Adolfo Castañón es encorvado, de abundante cabellera y barba blanca. Su voz es aguda y los ojos le brillan, a veces, humedecidos, rojos e inquietos. Pesa menos de 80 kilos. Nació en la calle de Regina, en el centro histórico de la Ciudad de México. De adolescente se comía las uñas y se arrancaba los padrastros hasta que, uno de sus muchos maestros, José Luis Martínez le dijo: “A ver enséñame tus manos. Te comes las uñas, ¿verdad? Pues tú no puedes trabajar con esas manos y con esas uñas”. Después, se dio cuenta que la misma lección sucedió entre un sabio chino y su discípulo en el siglo III a. C. Su rostro tiene cierto aire parecido al de Ignacio Manuel Altamirano. Cuando Adolfo escucha saca el labio inferior, inclina la cabeza y juega con sus dedos. Usa un reloj en la mano derecha. A veces, cuando se sube al metro, la gente le cede su asiento porque lo confunden con un afamado y charlatán cazador de ovnis. Haga frío o calor viste saco y corbata, cárdigancon camisa y pantalón. Camina –envidiable a su edad– larguísimas distancias y maneja en su Renault gris muchas otras. Siempre carga consigo un amuleto: la moneda conmemorativa de veinte pesos de Octavio Paz, en la que se leen los versos: Todo es presencia/ todos los siglos son/ este presente. Al andar por las calles he notado cómo la gente voltea a mirarlo con curiosidad. Imagino que algo similar sucedía en las primeras décadas del siglo XX con los anacrónicos que vestían capa española y levita cruzada con solapas de seda. Quiere mucho a su padre Jesús Castañón y recurrentemente se refiere a él con entrañable amor. Su charla está repleta de una inaudita y contagiosa erudición por los libros de todas las latitudes; de citas, nombres, fechas; hila por aquí y une la punta de un autor con otro. Halla vasos comunicantes entre las realidades más opuestas. En su trato es discreto, afable. Escribe ensayos perfectos cada semana y esta labor ha sido ejemplar para quienes lo seguimos. No ve mucho cine porque se conmueve con facilidad. Tampoco cree en las coincidencias sino en el azaroso destino.
En su juventud viajó por muchas partes del mundo y con frecuencia revive estos recuerdos. Su relación con Octavio Paz fue decisiva y en él, Paz, tiene a uno de sus mejores lectores. He sido testigo de cómo las Obras completas del gran poeta, debido a su peso, han destruido una mesa de la sala de su casa. La biblioteca de su estudio en Copilco también contiene un librero dedicado solamente a otra de sus grandes pasiones: Alfonso Reyes. Ese librero posee todo sobre Reyes. Absolutamente todo: desde las obras completas, los epistolarios, las primeras ediciones. Ahí también hay un cuarto que él llama “El cuarto Pedro Henríquez Ureña” y donde alberga buena parte del trabajo de aquel dominicano que fue figura central en la historia de la literatura de toda América. Lo he visto transportar, en el asiento copiloto de su coche, las copias de la correspondencia Reyes-Henríquez Ureña –editadas por él mismo– en una enorme maleta de viaje.
La otra biblioteca-casa, ubicada en la colonia Educación, su querida esposa, Marie Boissonnet, la llama juguetonamente “la capilla Adolfina”. Con este nombre me fue presentado aquel bosque bibliográfico. Es una acogedora estancia que, al igual que la capilla Alfonsina, tiene dos pisos repletos de libros: una sala abajo y, arriba, un estudio. Ahí se hallan las rarezas que el bibliófilo y legendario librero Fernando Villanueva le ha obsequiado o vendido a lo largo de años. Libros que pertenecieron a Emilio Uranga, raras ediciones de la editorial CVLTURA, las obras completas de Sainte-Beuve. Numerosos libros de la Bibliotèque de la Pléiade, curiosidades de José Moreno Villa, José Alvarado, María Zambrano, George Steiner. En paralelo, libros y libros que fueron aventuras compartidas con su adorado amigo Enrique Fuentes Castilla, otro icónico librero de la Ciudad de México.
