Quizás antes de contestar a esta pregunta debemos cambiar un poco los términos de nuestra encuesta y preguntarnos ¿tiene Europa una historia común? La respuesta, y creo que todos estarán de acuerdo conmigo, es un rotundo sí. Cuando decimos esto, creo que nos estamos refiriendo a dos cosas. Primero, lo que queremos decir es que Europa constituye una entidad histórica distintiva en el sentido de que, aunque Europa está constituida por pueblos con distintos orígenes, allí se desarrolló una civilización específica, distinta de otras civilizaciones, como por ejemplo la china y la islámica. Segundo, las partes que componen Europa, aunque tienen características diversas, compartieron experiencias y rasgos comunes, y de hecho las semejanzas prevalecen sobre las diferencias.
Pero, después de haber considerado esta comparación entre las diversas regiones europeas, es importante que volvamos a considerar la posibilidad de que existiese una “gran América”. Aunque los habitantes originales del hemisferio occidental desarrollaron formas de organización social que tenían algunos elementos comunes —por ejemplo, una dieta basada en el consumo de maíz, o formas religiosas chamánicas—, personalmente no creo que se pueda decir que los diversos pueblos de las Américas tuviesen una historia común antes de la llegada de los europeos. Estas sociedades estaban demasiado fragmentadas, demasiado aisladas, con diferencias lingüísticas muy profundas para hablar de unidad entre ellas. Es sintomático, por ejemplo, que los imperios azteca e inca hubieran vivido en completa ignorancia mutua. Atahualpa nunca llegó a enterarse de la suerte de Moctezuma, y por ello fue incapaz de tomar medidas preventivas antes de la llegada de Pizarro.
Fueron los europeos los que dieron a estos pueblos una primera, aunque engañosa, unidad al integrarlos a todos de una forma indiscriminada bajo el nombre de indios. También fueron los europeos, como Edmundo O’Gorman nos ha recordado, quienes “inventaron” América.1 Inventaron América como un nombre, como un concepto, y al hacerlo también inventaron una entidad histórica. Sin embargo, aunque el nombre apareció ya en 1507, gracias a Martin Waldseemüller, este nombre no fue completamente aceptado hasta finales de la centuria del setecientos. Para los españoles, por ejemplo, el nombre con el que se reconocía esta entidad fue el de las Indias, aunque ya a finales del siglo XVII el nombre América comenzó a desplazar al de Indias, como puede verse por el título de un manuscrito español escrito en 1683 por el marqués de Varinas, Estado eclesiástico, político y militar de América (o grandeza de Indias).2
Fuese cual fuese el nombre de esta entidad, América o las Indias, lo importante era el concepto que estos nombres representaban. Al referirse a América o a las Indias, los europeos se estaban refiriendo a una vasta cuarta parte del mundo, la cual hasta esos momentos había permanecido totalmente desconocida para los europeos, pero que a partir de finales del siglo XV ocupó su lugar en la concepción de un mundo que hasta esos momentos había sido dividido en tres partes, Europa, Asia y África. Sobre este nuevo mundo, abundante en tierra y al parecer, o eso creían los europeos, inmensamente rico en metales preciosos, muchas generaciones de europeos proyectaron sus esperanzas, aspiraciones y sueños. Botín y vasallos para los conquistadores; tierra, sustento y “suficiencia” (una expresión utilizada por los habitantes de Nueva Inglaterra en el siglo XVII para indicar que tenían lo suficiente en relación con lo que se necesitaba)3 para los colonos; beneficios para los mercaderes; conversos para los misioneros; y un refugio para los perseguidos, haciendo que América ofreciese, al menos en teoría, algo para cada grupo en Europa. De hecho, el mensaje que los europeos recibieron fue uno y el mismo: “La tierra es buena, aunque no está como solía, pero al fin ganan los hombres de comer mejor que en España”, escribió un monje desde México a su hermano en España.4 Las palabras de este monje fueron repetidas por un colono de Pensilvania: “Es mucho mejor vivir aquí que en Inglaterra, ya que los trabajadores y los pobres viven aquí tan bien como los señores en Inglaterra”.5
Estos colonos europeos estaban creando América, una América que puede ser vista como una extensión de Europa en una forma que hubiera sido imposible para los casos de Asia y África. Este nuevo continente era un continente imaginado, invadido, ocupado y desarrollado —explotado— por Europa, en tal grado que a pesar de todas las otras influencias —indígenas, africanas y asiáticas— que han colaborado en la formación de América, es posible decir que ha sido la influencia europea la que ha marcado a las Américas hasta nuestros días. En este sentido, el hemisferio posee una historia común, pero esta historia común es históricamente menos distintiva que la de otros continentes, porque, a pesar de los muchos deseos en contra, la creación de esta historia común nunca ha sido capaz de liberarse de la influencia de sus orígenes no americanos.
