Hombre al agua

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Esto es verdad: en 1985 Mike Scott finalmente conoció a su héroe, Bob Dylan. Este le contó una historia acerca de vikingos llegando a Minnesota, hizo una pausa, y le dijo: “Me gusta mucho esa canción tuya.” Varios años después volvieron a cruzarse –Scott cuenta que se fumó un joint enrollado por Dylan y que Dylan se fumó un joint enrollado por Scott– y de pronto Dylan dijo: “Ah… Me gusta mucho una canción tuya.” Y la canción de la primera y de la segunda vez (y, de haberlas, de la tercera y la veinteava vez) era y es y va a ser siempre esa canción: la, sí, dylanesca “The whole of the moon”. Una de esas canciones que no pasan porque siguen pasando, siempre llenas y nuevas.

Y “The whole of the moon” es para Mike Scott –líder desde 1983 de The Waterboys– esa canción con la que, sabe, deberá cerrar sus conciertos porque si no puede haber problemas.

Y para intentar comprender lo que esa canción –ganadora del prestigioso Ivor Novello Award– produce en sus adoradores alcanza y sobra con leer un puñado de comments en YouTube: allí, sexagenarios felices de haber vivido esas noches que así sonaban y adolescentes lamentándose porque sus noches no suenen así. En cualquier caso, para unos y otros, ahí sigue estando el plenilunio de Mike Scott y de The Waterboys. Y de ahí que no sea casual que “The whole of the moon” haya sido escogida –primero en su versión original bailada por jóvenes en boda-flashmob y luego en reinterpretación de Fiona Apple temblada por un anciano al borde de un acantilado– para cerrar la última temporada de la muy intergeneracional serie The affair.

“The whole of the moon” –romántica y visionaria y perfecta representante sónica de un estado de mente y de ánimo– fue el clímax y cénit de la primera etapa de la banda de cuerpo escocés, alma irlandesa y apetito universal. Entonces, el plan era alcanzar lo que Scott denominaba “big music”: un sonido torrencial y avasallador donde confluían el éxtasis del fiel con la furia de predicador y que –Scott dixit– “permita vislumbrar la firma de Dios en el mundo” sin por eso perder de vista el libre albedrío pagano de la Vieja Inglaterra.

Así, “A girl called Johnny” (homenaje a Patti Smith) se zambulló en el debutante The Waterboys (1983, el nombre de la banda salía de la “The boys” de Lou Reed en Berlin), “All the things she gave me” y la autoexplicativa “The big music” salieron a la superficie en A pagan place (1984), y con This is the sea (1985) se ascendió a lo más alto del cielo con, sí, “The whole of the moon” (aun así, la canción demoró seis años en ser himno éxito de ventas). Y tan prolíficos –tres álbumes en tres años– muchos ya miraban a la luna de The Waterboys postulándolos como rivales/aliados de u2 en el arte de hacer que los estadios suenen a catedrales.

Pero entonces –here comes the moon, con la luna al alcance de sus dedos– Scott desarmó todo. Y demoró tres años en rearmar a su banda como suerte de combo-folk y editar el también muy admirado Fisherman’s blues (la canción que da título al álbum es su segundo himno imprescindible).

Desde entonces, trece álbumes más (dos como waterboy solista) y formaciones variables (por las que pasaron más de ochenta músicos entre los que destacan Steve Wickham y el gran Karl “World Party” Wallinger) con sonido que funde los aires marciales de la primera época con violines pub-pastorales o flirteos con máquinas y fraseos rap y hip-hop y atmósferas tecno-dance-soul-electrónica-celtic-funk, sus característicos uh-hus vocales y mucho humor e intensidad pero, por favor, no tanta intensi- dad como la de ese otro autoevangelista que es Nick Cave. Todo vale y todo fluye y, como dijo Bruce Lee, “sé como el agua, mi amigo”.

Y, claro, Scott podría haberse conformado con un cómodo devenir como nostalgic act (eso que ya es u2 cuya música nueva importa mucho menos que la gira de pretéritos greatest hits) anunciando una y otra vez que la próxima-última canción de la noche será ya saben cuál y arriba esos teléfonos móviles.