Pero, ante todo, me han llamado la atención las fotografías que acompañan los estantes: Adolfo joven, con el pelo negro y esponjado, rodeado de frondosos caminos, vestido con chamarra verde y pantalón caqui; una foto grupal, al lado de María Kodama, Juan Goytisolo, Luce López-Baralty y Claudio Guillén; un billete de la lotería, anunciando el premio mayor, en homenaje a Juan José Arreola; instantes de tertulia con el poeta Gonzalo Rojas; un retrato junto a Marie, en blanco y negro, jovencísimos, enamorados, que podría ser la portada de algún disco folk de los años sesenta.
Castañón, en su ardua labor de editor del Fondo de Cultura Económica –como Roberto Calasso, como Jorge Herralde, como Arnaldo Orfila– ha sido responsable de formar a muchísimas generaciones de lectores. Enrique Krauze lo dijo hace poco, cuando le dieron a Castañón el Premio Nacional de Artes y Literatura 2021: “Podría decirse que varias generaciones leyeron los libros que él eligió. Y aunque su ámbito natural ha sido hispanoamericano, como traductor y editor no descuidó la difusión de la gran literatura en otras lenguas: Rousseau, Paul Ricoeur, Alain Rey, Roland Barthes, Louis Panabière”. El poeta, editor y crítico José María Espinasa bromeaba contando que recomendaba a los jóvenes editores que fueran siguiendo a Adolfo por las calles porque se le caían magníficas ideas de libros. Sus años de trabajo en el Fondo de Cultura, que van desde 1975 hasta 2003, fueron definitivos para la historia literaria de toda habla hispana. Y pienso que es deber de esa editorial, que fue su hogar durante tantos años, publicar las obras completas que ha dejado ordenadas en En una nuez: guía de mis libros (2022), publicado por la editorial Bonilla Artigas.
Una tarde lluviosa en la Capilla Alfonsina lo vi llorar. Nos congregamos aquella noche para escuchar una entrevista, realizada por Álvaro Gálvez y Fuentes a Alfonso Reyes, voz que volvía a ese encantado recinto tras más de siete décadas.
AGV: Hablemos del escritor. ¿Cómo vive y cómo trabaja el escritor? ¿En esta casa vive usted desde hace mucho tiempo?
AF: Desde el año de 39, porque en 38 todavía tuve que salir a una rápida misión al Brasil, muy rápida, ya no permanente, y durante mi ausencia se construyó esta pequeña casa que, como usted sabe, más que casa es una biblioteca con anexos. La casa es de los libros y ellos me dan permiso también de vivir aquí, con mi mujer y mis perros.
AGF: Ya que mencionó usted a Manuelita… su inseparable compañía. Y además… tan eficaz colaboradora de usted en todas sus tareas literarias… porque es una de esas colaboradoras anónimas que no firman, pero que nosotros, los que le estimamos a usted y le miramos desde hace mucho tiempo, sabemos que hay una huella profunda de toda su labor alado de usted, en el esfuerzo suyo. Como una mano izquierda indispensable para un hombre de tanto trabajo como usted. Cuéntenos un poco de ella. Manuelita ¿no quiere usted acercarse al micrófono?
AF: Mire usted alguna vez he contado ya una cosa, que le voy a repetir a usted, porque es estrictamente verídica. Como usted ve, y está a la vista de todos, hay una cierta diferencia de estatura entre ella y yo. Cuando yo me acerqué a ella con ciertas pretensiones le dije: yo, acompañándote en la vida me voy a poner en ridículo a tu lado a lo largo de toda mi vida, pero estoy dispuesto a pasar por eso con dos condiciones: primera, que tú me des los libros del estante más alto y segunda: que me des un hijo por lo menos de tu estatura porque ya la familia Reyes va para abajo.
AGF: Y usted, Manuelita, ¿no puso sus condiciones?
M: No, ninguna.
AGF: ¿De dónde es usted, Manuelita?
M: Yo soy de México.