Pero estos comentarios todavía no nos ayudan a desentrañar los problemas detrás de la pregunta con que hemos iniciado nuestra conferencia —”¿Tienen las Américas una historia común?”—, es decir, el problema de la unidad o diversidad de su experiencia histórica. En primer lugar, aunque pueda argumentarse que mientras América puede ser descrita como una suerte de vástago europeo, la Europa que dio personalidad al nuevo mundo era una Europa tan diversa que las características generales con que dotó al nuevo mundo son menos significativas que las formas nacionales en las cuales se reprodujeron estas propiedades. David Hume reconoció la pervivencia de estas características nacionales cuando escribió que
[…] las maneras propias de una nación son tan intrínsecas que siguen a cada grupo nacional por todo el orbe. Ésta es la razón por la que las colonias españolas, inglesas, francesas y holandesas son tan claramente diferentes incluso en los trópicos.6
¿No son todavía hoy reconocidas como diversas la América británica, la española, la portuguesa y la francesa debido a los diferentes modelos de desarrollo social y cultural, lo que hace imposible que se mantenga la idea de que las varias Américas comparten una historia común?
Contra esta teoría de una diversidad esencial, teoría que puede resumirse como “la tesis del carácter nacional”, existe otra que insiste en la trascendente y unificadora influencia de la misma América. De acuerdo con esta idea, o “la tesis de la americanización”, la diversidad de los europeos que colonizaron el Nuevo Mundo de alguna forma desaparece al fundirse con las comunes realidades con que se encontraron en América. El ambiente americano, con su abundante tierra, creó al pasar el tiempo un nuevo y distinto pueblo americano, cuyas características comunes difuminaron y últimamente borraron la diversidad de sus orígenes.
En mi opinión, es imposible llegar a una clara conclusión en este debate entre estas dos tesis. Sin embargo, el mero hecho de que seamos incapaces de resolver este dilema apunta hacia la complejidad de la historia de las Américas, y sugiere que mi pregunta es más difícil de contestar de lo que en un principio puede parecer. Para intentar ir más allá, me gustaría centrarme en tres temas, todos ellos referidos al periodo colonial. Estos tres temas son: asentamiento, gobierno e independencia. Al discutirlos, sin embargo, es conveniente recordar que me limitaré a dar algunas sugerencias generales.
Comencemos primero con la cuestión del asentamiento. Entre finales del siglo XV y finales del siglo XVIII, al menos un millón y medio de europeos emigraron a las islas del Caribe y al continente americano,7 aunque para que no perdamos la perspectiva histórica conviene recordar que en el mismo periodo más de siete millones de esclavos africanos fueron transportados al Nuevo Mundo.8 De estos europeos, unos 700 mil fueron británicos, y medio millón españoles. De los que restan, 100 mil procedían de Portugal y 50 mil de Francia. Estos grupos de colonos, como David Hume indicó, crearon cuatro mundos coloniales bien distintos.
