento privado, no tenía más recurso que recorrer la cortina. Esta era la única barrera entre dos sufrimientos adyacentes; y si bien impedía parcialmente la vista, nada podía contra el olfato y la audición. De manera que el sufriente que rehusaba contemplar la miseria de al lado era impotente para detener el sonido de los carraspeos, las toses, los quejidos o los estertores agónicos del vecino. Quedaba igualmente indefenso ante la fetidez de las excreciones o las diversas emanaciones, casi todas ellas repugnantes, que permeaban el ambiente. En este espacio, tan de nosocomio del siglo antepasado, se practicaba un estilo de medicina perfectamente congruente con el entorno. Por nuestro comportamiento y actitudes, los médicos y estudiantes de entonces bien hubiéramos podido figurar como protagonistas en las novelas de los autores antes mencionados.
He aquí un hecho comprobado, digno de reflexión y causa de maravilla: que la medicina que se practicaba entre nosotros en las décadas de 1940 y 1950 estaba mucho más cerca de la medicina que enseñaban los médicos europeos (sobre todo los grandes clínicos franceses) más de cien años antes que de la medicina actual. A todo observador imparcial, el avance de los últimos sesenta años le parecerá muchas veces superior al logrado en los ciento cincuenta anteriores. Creo que esta desproporción es indicio de la pasmosa magnitud y aceleración del progreso de la medicina en décadas recientes.
La causa del desfase fue la poca injerencia de la tecnología diagnóstica. No había tomografía computarizada, ni resonancia magnética, ni ultrasonido, ni exámenes de biología molecular. Muchas técnicas de laboratorio que han venido a facilitar, perfeccionar y agilizar el diagnóstico médico no existían entonces. Así pues, para colectar la información que conduce al diagnóstico, los médicos estaban obligados a depender en buena parte de su propia capacidad sensorial. Tenían que mirar al paciente con esmero, escuchar con extremada atención los sonidos provenientes del interior del cuerpo enfermo, palpar cuidadosamente su superficie exterior y a través de esta sus planos profundos, y luego, venciendo todo sentimiento de repugnancia, oler cuanto del cuerpo emanaba. En una palabra, el médico debía sentir al paciente. Por mucho que se haya escrito, no se ha reflexionado lo suficiente sobre este simple hecho y lo que ha representado para la relación interpersonal médico-paciente.
“Pasar visita” es una añeja tradición, de la cual sin duda todos los estudiantes de medicina guardamos imborrables recuerdos.
“A ver, muchacho” –recuerdo la socarronería (y, desde luego, la condescendencia) con que cierto instructor nos interrogaba frente al lecho de dolor de algún infortunado–, “¿qué me puedes decir, sin conocer la historia y antes de hacer el examen físico, sobre este pacientito?”
Abanto, vacilante y ruborizado, alcanzo a balbucear algunas frases incoherentes: “Puede tratarse de algún padecimiento hepático… el señor tiene ictericia… está malnutrido…”
Tras haber expuesto abundosa y complacientemente mi palmaria ignorancia, el profesor hacía la revelación: la ictericia era obvia para todo el mundo, pero yo no había notado el enrojecimiento de las palmas de las manos (eritema palmar), ni el leve crecimiento mamario (ginecomastia), ni la ligera hinchazón (edema) de los tobillos, ni la presencia de pequeñas redes de vasos capilares visibles (angiomas reticulares) en la piel, signos todos que denuncian la presencia de enfermedad crónica del hígado, sin contar el enrojecimiento de la nariz, notable como delator de un gusto inmoderado por el alcohol, lo que a su vez reforzaba la sospecha de lesión hepática.