Pero, por el contrario, el hombre no se detiene y no deja de investigar su futuro a la vez que se ha convertido en un muy atendible revisitador de su pasado. De ahí la versión expandida y los demos de This is the sea, la megabox Fisherman’s box dedicada enteramente al proceso de su grabación y la reciente caja-libro The magnificent seven ocupándose de lo sucedido hasta conseguir su secuela Room to roam (1990). También, la puesta al día de sus memorias Adventures of a waterboy: Remastered.

Pero lo más atendible, agradecible y admirable es el aquí y ahora. A diferencia de la mayoría de sus acomodados y cómodos contemporáneos, Mike Scott no deja que The Waterboys dejen de fluir. Y así, luego de musicalizar ejemplarmente poemas de W. B. Yeats en 2011, entre 2015 y ahora mismo The Waterboys no ha dejado de colmar cantimploras con una serie de cinco álbumes (uno de ellos triple, Out of all this blue, alcanzando en 2017 el octavo puesto en las listas de ventas en uk y el tercer puesto en la lista de discos independientes) que se cuentan y se cantan (a destacar entre tanto destacable al made in Nashville Modern blues) entre lo que mejor que ha hecho Scott. Y allí, de nuevo, constantes como el habitual cierre/despedida con Scott caminando despacio y pensando rápido, encendidas e inflamables odas al ser amado, invocaciones al celoso pero siempre en celo dios Pan, guiños cómplices y maníaco-referenciales a héroes que pueden ser Hank Williams, Jack Kerouac, Van Morrison, Dennis Hopper, Jimi Hendrix, Arthur Rimbaud o Elvis.

El último de estos álbumes, de este año, es All souls hill y es más de lo mismo pero siempre diferente. Desde esa apertura, “All souls hill”, que suena a música perfecta para la próxima de Jason Bourne/Misión imposible/007, pasando por la diatriba anti-Trump que es “The liar”, las suaves tristezas de “Hollywood blues”, las visitaciones oníricas de David Bowie y Amy Winehouse en “In my dreams”, el cover más que mejorado/aumentado de Robbie Robertson “Once were brothers” (y, sí, The Waterboys es además una de las mejores bandas de versiones incluyendo en el menú a Woody Guthrie o a Bob Dylan o a The Beatles o a Prince, a quien también le gustó mucho “The whole of the moon”), la gracia para retratar la fatiga de materiales de un rocker veterano en la resignada “Here we go again” y ese finale de casi diez minutos de “Passing through” en los que Scott –con cadencia casi spiritual y recuperando el clásico folk de Dick Blakeslee de 1948– se reencarna una y otra vez para revisitar a Adán, Jesucristo (“fui casi un apóstol, pero no”), “guiar la pluma de Shakespeare”, cabalgar con Toro Sentado y marchar con Martin Luther King, y ser testigo y grabar con su teléfono el asesinato de George Floyd.

Y, claro, todo esto sonaría soberbio y absurdo en cualquier otro, pero no es así en/con Mike Scott; porque él lo cuenta como si fuera, y lo es, el más pleno y lleno de los lunáticos. Alguien que sabe que no tiene sentido enfrentarse a la bendita maldición de haber compuesto una de las más grandes canciones de su tiempo y que, entonces, lo mejor es salir a avistar (y Scott ya ha avisado que el año que viene habrá nuevo disco) a otras grandes canciones que le hagan compañía, con talento y humildad.

Y esto queda en evidencia en una de las grabaciones caseras incluidas en The magnificent seven. Allí, se oye a Mike Scott tanteando los versos, recitándolos en el momento en que se le ocurren, de lo que acabará siendo la preciosa “Something that is gone”. Como fondo, se oye un torrente de agua. Y así, poco y nada cuesta imaginarlo sobre rocas o riscos, épico y refulgente, en el punto exacto en el que aquello que era el río ahora es el mar.

Pero no.

Las liner notes informan de que lo que se escucha allí es a Mike Scott cantando en la ducha de su habitación del Hyatt On Sunset Hotel, Los Ángeles, el 8 de noviembre de 1989.

Please do not disturb. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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