Si tratamos de resumir brevemente las características de estos mundos coloniales, todos parecen estar de acuerdo en que la América española, sin duda el mundo colonial más extenso, fue esencialmente urbana, con una sociedad jerarquizada en cuyo vértice se asentaba una élite colonial, mientras la base estaba formada por una extensa población trabajadora indígena. Además, la vida económica del mundo colonial hispano estaba dominada por la producción de plata en los dos grandes virreinatos, México y Perú. El mundo colonial británico era sin embargo más rural que urbano, pero era un mundo rural de considerable diversidad, yendo desde las pequeñas granjas de Nueva Inglaterra y las colonias centrales, a las plantaciones basadas en el trabajo de esclavos africanos que dominaban las sociedades de las Indias occidentales y del sur. La población indígena era mucho menos numerosa que en la América hispana, y la contribución de esta población indígena a la vida económica de las colonias puede decirse que fue insignificante. El Brasil portugués, con una relativamente pequeña población blanca, fue conservado gracias al desarrollo de una economía azucarera sustentada en el trabajo de esclavos negros. Lo mismo se puede decir de los asentamientos franceses en las Indias occidentales, mientras que los asentamientos que surgieron a lo largo del río San Lorenzo fueron esencialmente formados por mercaderes de pieles, granjeros y misioneros.
¿Qué es, podríamos preguntarnos, lo que estas cuatro diversas Américas (o cinco si incluimos los escasos asentamientos holandeses) tenían en común? A primera vista la respuesta es bien sencilla: nada. Cada una de estas partes fue colonizada en momentos distintos (la colonización española de las islas del Caribe se produjo cien años antes que la creación de Jamestown), y en muchos aspectos cada uno de los poblamientos refleja los valores culturales y las aspiraciones sociales de aquellos que los colonizaron.
Hace treinta años Louis Hartz calificó a estos mundos coloniales como “fragmentos que se desgajaron de Europa en el momento de la revolución que transportó el Occidente al mundo moderno”. Estas sociedades europeas en el Nuevo Mundo claramente evidenciaban lo que Hartz denominaba “las inmovilidades de la fragmentación”, las cuales se perpetuaron eternamente como resultado del lugar y el momento de su origen. De este modo, la América ibérica y el Canadá francés eran, y así permanecieron, feudales en espíritu, mientras que la América británica y holandesa fueron los productos de unas metrópoli que ya habían tomado el camino del capitalismo y del liberalismo.9
Es claro que la interpretación de Hartz posee un cierto atractivo, aunque éste sea ciertamente superficial. Cortés y los conquistadores que lo acompañaron al Nuevo Mundo soñaban con convertirse en grandes señores de vasallos similares a aquellos que habían visto y envidiado en España.
Algunos de ellos, de hecho, fueron capaces de convertir en realidad sus ambiciones, y, como encomenderos, crearon una sociedad señorial muy similar a la que habían conocido en el viejo continente. De igual forma, los colonos de Nueva Inglaterra que formaron parte de la “gran emigración” establecieron en ultramar sociedades que reflejaban fielmente los valores culturales y los comportamientos económicos y sociales de las comunidades de donde procedían originalmente —pequeñas poblaciones y aldeas con mercados locales con fuertes sentimientos comunales— y en las que también se desarrolló un fuerte sentimiento de independencia individual, el producto de un mundo mental en el que el duro trabajo, el éxito terrenal y el favor divino estaban unidos en una relación única.
Sin embargo, estas generalizaciones no resisten un estudio más profundo de las especificidades desarrolladas en las sociedades creadas en el Nuevo Mundo. Los caballeros que poblaron Jamestown, cuya holgazanería exasperaba a la Compañía de Virginia, mostraban un comportamiento señorial bastante similar en sus actitudes al del típico conquistador peninsular. Tampoco es difícil encontrar ejemplos de aspiraciones empresariales y una cierta visión comercial en las sociedades creadas por los conquistadores españoles, comenzando por el propio Cortés con sus plantaciones de azúcar y sus ambiciosas aventuras comerciales.10 Tanto en la Inglaterra como en la España modernas, la cultura del trabajo y la cultura señorial coexistían, y las dos acompañaron a aquellos que cruzaron el Atlántico.