La idea era refinar la capacidad sensorial del diagnosticador empezando por la vista, cuyo prestigio heurístico nadie ha disputado nunca. Desde los antiguos griegos, la vista es “el más noble de los sentidos” y el más apto para alcanzar nuevos conocimientos. De ahí que el primer paso en el examen físico de los enfermos sea la inspección. El observador atento, se nos enseñaba, es capaz de detectar sutiles indicios diagnósticos en detalles aparentemente triviales que escapan al común de las gentes. El individuo bien atildado y peripuesto generalmente no padece nada serio; el que viene mal arreglado sufre de algo que lo distrae del cuidado de su persona. ¿Usa ropas que no son de su talla? Esto puede indicar pérdida o ganancia de peso reciente. Atención a las perforaciones del cinturón: las recientemente añadidas pueden ser indicio de incremento ponderal. ¿Es una mujer que se ha pintado las uñas de los pies? Si ella misma se aplicó la pintura, quiere decir que tiene cierta flexibilidad corporal incompatible con artritis y serios desórdenes musculoesqueléticos. Fijarse bien en la distancia que hay entre la pintura y la base de la uña: sabiendo que las uñas crecen a razón de 0.1 mm al día, es posible calcular cuándo la paciente estaba todavía en condiciones de aplicarse la pintura. La postura, la actitud, los gestos, la actividad del paciente: todo debe notarse con atención. Las personas con intenso dolor abdominal tienden a adoptar posiciones características útiles para el diagnóstico: las rodillas flexionadas hacia el tórax (posición “fetal”) cuando hay irritación peritoneal; recostados sobre el vientre si el dolor se origina en alguna víscera, o inquietos y de pie cuando hay obstrucción intestinal o presencia de un cálculo en las vías urinarias.
Toda una mitología del “ojo clínico” se formó durante lo que podríamos llamar la época heroica de la medicina. El gran Joseph Bell (1837-1911), profesor de la afamada escuela de medicina de Edimburgo, interrogando a un paciente que veía por primera vez, dejó atónitos a los estudiantes que presenciaban la entrevista con comentarios que implicaban que sabía cuál camino había tomado el paciente para llegar a la consulta, que sabía dónde trabajaba y que tenía un hijo menor que había dejado al cuidado de alguien. Al final de la consulta, Bell explicó a los estudiantes que determinó la ruta del paciente gracias a la arcilla rojiza en la suela de sus zapatos, presente únicamente en cierta localidad vecina que el paciente tenía que atravesar para llegar hasta el consultorio; que el abrigo que llevaba consigo era de una talla menor que la del chico que lo acompañaba, de donde coligió que había otro chico que muy probablemente dejó al cuidado de algún amigo o pariente antes de venir a la consulta, y que notó que tenía una dermatitis en los dedos de la mano derecha, hallazgo muy frecuente en los trabajadores de una fábrica de linóleos de esa región.
Hazañas deductivas de tenor “detectivesco” son parte de la tradición médica. No es ocioso señalar que sir Arthur Conan Doyle (1859-1930), el novelista creador del famoso personaje Sherlock Holmes, también fue médico, escocés y alumno del doctor Joseph Bell en su nativo Edimburgo. Sin duda el recuerdo de los poderes deductivos de su profesor le sirvió para pergeñar sus novelísticos misterios, pues él mismo envió una carta a su antiguo maestro, donde agradecía haberle inculcado el hábito de la observación escrupulosa y la deliberada inferencia, y confesaba que gracias a estas enseñanzas pudo crear a Sherlock Holmes. Evidentemente, las lecciones aprendidas, útiles para sus labores literarias, no lo fueron tanto para su desempeño como médico, pues es fama que pudo escribir sus novelas en los largos intervalos entre consulta y consulta: los pacientes –al menos en su época más productiva como escritor– rara vez aparecían en su consultorio.
Así como se procuraba perfeccionar la vista, también urgía desarrollar al máximo la audición. El buen diagnosticador era manifiestamente un exquisito oyente. El cardiólogo experto escuchaba los ruidos cardiacos y podía distinguir sutilísimos soplos, chasquidos, crujidos y fenómenos vibratorios que le permitían, por su carácter y posición, determinar la clase de padecimiento que afectaba al corazón. Decíamos admirativamente los estudiantes de un especialista renombrado que “oía crecer el pasto”.
