Fue alumbrada Ulalume, Ulalume Ibáñez, Ulalume González de León, con la signatura astral de la poesía lírica estampada como otra equis en la frente, en Montevideo, Uruguay, al atardecer del 20 de septiembre de 1932. Los autores de sus días, los poetas Roberto (1907-1978) y Sara (1910-1971) de Ibáñez decidieron ponerle a la hija de su aliento compartido este nombre acuñado por Edgar Allan Poe que suena como a jitanjáfora y tras cuyo velo vocálico parecerían acechar antiguas deidades oceánidas o africanas, y que suena a salmo o sortilegio de encantamiento: “Ulalumbre: alumbra lumbre de alumbre”, para frasear el inicio de El Señor Presidente, la novela de Miguel Ángel Asturias. Su nombre evoca algo como un astro verbal (Ulaluna) que nos estuviera mirando. Hija de poetas, le tocó en suerte ser heredera por su madre de un linaje lírico femenino de nuestras Américas que, para no remontarse a las afiligranadas letras virreinales, cabe desgranar en las cifras de Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Gabriela Mistral, Silvina Ocampo y Fina García Marruz. El Canto (1940) de Sara de Ibáñez sería prologado por Pablo Neruda. La sagaz e inquieta Ulalume tiene mucho más que ver en su propuesta estética y poética con la lírica francesa e inglesa, de las que fue una admirable conocedora. Le gustaba contar que, cuando el poeta Jules Supervielle visitó la escuela donde ella estudiaba sus primeras letras, se sorprendió al oírla recitar de memoria en francés un poema suyo. Supervielle, amigo de sus padres, se prendó de esa niña tan inteligente que lo mismo sabía dar la lección de historia que resolver una complicada ecuación matemática o complejos acertijos y sopas de letras con los ojos cerrados. ¿Uruguaya? ¿Mexicana?: “Uruguay es mi patria en la medida en que la infancia es para cualquiera una patria: ese lugar mítico de ‘las primeras veces’ de toda experiencia. Pero, como dijo Pavese, ‘la primera vez’ de algo no existe; se cobra conciencia de ella cuando ese algo sucede ‘la segunda vez’. Y todas mis ‘segundas veces’ son mexicanas”,1 como le diría a Elena Poniatowska el 27 de febrero de 1971 en una entrevista reeditada con motivo de su muerte.
Ulalume estudió letras en la Sorbona, se interesó en el teatro, participó en Poesía en voz alta; en la Antígona de Jean Anouilh representó al personaje de la Nodriza. Dice Ulalume: “era muy chica. Villaurrutia, quien poco después falleció, dijo al verme: ‘¿Y por qué le dieron el papel a esa niña boba?’”. Esa casi niña, a la que Octavio Paz, al saludar Plagios,2 llamaría años más tarde “la mejor poeta mexicana después de Sor Juana Inés de la Cruz”, actuó también en El juglarón de León Felipe –una de las últimas obras del poeta. Dama de letras y espejos, reina del ajedrez vertical del idioma, publicó sus poemas en la revista Diálogos –su cuna literaria–, dirigida por Ramón Xirau, quien reconoció en ellos el comercio vivido y vivaz entre la ciencia, la filosofía y el juego. Xirau adivinó en voz alta cómo la poeta Ulalume situaba en el escenario del poema problemas y motivos de la filosofía para jugar con ellos. De ahí que no nos asombre que cite a Montaigne y a Pascal, y que haya sido una aceptable conocedora de los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII: de su sustancia perpleja está hecha, en parte, la madera de sus tableros, ludiones, juegos, anamorfosis y juguetes literarios.
Muy joven se casó con el arquitecto y pintor Teodoro González de León, cuyo apellido llevó como una prenda de su nacionalidad electiva: la mexicana. Al separarse, conservó el nombre del padre de sus hijos; y dedicó la última estampa de su obra al poeta Jorge Hernández Campos. Forma parte Ulalume de una emigración uruguaya que supo sentar sus reales desde el exilio permanente o transitoriamente en el corredor llamado México. Pero existe una familia más real a la que pertenece y en la que la inscribe Octavio Paz en las páginas certeras que figuran como prólogo a Plagios:
Para otros poetas el lenguaje es una geometría, una configuración de líneas que son signos que engendran otros signos, otras sombras, otras claridades: un dibujo. Ulalume González de León pertenece a esta segunda familia; para ella el lenguaje no es un océano sino una arquitectura de líneas y transparencias. Cierto, sus poemas son, como los de todos los verdaderos poetas, objetos hechos de sonido –quiero decir: son construcciones verbales que percibimos tanto con los oídos como con la mente– pero el ritmo poético que los mueve no es un oleaje sino un preciso mecanismo de correspondencias y oposiciones. Al oírlos, los vemos: son una geometría aérea. No obstante, si queremos tocarlos, se desvanecen. La poesía de Ulalume no se toca: se ve. Poesía para ver.
¿Qué ve Ulalume en sus poemas? ¿La realidad del logos cristalizada en el lenguaje y ambientada en el espacio por excelencia del escritor: el cuarto, los cuartos? En las notas en prosa a Plagio, ¿no habla de esos “lugares del tiempo” que son sus “muchos cuartos” presentes, ausentes, manifiestos, latentes? En esos aleccionadores comentarios expone una oblicua arte poética que deja entrever la agudeza de esta certera vaticinadora del acontecer interior que, desde sus jardines errantes (¿no era un ser varias veces desterrado, expatriado?) y colgantes (¿no era, como ciertas lianas, una orquídea capaz de caer hacia arriba?), podía contemplar con traviesa creatividad –a través del espejo– el incesante desmoronamiento y enamoramiento del mundo. El lugar de Ulalume está, como diría el poeta y crítico venezolano Guillermo Sucre, en el espacio puro del poema. Su breve y fulgurante obra poética se recoge en Plagios.