Por todo ello, creo que las hipótesis de Hartz basadas en su teoría de “las inmovilidades de fragmentación” son demasiado simplista. También creo que para conseguir un cuadro más exacto de esta experiencia histórica debemos incluir un análisis de la América, o mejor de las Américas, en las que estos fragmentos de las sociedades europeas se establecieron. En primer lugar, cada uno de los europeos que cruzó el Atlántico hubo de enfrentarse con el choque de lo nuevo. “Todo”, Tomás de Mercado avisó a sus compatriotas hispanos, “es diferentísimo”.11 El hecho de cruzar el Atlántico y tener que adaptarse a nuevas situaciones es lo que creó una suerte de lazo común entre todos los europeos que emigraron a América, y lo que permitió el surgimiento de una suerte de rudimentaria historia común.
A pesar de estos comienzos comunes, debemos de nuevo enfrentarnos con el tema de la diversidad, las diversas experiencias en cada una de las Américas. Parece claro, en primer lugar, que los colonos europeos no se encontraron con un único ambiente en América sino con varios: desde las islas tropicales del Caribe a las cadenas montañosas de los Andes o las tierras forestales de Nueva Inglaterra. En cada una de estas situaciones, los europeos se encontraron con la necesidad de responder al reto de la adaptación y a la urgencia de introducir “cambios en la tierra”.12 Entender cómo los diversos grupos de europeos se enfrentaron a una tarea que parecía gigantesca significa entender que estos mismos europeos tenían ante sí diversas opciones, determinadas tanto por sus tradiciones culturales como por los sistemas de colonización que adoptaron. La colonización basada en la compañía, por ejemplo, imponía diferentes comportamientos a aquellos que surgían de una colonización estrictamente controlada por la Corona. Aun teniendo en cuenta esta diversidad de ambientes a los que las primeras generaciones de colonos europeos debieron hacer frente, creo que dos elementos locales fueron determinantes en las formas que adoptaron las nuevas sociedades. Uno de estos elementos locales fue la presencia, o la ausencia, de grandes y estables poblaciones de nativos. La otra fue la presencia, o la ausencia, de oro y plata.
Fue una combinación de tierras densamente pobladas por nativos y el descubrimiento de ricos yacimientos argentíferos que dotaron a México y Perú, y con ello a todo el mundo hispanoamericano, de una específica configuración económica y social. La presencia de una numerosa población indígena que podía ser utilizada como fuerza de trabajo redujo la necesidad de una inmigración masiva desde la metrópoli, al tiempo que proveyó la mano de obra necesaria para el desarrollo de economías mineras. Éstas permitieron por lo demás que los colonos y sus descendientes viviesen una vida de relativa abundancia, al tiempo que permitieron la creación de un mundo jerarquizado y señorial muy similar al que habían conocido en la península ibérica. Aunque en la América hispana existían claras oportunidades empresariales, y muchos de los colonos las aprovecharon, las condiciones de vida tendían a reforzar los valores y actitudes sociales de las capas más elevadas de las sociedades metropolitanas de las que estos mismos colonos procedían.