Es un hecho que el virtuosismo auditivo en la medicina data de la invención del estetoscopio por René-Théophile-Hyacinthe Laënnec (1781-1826). Y lo primero que se nos ocurre preguntar es ¿por qué tan tarde? Evidentemente, durante miles de años hubo médicos inteligentes, o simples seres humanos curiosos, a quienes los ruidos que provienen del interior del cuerpo deben haber intrigado profundamente. Los antiguos griegos tuvieron esa curiosidad. Hipócrates habló de la “sucusión” (del latín succutere, arrojar desde abajo, de sub, abajo, + quatere, sacudir vigorosamente), procedimiento que consistía en sentarse junto al paciente, tomarlo por los hombros, sacudirlo violentamente (fuerza es suponer que los pacientes griegos no eran ningunos alfeñiques) e inmediatamente aplicar el oído directamente al tórax del sacudido: en caso de haber líquido en la cavidad torácica, se escuchará un chapoteo. Pero Hipócrates no fue más allá, y durante veinte siglos nadie hizo un esfuerzo por sistematizar, clasificar o tratar de entender los ruidos del cuerpo. ¿Por qué? La razón es evidente: antes de poder relacionar los ruidos con las enfermedades del cuerpo era preciso tener una idea clara de las alteraciones que sufren los órganos a consecuencia de diversos padecimientos. En otras palabras, no bastaba conocer la anatomía normal (cosa que no se logró cabalmente antes del siglo XVI y Vesalio) sino que, además, había que construir una anatomía patológica, una descripción pormenorizada de las alteraciones estructurales que las enfermedades producen en las diversas partes del cuerpo.
Esto último fue precisamente lo que construyeron los clínicos franceses del siglo XIX mediante la práctica rutinaria de autopsias en aquellos enfermos fallecidos que habían estudiado en vida. El paradigma diagnóstico decimonónico era sobre todo anatomopatológico. Y este mismo paradigma se nos enseñaba a los estudiantes de medicina todavía durante la primera mitad del siglo XX. Debíamos representarnos mentalmente, mediante las percepciones de los sentidos, el estado en que se encontraban los órganos: pulmones con oquedades, “cavernas” o porciones solidificadas, hígados empequeñecidos y nodulares, masas o crecimientos viscerales inesperados, válvulas cardiacas estrechadas, calcificadas o de anchura excesiva, etc.
Vista, oído, tacto: era obligación del clínico perfeccionar todas las modalidades sensoriales. El sentido del gusto pronto pasó de moda, por lo que tenía de repugnante su uso en las lides clínicas. El olfato también, aunque todavía permanecen resabios de su antigua gloria diagnóstica. Los tratados médicos del decimonónico se extienden en toda clase de detalles: el aliento de los diabéticos no controlados es comparable al olor de manzanas demasiado maduras o descompuestas; el de los niños con gusanos intestinales (Ascaris) recuerda el ajo (lo mismo el envenenamiento por arsénico); el de los diftéricos es dulzón, pútrido; los pacientes con escrófula despiden un olor a cerveza rancia; el olor de enfermos con fiebre tifoidea se comparó con el del pan recién horneado; los niños con fenilcetonuria (enfermedad metabólica hereditaria) emiten un peculiar olor “mohoso” que las madres reconocen tempranamente; en los envenenados con cianuro el olor es altamente característico, de “almendras agrias”; y así con muchos otros padecimientos. El médico, antiguamente obligado a detenerse ante toda suerte de hediondeces, a inspeccionar los urinales y a olisquear las deyecciones, se contaminaba del mal olor y la consiguiente mala fama. En el siglo XIV, Petrarca, en sus Invectivas contra un médico, comparó al galeno con la abubilla, pájaro de pico largo y arqueado con el que busca gusanos en los basureros y en los lugares llenos de inmundicias; el diccionario de la Real Academia Española dice que es pájaro vistoso, pero “fétido y de canto monótono”. Esto, afortunadamente, es cosa del pasado.