Plagios: se dice que la palabra viene originalmente del latín plazaa, e indicaba la condena al azote, ad plazas, para quienes habían vendido como esclavo a un hombre libre. No sabemos cómo se dio el salto desde esta variedad del secuestro hasta el robo de opiniones, ideas y fantasías, aunque no es muy difícil imaginarlo. En el caso del libro seductor de Ulalume González de León, la voz Plagios suscita asociaciones que van de la traducción al homenaje, de la parodia y el pastiche a la imitación, el simulacro y el desdoblamiento; el título evoca también el juego y la dimensión estética en cuanto dimensión lúdica y acarrea, por supuesto, un cuestionamiento de la noción de originalidad. Si Ulalume González de León llama Plagios a sus originales ejercicios poéticos, ¿en qué quedaría la presente “originalidad” de la plaga innúmera de presuntos sujetos líricos? Que la genuina originalidad sólo es accesible a quienes conocen la tradición y el paisaje que los envuelven, a quienes son conscientes del museo o catálogo en que sus acciones se inscriben, es algo que sabía Montaigne y que Ulalume González de León, que lo cita varias veces, no ignora.
“El sabor del durazno que se come, ¿está en la fruta mordida o en la boca que la muerde?” Jardín de Plagios, jardín de fuentes, bosque verbal de árboles que se adentran y adentros que arborecen en el lenguaje, el libro de Ulalume no parece pero es un calendario lunar de 172 días que son poemas que son cuartos que son museos que son viajes de idilio y vuelta, pero a su vez cada casa-poema está hecha de versos donde la semilla del viaje y el germen del amor se encuentran miniaturizados, intactos e íntegros como en una obsesiva fuga musical donde las sílabas de un par de compases ya contienen toda la ciudad acústica. Música, música maestra y rectora corre bajo la piel iridiscente de este volátil verbo camaleónico que se nos camufla entre ojos y oídos, entre tradición y talento individual, entre aroma y tacto, y nos dice perdurables paisajes enraizados en el subsuelo nutricio del lugar común que es la luz, que es la muerte y su carnívoro cristal. Ya se entiende que a Ulalume la escribe un libro abismal y que, mientras ella lo nombra Plagios, sus fuegos breves, sus muertes breves, sus canciones, sus adivinanzas, sus ritos y jitanjáforas –para evocar a Reyes y a Brull–, despiertan en nosotros otra ciencia natural, esa que no viene de la carne, descendiente de Adán, esa fáustica que se hace lenguas de luz en el acto amoroso de reconocerse vivo en el instante, es decir en el segundo porque el primero ya pasó.
Por su voluntad y gusto por el juego, las aéreas armaduras verbales de Ulalume gravitan en un espacio estético donde las máquinas de cantar, como las de Antonio Machado y Gabriel Zaid, flotan en el aire hacia las máquinas deseantes de Marcel Duchamp. Ese gusto por el juego inteligente lengua adentro y entre las lenguas sella el porvenir de su obra entre poetas más jóvenes como Tedi López Mills o Tamara Kamenszain.
Si la historia de la poesía se tejiera incluyendo en ella las traducciones hechas por los poetas de los poetas, Ulalume González de León, traductora sagaz y delicada de Lewis Carroll, E.E. Cummings, Swinburne, Valery Larbaud, Yves Bonnefoy, Gérard de Nerval y Jules Supervielle, figuraría en primerísimo lugar. Sin su cortante silueta la historia de la traducción poética en México, en la segunda mitad del siglo xx, sería inexplicable. Una de las voces que acompañaron con su aliento y entusiasmo esas venturosas aventuras literarias, las revistas Plural y Vuelta, animadas por Paz, fue la exacta suya y ahí obtuvo sus cartas credenciales en las letras mexicanas. Publicó además poemas y textos en muchas otras revistas como Le Courrier, Le Journal des Poètes, L’Alphée, Escandalar y Letras Libres. Se le tributaron varios reconocimientos como el premio Xavier Villaurrutia (1978) por su libro de ensayo y traducción de Lewis Carroll El riesgo del placer, La Flor de Laura (1979) otorgado por el Centro de Estudios Internacionales sobre Petrarca, el premio Alfonso X en 1991. Destacó, además como cuentista con su libro A cada rato lunes (1970), cuya portada se debe al pintor Miguel Cervantes. Con razón, Christopher Domínguez Michael la incluye en su Diccionario crítico de la literatura mexicana (2007).
Gran señora de la traducción, salvó para la lengua castellana a Lewis Carroll y a su Alicia maravillosa, junto con monstruos (Snark et al.) que la acompañan… En Ulalume la tarea de la traducción transcendería la ancilar abnegación filológica para acceder al reino puramente lúdico del ejercicio cuasi matemático. No es fortuito que esta mente cristalina se haya atrevido a traducir, alentada por Paz, las Obras escogidas de A.O. Barnabooth, escritas por Valery Larbaud, ese inmenso e influyente lector, precursor de los heterónimos. Alquimista alborozada de la palabra, Ulalume González de León deja, además de una huella transatlántica en la literatura mexicana e hispanoamericana, la herida irrestañable del deseo despierto en la poesía y en la muy alta poesía de la traducción. ~
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1. Entrevista “Pavana para Ulalume González de León” por Elena Poniatowska, La Jornada Semanal, domingo 2. de agosto de 2009, p. 7.
2. Ulalume González de León, Plagios, prólogo “Poesía para ver” de Octavio Paz, México, Fondo de Cultura Económica, colección “Letras Mexicanas”, 2001, 308 pp.
(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.