Muchos de los primeros emigrantes que poblaron la América británica mostraron su decepción cuando encontraron, a diferencia de los españoles, que las nuevas tierras a las que habían arribado no tenían ni oro, ni plata, ni indios. Careciendo de estas fuentes, se vieron forzados a encontrar modos de vida alternativos en esta nueva tierra. Sin una mano de obra en la que apoyarse, para colonizar el nuevo territorio necesitaban un continuo suministro de inmigrantes, ya fuesen trabajadores dependientes o, cada vez más, esclavos negros, especialmente en aquellas regiones donde fue posible desarrollar cultivos que podían ser comercializados en la metrópoli. En este sentido, lo que nos encontramos es la creación no de una América británica sino de dos, una en Nueva Inglaterra y las colonias atlánticas, caracterizada por granjas trabajadas por familias de colonos y sirvientes blancos bajo contratos temporales, y otra en las Indias occidentales y la región del Chesapeake, con plantaciones trabajadas por esclavos. Las condiciones de vida en estas dos Américas británicas tendían a promover paralelas y a veces contradictorias características importadas desde la metrópoli. Por una parte una cultura del honor, y por otra una cultura del trabajo. Pero, ¿qué es lo que hubiera sucedido, nos vemos tentados a preguntar, a esta cultura del trabajo si las tierras en Massachussetts ocupadas por los colonos británicos hubieran estado densamente pobladas o se hubieran descubierto ricos yacimientos de plata en la Rhode Island de Roger Williams?
Podríamos, por lo tanto, argüir que en la colonización de la tierra, las características nacionales de origen fueron menos importantes que la naturaleza del ambiente americano. En algunos aspectos, las colonias del Chesapeake tenían más en común con el Brasil portugués y con las islas del Caribe, ya fuesen españolas o francesas, que con las colonias británicas del norte. Las primeras eran sociedades de plantación con una élite blanca muy pequeña, la cual vivía de los beneficios extraídos de la exportación de sus productos a los mercados de ultramar, y que dominaba a una población numerosa de raza distinta de la suya. En este sentido, es posible hablar de diferentes Américas con diferentes historias comunes, pero cuyas diferencias eran menos el producto de las características nacionales de los pobladores que de las condiciones ambientales.
Sin embargo, si del poblamiento tornamos nuestra mirada hacia el gobierno y la cultura política de las sociedades establecidas en las Américas, la diversidad basada en orígenes nacionales vuelve a ponerse de manifiesto. En este caso, me gustaría sugerir que dos claras características definitorias ayudaron a crear dos Américas completamente diferentes. La primera de éstas fue la presencia o ausencia de asambleas representativas, mientras que la segunda fue la presencia o ausencia de diversidad religiosa.
Las sociedades coloniales de la América británica, como todos sabemos, eran sociedades basadas en la idea del consentimiento político institucionalizado a través de organizaciones representativas modeladas sobre aquellas de la metrópoli. Mientras que los angloamericanos pueden sentirse orgullosos de ello, la existencia de estas instituciones no indica que los angloamericanos fuesen portadores de una intrínseca y superior virtud nacional. Nada hacía inevitable la transferencia de las formas parlamentarias inglesas al Nuevo Mundo, aunque creo que existía una cierta predisposición en esta dirección, sin duda reforzada por las mismas condiciones de la colonización. En la medida en que esta colonización ocurrió bajo la dirección de compañías y no de la Corona, con el dato sobresaliente de que la Compañía de Virginia tenía que ofrecer condiciones atractivas a sus colonos, fue natural que a éstos se les ofreciesen las mismas “libertades, franquicias e inmunidades” de que ya disfrutaban en Inglaterra.13 Las Coronas francesa y española no desearon, ni necesitaron, ofrecer tales garantías a sus súbditos.
Una combinación de conveniencia, costumbre y concesión permitieron el desarrollo de asambleas populares para asegurar la preservación de estas “libertades, franquicias e inmunidades”. Mientras que este proceso no debe verse como algo inevitable, el establecimiento de asentamientos coloniales en diferentes partes de la América británica hizo difícil evitar la extensión de estas asambleas representativas a otras colonias después de haber sido establecidas en Virginia y Bermudas. Las colonias tenían que competir entre ellas para atraer inmigrantes, y por ello —como el duque de York claramente entendió en su colonia de Nueva York— los inmigrantes que venían de Gran Bretaña esperaban que el asentamiento colonial al que se habían dirigido en busca de una vida mejor tendría una de estas asambleas que les diese algún derecho de representación. Si esto no era así, la respuesta de estos colonos fue, en numerosas ocasiones, trasladarse a otra de las colonias.