¿Cómo será “pasar visita” en el hospital del futuro? En los Estados Unidos se advierte ya una modificación radical. Alguien comentaba que si un ser extraterrestre tratara de indagar cómo se pasa visita en un gran hospital universitario de nuestro planeta, descubriría, en dicho país, lo siguiente: el instructor junto con sus alumnos se recogen en un recinto apartado, cada uno con su computadora portátil, su laptop; y todos, con la mirada fija sobre la pantalla luminosa del respectivo aparato, discuten los datos que ahí se exhiben. Así es “la visita”. ¿Y el enfermo? El paciente es el ausente. En efecto, su presencia concreta no se considera esencial para el diagnóstico; todo está en la computadora: la historia clínica, los trazos del electrocardiograma, los resultados de los análisis de laboratorio, las imágenes de radiografías, tomografías, ultrasonido, etc. Todo está ahí y todo es recuperable con un clic. Al final de la sesión, el instructor y sus alumnos irán a saludar –muy brevemente– al enfermo. Apenas como concesión pro forma a la vieja tradición de “pasar visita”.
El paradigma médico moderno ya no es anatomopatológico. Ahora es molecular y bioquímico. Para descubrir qué ocurre a un nivel tan exquisitamente básico, no es necesario ir a palpar y percutir el abdomen del paciente (maniobras burdas, por otra parte, pues está demostrado que su fiabilidad diagnóstica es inferior a una imagen obtenida por ultrasonido, y hoy existen máquinas de ultrasonido portátiles que hacen posible este examen dondequiera). Ni tampoco ir a escuchar los ruidos del cuerpo, pues la tecnología moderna revela la estructura de los órganos con detalle mil veces más preciso de lo que puede colegirse oyendo los rumores corporales internos.
No insistiré más. Que la tecnología aleja al médico del paciente es tema trillado hasta el exceso. La primera placa radiográfica desvió la atención del médico hacia el nuevo invento; desde entonces, cada nueva técnica es un obstáculo más interpuesto entre médico y paciente; la distancia entre ambos no ha dejado de crecer. Pero no seré yo quien lamente el auge de la biotecnología. Si alguna vez me rompo una pierna, preferiré mil veces que el diagnóstico se haga mediante rayos X, y no como hace ciento cincuenta años: un asistente presionaba la pierna mientras un médico de refinada capacidad auditiva ponía el estetoscopio sobre la zona traumatizada, tratando de detectar el sonido producido por los dos extremos del hueso roto al frotarse uno con otro. Imagínese el agudísimo dolor que esta maniobra debía producir. Parece fábula, pero este fue el procedimiento diagnóstico usado cuando el estetoscopio recién se había inventado, sus ventajas comenzaban a evidenciarse y los médicos, embelesados –como siempre– con la nueva técnica, aplicaban el novedoso artilugio sin ton ni son.
Confío en que “la visita” en el hospital del futuro no seguirá el derrotero que parece estar empezando a tomar en algunos países. Hay suficientes médicos juiciosos y experimentados que saben que la presencia concreta del médico y su sana relación con el paciente son parte esencial del tratamiento. En México, el doctor Arnoldo Kraus ha sido el más elocuente vocero del humanismo y la sensatez en la práctica médica. La visita satisface la íntima necesidad del paciente de exponer al médico sus más recónditos temores, sus angustias, sus dudas. El paradigma médico moderno será molecular, pero como ha escrito el doctor Kraus, con el estupendo estilo aforístico de que hace gala, “no hay molécula que sustituya a la voz”. Y su obra contiene toda una serie de apotegmas krausianos. Hablar tal vez no cura el dolor, pero “el dolor hablado duele menos”. No hay evidencia científica que compruebe que la visita personal del médico conlleva beneficios reproducibles, pero “en gran parte de los casos, el médico cura por placebo”. ~
(Ciudad de México, 1936) es médico y escritor. Profesor emérito de la Northwestern University. Su libro más reciente es Más allá del cuerpo. Ensayos en torno a la corporalidad (Grano de Sal/uv, 2021).