Dios, música y mainstream

Comparar “Lux”, el sonado disco de Rosalía, con “Visions”, obra experimental de Yamila, es injusto, pero sirve para cuestionar con qué criterios se habla de novedad en la música.
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Hay momentos en los que dos obras parecen dialogar sin conocerse: comparten obsesiones, símbolos, climas afectivos. Sin embargo, aunque puedan nacer de inquietudes similares, sus destinos culturales se bifurcan. Una es celebrada como revelación; la otra permanece en los márgenes, disponible solo para quienes saben —o quieren— escucharla.

No se trata de una oposición nueva. El pop —y el sistema que lo sostiene— está diseñado para alcanzar la máxima circulación posible. La música experimental, en cambio, opera en el territorio del riesgo, el ensayo y el error, la escucha atenta. El problema no radica en esa diferencia estructural, sino en algo más sutil: en permitir que el mainstream determine qué entendemos por novedad.

El lanzamiento de Lux, el último disco de Rosalía, volvió a poner esta cuestión en primer plano. Los adjetivos que lo acompañaron —novedoso, espiritual, iluminador— no son casuales. Dentro del pop contemporáneo y de la propia discografía de la artista, el álbum representa un desplazamiento claro. El punto crítico no es que Lux sea celebrado, sino que lo sea como si inaugurara un territorio, sin atender a exploraciones previas o paralelas que, desde otros circuitos, han trabajado zonas similares con mayor radicalidad formal.

Esto conduce a una pregunta incómoda pero necesaria: ¿quién decide qué merece ser escuchado y por qué seguimos confundiendo visibilidad con innovación?

En 2022, el festival Mutek México —uno de los espacios más relevantes de la música electrónica y experimental a nivel global— presentó en vivo Visions (Umor Rex, 2022), de Yamila, compositora, violonchelista y productora granadina. El disco combina electrónica, experimentación sonora, flamenco y una exploración vocal que no remite tanto a la religión como a los poderes perceptivos de la música misma.

Visions alude a las visiones de las santas, pero no desde una intención devocional. Yamila llegó a este proyecto tras leer a mujeres que ingresaron a la vida religiosa como estrategia para acceder a aquello que les estaba vedado: el estudio, la escritura, la creación. En ese cruce entre restricción histórica y libertad interior encontró un linaje fértil.

Figuras como Hildegarda de Bingen (a quien Rosalía ha mencionado también como influencia en Lux) o Sor Juana Inés de la Cruz no aparecen aquí como meras citas, sino como matrices estéticas. El canto litúrgico, el latín y la poesía funcionan como lenguajes vivos, no como signos de época. En lugar de ilustrar un texto, la música lo atraviesa: líneas vocales extensas, sostenidas hasta el límite, saltos melódicos que priorizan la tensión por sobre la belleza. La voz no busca claridad; busca intensidad.

En “Visions I”, el primer track del disco, un canto litúrgico a capella en latín se expande mediante capas vocales y un pulso electrónico ondulante. No hay aquí intención de reproducir el éxtasis religioso ni de aludir a una comunión con Dios, sino de explorar la capacidad alucinatoria del sonido. El latín no funciona como significante cultural reconocible, sino como materia sonora; el canto litúrgico no como arcaísmo, sino como técnica expresiva.

En Lux, los elementos vinculados a lo sacro operan de otro modo. El uso del latín, los climas corales, las referencias a la mística católica funcionan como signos culturalmente legibles. No exigen una escucha activa ni una inmersión formal: apelan al reconocimiento. Es una espiritualidad atmosférica, sin dogma, diseñada para ser compartida, comprendida y emocionalmente eficaz.

Esto no constituye un defecto. Lux es un disco pop sólido, armónico, cuidadosamente producido. Rosalía despliega una voz expresiva y contenida, y construye una obra coherente con las lógicas del género al que pertenece. Pero su acercamiento a lo espiritual no abandona el marco del relato identitario ni la economía afectiva del mainstream.

Mientras en Visions el ritmo se fragmenta, la voz se tensiona contra la tecnología y la forma se vuelve inestable, en Lux lo electrónico funciona como un soporte atmosférico sobre el que se despliega la melodía. El conflicto nunca desborda la forma. La experiencia mística es evocada, no atravesada.

Aquí emerge la diferencia central: no de calidad, sino de función. Lux construye una espiritualidad reconocible, accesible a una generación que busca sentido sin compromisos doctrinales. Visions no ofrece respuestas ni identificación, propone una experiencia sonora compleja, oscura, incluso incómoda, que no se adapta a la lógica de la circulación masiva.

Decir que Lux es “extraordinario” o “iluminador” no es incorrecto; es, quizá, impreciso. El álbum roza lo místico, pero no se interna en él. Su emocionalidad está calibrada para una escucha amplia, mediada por algoritmos y expectativas de consumo cultural. No porque Rosalía carezca de talento –todo lo contrario–, sino porque el mainstream impone límites formales claros, incluso a sus artistas más inquietos.

La comparación entre Lux y Visions puede parecer injusta: dos mundos que no compiten, dos lenguajes distintos. Y es cierto. Pero no se trata aquí de establecer una jerarquía entre pop y música experimental, sino de cuestionar los criterios con los que asignamos valor, novedad y profundidad a la música, entre otras artes.

Si permitimos que el mainstream –del mismo modo que los algoritmos– defina qué merece nuestra atención y nuestra emocionalidad, corremos el riesgo de empobrecer nuestro paisaje cultural. El problema no está en celebrar discos como Lux, sino en hacerlo como si no existiera nada más, como si la exploración estética comenzara y terminara allí donde alcanza la visibilidad.

La verdadera pregunta no es qué obra es mejor, sino qué estamos dejando de escuchar cuando confundimos alcance con revelación. ~


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