En contraste con esta situación, en las colonias francesas e hispanas tales asambleas nunca tuvieron oportunidad de desarrollarse. Aunque los diferentes reinos de la península ibérica contaban con sus respectivas asambleas representativas en el momento de la colonización, Fernando e Isabel mostraron desde el comienzo su intención de evitar que tales instituciones fueran implantadas en el Nuevo Mundo. La monarquía hispana durante el siglo XVI continuó con esta política, en la medida en que tenía suficiente poder para evitar el desarrollo de asambleas representativas, y ello a pesar de uno o dos intentos por parte de los colonos de promover la idea de representación. Esto no significa, sin embargo, que una cierta política contractual estuviese ausente del mundo hispano en América. Pero la política de consentimiento en estas colonias tuvo que buscar mecanismos diferentes a las asambleas representativas, debido al hecho de que el poder de la Corona estaba mucho más enraizado y era mucho más extenso que el de la Corona británica en sus colonias.14
En la América hispana, y más tarde en la francesa, la colonización fue acompañada por la existencia de una estructura burocrática que la Corona británica nunca llegó a establecer, o al menos nunca de una forma consistente, en sus colonias americanas. Esta estructura burocrática fue sin duda más elaborada en la América española, con sus virreyes, sus audiencias y sus cohortes de oficiales locales.
Cierto es que, debido a la gran extensión de territorios que debían ser gobernados y la abierta o encubierta oposición de las élites coloniales a iniciativas de la Corona que cercenasen sus derechos, la estructura del Estado imperial nunca fue tan omnicomprensiva como había sido la intención de la Corona. Sin embargo, la realidad fue que el Estado imperial mantuvo una presencia real en la América hispana en un grado nunca alcanzado en la América británica, en la que durante casi todo el periodo colonial los colonos tendieron a regular sus vidas con leyes elaboradas y aprobadas por ellos mismos.
En este sentido, las colonias británicas eran sociedades más abiertas que las colonias ibéricas, y una de las razones de esta mayor apertura era la diversidad de su vida religiosa. En la América española y francesa, las relaciones entre la Iglesia y el Estado fueron a la vez intensas y muy estrechas, a pesar de los inevitables momentos de tensión. En la América británica, al igual que en la América holandesa del siglo XVII —donde la Iglesia reformada intentó, aunque fracasó, imponer conformidad total en sus ritos y doctrinas15—, la competencia entre diversas colonias por atraer inmigrantes dio un impulso adicional a las tendencias fragmentarias que siempre habían sido inherentes al protestantismo. Además, la Iglesia anglicana no poseía, ni siquiera en Virginia, la estructura jerárquica necesaria para imponer uniformidad religiosa en las poblaciones de las colonias.
Es importante recordar que la Iglesia anglicana fue una Iglesia que no tuvo ni siquiera un obispo en las colonias del nuevo mundo durante todo el periodo colonial. En contraste, en las colonias españolas a fines del siglo XVIII existían 42 diócesis, y una estructura jerárquica plenamente desarrollada. Es verdad que, en general, se ha tendido a exagerar el carácter monolítico de la Iglesia católica en las Américas, y por ello es importante recordar que existieron desacuerdos doctrinales importantes, y sobre todo intensas rivalidades, entre las distintas órdenes religiosas. Además, de estas divisiones internas entre distintas órdenes religiosas, las formas religiosas y de culto adoptadas por las poblaciones indígenas subyugadas acabaron por producir algunas novedades que claramente se desviaban de la ortodoxia católica. Sin embargo, debemos tener en cuenta el hecho de que la América protestante, con una creciente y rica variedad de credos, y la aceptación —a veces con clara reluctancia— de la necesidad de convivencia pacífica y tolerancia religiosa, se presenta en clara divergencia con la América católica, en la cual se producía un elevado grado de conformidad religiosa mantenida por un muy amplio y cohesionado aparato eclesiástico, y una continua y estrecha alianza entre la Iglesia y el Estado.
