Música del sufrimiento

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Sorprende favorablemente que un especialista del sacrificio del arte tenga tantísimo éxito industrial y comercial, incluso en España, ajena además por genética a la costumbre del musical americano. Con La La Land (Ciudad de las estrellas), Damian Chazelle, un hombre de solo treinta y dos años, vuelve a esa tradición y la enriquece, aunque lo que define su acusada personalidad es la música, más que el género musical: la música como metonimia de lo que es sufrir y si es preciso morir en la consecución del gran arte, visto este como lo que bien puede llegar a ser en el inmediato futuro, una quimera en vías de desaparición. Tal es el tema latente en sus tres películas de largometraje realizadas hasta la fecha.

La primera, rodada en blanco y negro en Boston, contenía ya en el título, Guy and Madeline on a park bench (2009), un homenaje a los musicales de lo ordinario y lo provincial hechos por Jacques Demy; los nombres de la pareja que se ama y se separa y no termina de reconciliarse en un hermoso final abierto corresponden a los del protagonista y la modosa muchacha que al fin se casa con él en Los paraguas de Cherburgo. Esta ópera prima de Chazelle es una cinta breve y pobre de medios, con hechuras de documental callejero y un uso entrecortado de la cámara, a menudo pegada al cuerpo y a los rostros de los intérpretes de un modo que recuerda el de los primeros filmes de Cassavetes. Guy es un trompetista que deja a Madeline por otra chica, y Madeline deambula, ve pasar a la gente, se para ante una estatua ecuestre, y de repente en vez de seguir andando se pone a cantar y bailar sola. Empieza así el cine musical cotidiano, sin aspavientos, que le gusta a Chazelle, continuado en el segundo y último número en un restaurante, donde a Madeline le hacen coro y cuerpo de baile cinco camareros que trabajan con ella. Ese lirismo espontáneo, casi irreprimible, como improvisado in situ, reaparece con más determinación y empaque pero igual fuerza de convicción en La La Land, especialmente en las deliciosas secuencias de la primera cita nocturna de la pareja ante el skyline de Los Ángeles y aquella en que Sebastian (Ryan Gosling) saca a bailar en un embarcadero a una anciana agradecida, ante la mirada atónita del marido de la señora, que no entiende tanta entrega instantánea. La alegría, la ligereza, el brío exaltado, tienen en estos ejemplos de Chazelle el eco nietzschiano del impulso dionisiaco que el filósofo atribuye al uno primordial (das Ur-Eine) que cantando y bailando se manifiesta como miembro de una comunidad superior, toda vez que “ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando” (cito de El nacimiento de la tragedia en la traducción de Andrés S. Pascual). El vuelo unificado de Mia (Emma Stone) y Sebastian se da de hecho en la escena del planetario de La La Land, un momento de bella fantasía cinéfila, aunque ver volar en el cine siempre tiene el incómodo precedente de Mary Poppins.

Entre esos dos títulos, Chazelle escribió y dirigió igualmente Whiplash (2014), que le dio ya notoriedad y tres Oscars de la Academia de Hollywood. Se trata de una dura fábula de aprendizaje encarnada por Andrew, joven catecúmeno de la batería, y Fletcher, el mesías castigador y a veces sádico que enseña música en un conservatorio de Los Ángeles. Los practicantes de esa rama del arte que es el jazz son estudiados con especial acuidad en las dos historias “angelinas”, gente abnegada y ambiciosa que quiere ser la mejor de su especie en un territorio sin apenas población; o como se dice rotundamente en una escena de La La Land, “el jazz se muere y lo dejan morir diciendo que ya tuvo su vida”. Dichos fanáticos dignos de admiración se niegan a esa muerte, o la asumen con heroicidad; pocas imágenes más expresivas en su profunda alegoría que la del joven Andrew –que ya ha sacrificado su noviazgo para seguir sin distracciones sentimentales el camino de su perfección profesional– con la mano ensangrentada metida en una bolsa de hielo antes de empuñar de nuevo los palillos de su instrumento y pasar otro examen de religión del arte en que el maestro Fletcher martiriza a sus tres alumnos en liza a lo largo de un ensayo de la pieza “Caravan”, secuencia culminante de Whiplash.

La La Land, por mucho que su colorido y su amargo final dulzón puedan engañar, es una parábola sobre el fracaso. Sus dos jóvenes artistas viven una realidad amarga en la ciudad del éxito por antonomasia, y durante más de una hora de metraje no lo tienen, o lo saborean solo, como los pobres felices, en la fiesta de los ensueños. En esa primera parte del filme, marcada por los guiños cinéfilos tan del agrado de Chazelle, destaca el set piece de emocionante tributo al pasado; en la cuna del moderno Hollywood sigue abierto un antiguo cine, el Rialto (que luego se ve, de pasada, ya clausurado), y en él sus pocos espectadores se sientan a ver Rebelde sin causa de Nicholas Ray. Pero el celuloide se quema en mitad de la proyección, como podía pasar en los días del aparato numérico, y la pareja decide continuar la trama por sí mismos, visitando el Planetario de Los Ángeles que hacía de escenario a la alucinada tragedia de los tres antihéroes de Ray.

La película de Chazelle acaba en positivo, pero el logro de sus dos figuras desiderativas se consigue separadamente; como en sus largometrajes anteriores, pasión amorosa y creación artísticas son ecuaciones imposibles, viene a recordarnos este notable cineasta, y los triunfos de Mia como actriz idolatrada y de Sebastian como propietario de un afamado garito y pianista recalcitrante tienen el paralelo de una vida privada previsiblemente trillada. No es casual que el número más largo y elaborado de La La Land sea un potpourri brillantísimo de la gran escuela musical anterior a esas patochadas supuestamente renovadoras que fueron Moulin Rouge o Romeo + Julieta. Aunque su productor musical sea el mismo Marius de Vries que trabajó en aquellas con el director Baz Luhrmann, Chazelle se mueve en una división infinitamente superior. Y también arrasa en taquilla. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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