AGF: ¿Aquí conoció usted al maestro?
M: Aquí lo conocí. Lo conocí muy chiquito, de 16 años
AGF: ¿Cuánto tiempo llevan de casados?
M: Desde el año 11
[…]
AGF: ¿Hay algunos objetos entre los que llenan su biblioteca que tenga un valor estimativo muy particular para usted, que recuerde un hecho de su vida, un momento de gran importancia o trascendencia?
AR: Sí, mire usted, el nombre que le daba yo a mi biblioteca, antes de que nuestro amigo Canedo le pusiera ese precioso bautismo de Capilla Alfonsina, era la tumba de Tutankamón. Porque yo decía que esto era el lugar donde yo había venido a encerrarme ya como un muerto en vida, con los objetos que usé durante mi existencia, como los viejos faraones de Egipto, ¿verdad? Y aquí hay algunas cosas graciosas. Por ejemplo. Préstame esa herradura que hay ahí. Mire usted, entre los objetos que tengo más a la mano, que tienen algún recuerdo para mí, está esta modesta herradura, que la he procurado niquelar, como usted ve, para que se conserve mejor. Esta herradura tiene tres nombres que dicen así: R. Menéndez Pida. El gran maestro Don Ramón, que lo fue durante cinco años en España; A. G. Solalinde, mi gran compañero en la sección de filología del propio Centro de estudios históricos y un servidor… La fecha es… el octavo mes es agosto… 3 de agosto de 1918. Anduvimos paseando porque don Ramón pasaba sus veranos en la Sierra de Guadarrama. Y esto lo recogí y lo encontré en el lugar donde, según las investigaciones de él, que yo popularicé, por decirlo así, en una edición de Calleja, de El libro de buen amor del Arcipreste de Hita, aconteció la primera cántiga de serrana de la literatura española, que empieza diciendo:
Cerca la Tablada,
la sierra passada,
falleme con Aldara,
a la madrugada.
Entonces recogí esto y lo grabé para acordarme de ello.
Castañón, acompañado por el historiador Javier Garcíadiego, tenía entre sus dedos aquella apreciada herradura de Reyes. La mostró al público, con esa manera tan suya de levantar los libros y las cosas, y la pasó entre las manos del público.
***
Es alrededor de la una y media de la tarde. Voy en un Uber sobre la avenida Universidad. Veo que, a lo lejos, Adolfo Castañón camina. Anda a prisa por la banqueta, encorvado y la cabeza agachada. Por momentos, voltea a mirar las nubes. Porta un saco de pana café y corbata tejida. ¿A dónde va con esos morrales de cuero que carga enrollados en su cuerpo?, me digo en silencio. ¿Qué lleva esta vez ahí? Un señor, de apariencia burocrática, se da media vuelta al reconocerlo. Una niñita jala la playera de su mamá y lo señala. El viejo que vende películas piratas se despierta tras una siesta y le sonríe. De pronto, se oye el repiqueteo de unas campanas. Pero ¿de dónde proviene ese sonido? ¿De la parroquia de Copilco? ¿De la iglesia de Chimalistac? Los novios que pretendían entrar al motel de paso se detienen para saludarlo. “¿Es el señor que habla en la radio? ¿El de ‘Letras y voces’?”, me pregunta el chofer. ¡Adolfo!, digo en voz alta, mas no me escucha. ¡Feliz cumpleaños!, grito asomado desde la ventanilla.
La imagen se petrifica, queda inmóvil. ¡Gracias por todo, Adolfo!, vuelvo a gritar mientras sigo avanzando en el coche. Y la imagen se transforma, se convierte en hoja. Ahora ondula, va por los aires. La pierdo de vista al dar vuelta en la siguiente esquina.
Fragmento del ensayo del mismo título que aparece en Catorces voces sobre los 70 años de Adolfo Castañón, recién publicado por Bonilla Artigas.
(Ciudad de México, 1992) es escritor y editor. Autor de Perfil del viento (Ediciones Sin Nombre, 2021) y editor en Ediciones Moledro.