Teniendo en cuenta la existencia de estas diversas Américas, una política y religiosamente más diversa, la otra más cerrada religiosamente, más centralizada y burocratizada política y socialmente, ¿podemos presentar la más mínima pretensión de que estas diversas sociedades hubiesen tenido una historia común? Al menos superficialmente, las disparidades parecen haber sido demasiado grandes para que la respuesta pueda ser afirmativa. Pero quizá debamos analizar la historia de los logros de la independencia para determinar el balance relativo de similitudes y divergencias en sus trayectorias históricas.
La América británica aseguró su independencia en la década de 1770, mientras que la América española y portuguesa no consiguió la suya hasta las primeras décadas del siglo XIX. La diferencia temporal no carece de importancia, porque la consecución de la independencia por parte de la América británica creó una especie de modelo que ayudó a la América ibérica a pensar en algo —la independencia— que en otras condiciones podría haber sido impensable, y por lo tanto abrió la posibilidad a ésta de visualizar su propia emancipación. Además, durante este periodo se crearon nuevas conexiones culturales y comerciales que ayudaron a romper las barreras tradicionales que separaban a las dos Américas, y por ello a crear la esperanza de que, aunque no compartiesen un pasado común, las dos Américas podrían compartir un destino común.
Sin embargo, y aun reconociendo las contribuciones de América del Norte a la emancipación política de Centroamérica y América del Sur, es posible detectar la existencia de procesos similares en todo el hemisferio durante el siglo XVIII, y ello a pesar de las grandes disparidades que he venido señalando. A primera vista, por ejemplo, si tomamos como punto de partida las primeras décadas del siglo, nada podía haber sido más diferente de la existencia de un mundo más diverso y menos controlado en las colonias inglesas, que la existencia de sistemas imperiales centralizados que gobernaban las vidas de los habitantes de la América española y portuguesa. Pero, como siempre, las apariencias pueden ser engañosas.
El siglo XVII había supuesto un drástico debilitamiento del poder español en Europa, y este hecho tuvo enormes repercusiones en América. El empobrecimiento de la Corona española condujo, por ejemplo, a que la monarquía hiciese importantes concesiones a las élites criollas, particularmente en relación con la propiedad de la tierra, y a la venta de oficios judiciales y administrativos a miembros de estas élites, unos oficios que con anterioridad habían sido ocupados por oficiales enviados desde España. En ciertos periodos durante la primera mitad del siglo XVIII, un 60% de los oficios en las audiencias americanas estaban ocupados por criollos.17 El efecto de este debilitamiento del control real fue esencialmente que, a mediados del siglo, poderosas oligarquías fueron capaces de establecer su poder en las diversas colonias americanas, las cuales en la práctica adquirieron un elevado grado de autogobierno. Al igual que las colonias británicas en América, los virreinatos españoles en América se estaban convirtiendo en Estados criollos.
El “saludable abandono”18 que había caracterizado a la relación entre Londres y sus colonias durante importantes periodos en la primera mitad del siglo XVIII no era exclusivo de la América británica. Una versión hispana del mismo fenómeno prevaleció en el sur. Sin embargo, esta política de “saludable abandono” no llegó a formar parte estructural de la América británica o hispana. En los siglos anteriores se habían formado demasiados lazos, y se habían creado numerosos intereses difíciles de obviar. Para ambos imperios, el español y el británico, la década de 1760 fue central, y en ambos los catalizadores de los cambios fueron los mismos: las demandas de la guerra, y con ellas la necesidad de crear una administración más racional de los recursos coloniales.
En efecto, tanto para la victoriosa Inglaterra como para la derrotada España, la guerra de los Siete Años (1756-63) impuso la necesidad de definir mejor la relación entre la metrópoli y sus colonias. La pérdida de La Habana y Manila en 1762, por ejemplo, forzó a Madrid a revisar exhaustivamente su estrategia defensiva, lo que en realidad comportó una revisión completa del valor que para España tenían sus colonias americanas.19 Las victorias de Inglaterra, por su parte, añadieron nuevas responsabilidades territoriales y por ello plantearon, en términos no menos urgentes que para España, la necesidad de asegurar una contribución más efectiva de las colonias al mantenimiento de los costos provocados por la administración y defensa del imperio. Al desarrollar respuestas a estas interrogantes y problemas, los administradores imperiales —Halifax en Inglaterra y José de Gálvez en España, por ejemplo— fueron inspirados por el espíritu de una Ilustración influida por los ideales de racionalidad y la efectividad de los costos.20
Los intentos de introducir reformas administrativas y fiscales que resultaron de esta reevaluación de las relaciones imperiales provocaron indignación y oposición tanto en la América británica como en la española. Estas sociedades, las cuales por un largo periodo habían sido dejadas a su propia suerte, eran en cierto modo recuperadas a través de las bruscas medidas impuestas por los gobiernos imperiales, los cuales querían restablecer su autoridad sobre estas lejanas colonias y sus asuntos. Por más de un siglo las sociedades criollas de la América española habían sido sociedades en busca, quizá de una forma inconsciente, de su propia identidad. En la medida en que Madrid volvió a plantear el papel subordinado de estas sociedades al dirigirse a ellas como “colonias”, y no como “los reinos de las Indias”, los criollos respondieron reivindicando su carácter “americano”.21 Los intentos por parte de la Corona en el parlamento de asegurar su autoridad en las colonias produjeron una respuesta similar. Unos pueblos que hasta muy recientemente se habían mostrado orgullosos de su herencia inglesa,22 lenta y vacilantemente comenzaron a verse a sí mismos como “americanos”.
Tanto en el mundo británico como en el hispano, las confrontaciones entre el gobierno imperial y las cada vez más poderosas y más conscientes élites locales produjeron desorganización, motines y revueltas —en 1776 en las colonias británicas, en 1781 en Nueva Granada con la revuelta de los Comuneros, seguidos una generación más tarde por los levantamientos que conducirían a la independencia de los virreinatos de México, Perú y la mayoría de las colonias españolas en América. Si la ruptura con la metrópoli fue más lenta en la América ibérica que en la británica; esto fue debido principalmente al hecho de que la estructura estatal española estaba mejor preparada para absorber y contener la rebelión provincial. Sólo cuando el propio Estado se colapsó como resultado de la invasión napoleónica de España, el vacío de poder en el centro dejó a las colonias de España sin su tradicional punto de referencia, y con ello se abrieron las posibilidades de ruptura.
Tenemos entonces que existieron diferencias significativas en la manera en que la América británica y la española alcanzaron su independencia. El resultado de los procesos de independencia también indica la existencia de diferencias profundas en cuanto a las nuevas configuraciones políticas que se crearon sobre las ruinas de las viejas. La creación de los Estados Unidos de América como sucesor de las varias colonias británicas contrasta significativamente con la división de la América del Sur en 17 naciones soberanas, aunque tampoco debemos olvidar que también hubo divisiones entre las colonias inglesas, ya que las Antillas y Canadá permanecieron leales al imperio. A pesar de estas diferencias, las cuales merecen ser estudiadas y explicadas desde un punto de vista comparado, espero que esta visión ciertamente esquemática de los distintos procesos de independencia haya sido capaz de sugerir que detrás de estos procesos existieron tendencias comunes en todas las Américas y que, al menos en este tema, podemos genuinamente decir que las Américas sí tienen una historia común.